bibliotecas públicas: la del Pórtico de Octavia y la del Templo de Apolo en la colina del Palatino. El conocimiento de la Grecia clásica, su filosofía y su arte fue un importante incentivo para la creación de bibliotecas públicas y también particulares las cuales, muchas veces, acumulaban los tesoros de los archivos reales de gobernantes derrotados, como el macedonio Perseo, cuya biblioteca fue llevada entera a Roma por el general Paulo Emilio como su personal botín de guerra. Muchas de estas bibliotecas privadas se convirtieron en centros de pensamiento y lectura de los clásicos por parte de políticos y estadistas romanos como Cicerón y Catón(2). Las bibliotecas romanas se encontraban insertas en los grandes complejos urbanísticos de la ciudad, accesibles a todos los ciudadanos. Se calcula que en el siglo III D.C. había 28 bibliotecas públicas y archivos jurídicos disponibles, asumiendo estas instituciones el rol de conservadoras de la historia y memoria del Imperio y poniendo este acervo a disposición pública.
La transición del soporte papiro —fibra vegetal de clima cálido— al pergamino —manufacturado con el cuero de ovejas— ocurrió en forma paralela al fin del Imperio romano de occidente y la expansión del Cristianismo. La proliferación de los monasterios de vida contemplativa permitió que sus miembros se dedicaran con todo el tiempo y devoción posible a traspasar los papiros que contenían los clásicos de la cultura grecolatina, además de los textos bíblicos. Este soporte era más resistente y permitía un mejor detalle de la caligrafía y de las ilustraciones. Asimismo, la piel de animal permitió armar textos —códices— con páginas dobladas y cosidas lo cual reemplazó al arduo trabajo de pegar hojas planas de papiro para conformar un rollo. El pergamino permitió, además, utilizar ambos lados para escribir e, incluso, borrar lo escrito y volver a utilizarlo, cuestión imposible con el papiro.
Las invasiones bárbaras del siglo V dispersaron la herencia de la cultura grecolatina, que fue preservada por los monasterios, convertidos en centros de la cultura y de acopio del acervo bibliográfico clásico y religioso. La transcripción de textos —labor realizada por los monjes copistas en los “scriptorium”, recintos aledaños a la biblioteca— se concentraba en los autores griegos y romanos así como también en los tratados eclesiásticos, las hagiografías, las oraciones y las reglas monásticas. Por las principales comarcas europeas se diseminaron los conventos con sus respectivas bibliotecas: Canterbury, Lindisfarne, Bobbio, Montecassino, Luxeuil, Maguncia, San Gall, Fulda, Santo Domingo, entre muchos otros. Famosa en el siglo VIII fue la biblioteca de Carlomagno, establecida