pergamino y posteriormente al papel, el poder que el conocimiento entrega y el valor estratégico que implica para administrar a los pueblos y tomar decisiones, ha estado presente desde la antigüedad en los libros y en las bibliotecas, como puentes hacia el futuro, aunque cambiasen las tecnologías de los formatos y los soportes.
Libros y bibliotecas de la Edad Media.
A partir del siglo XIII, los expertos señalan que el libro comenzó a dejar de ser patrimonio exclusivo de los centros religiosos, extendiéndose definitivamente su lectura y escritura hacia el mundo laico de las cortes, los palacios y, especialmente, de una nueva institución: la universidad, surgida por la necesidad de los gobernantes y monarcas de contar con una burocracia instruida, dadas las complejidades de una Europa en plena expansión. Una biblioteca medieval típica tenía forma rectangular, varias veces más larga que ancha, cielos altos, ubicada generalmente en la planta superior del monasterio o universidad, para evitar pérdidas por inundaciones o robos. Un lector que se instalase debía enfrentar una muy escasa luz natural —estaba prohibido entrar con velas por el riesgo de incendio— así como un intenso frío, en un recinto en que muros, piso y cielo eran de piedra. Con suerte, el lector podía encontrar asiento en las mesas de lectura que se ubicaban al medio de la sala-pasillo, forma que permitía que los libros, que se encontraban en atriles fijados a los muros, pudieran depositarse en los mesones, siempre que la cadena que los unía al atril respectivo lo permitiera.(6)
En los scriptorium benedictinos, los copistas elaboraron verdaderas obras de arte, con páginas adornadas de rúbricas (capitulares escritas en rojo) e iluminaciones en tintas de variados colores, con letras de un tamaño grande y forma redonda, en pergaminos gruesos y encuadernaciones lujosas. El tiempo