Otro añito
de Emilia Pardo Bazán


Tal vez, durante el año, no nos reuniésemos ni un par de noches los cuatro antiguos amigos; pero guardábamos religiosamente la costumbre de cenar juntos al toque del reloj, que anuncia la expiración de un año y el nacimiento de otro -al cual, materializando una idea, creíamos ver tiritando y quejándose, con trémulos vagidos de criatura arrecida y desamparada-. Porque, en efecto, se habla del año recién nacido, pero no de su ama de cría, y el chiquitín no encuentra, al venir al mundo, regazo que le cobije, ni seno repleto donde calentar la nariz y hartar la boca.

La cena, opípara y alegre, se pagaba por riguroso turno, y aquel año de 189... me tocaba a mí ser el anfitrión. Lugar señalado para el ágape, el restaurant Británico, en que era famoso el cocinero. Acudí puntualmente, pues debíamos sentarnos a la mesa cuando la última argentina campanada nos diese la mala noticia de que éramos doce meses más viejos... Un sentimiento de melancolía, la impresión de lo deleznable, del curso del tiempo que al llevárselo todo se nos lleva a nosotros también, era el oculto amargor de tal momento, y lo disimulábamos con forzadas risas, aparentando expansión y alborozo. Momentos después, el champaña y los sabores fuertes de los manjares nos animaban, con animación puramente animal, mientras allá dentro de sí rumiaba cada uno, secretamente, como si le avergonzasen, los cuidados y los dolores...

Al mirarnos, a la luz cruda y azulosa de los focos eléctricos, la primera contrariedad consistía en hallarnos estropeados, con los crueles estigmas de la vida impresos en cuerpo y cara. De nosotros el buen modo y dandy era Luis Fontana, y ya, aquella noche, cuando me dio la palmadita en los hombros, la bienvenida irónica al «pagano», medio retrocedía viendo sus ojeras abolsadas, la insolente redondez de su tripa, las ráfagas plomizas que deshonraban la graciosa cabellera, de un rubio mate... De nosotros, el activo, el emprendedor, el negociador prestigioso, era Nicolás Morla, y la arruga cavilosa de su frente y lo marchito de su sien deprimida confirmaban para mí el rumor que corría de que estaba comprometido en una quiebra de Londres, y por consiguiente, agua al cuello. De nosotros, el artista, el intelectual, el que podía preciarse de que le visitaba la gloria, era Fausto Delmonte, y su palidez amarillenta, la botella de agua mineral que colocó al lado de su cubierto el mozo, y el frasquito de medicamento extranjero que él mismo puso cuidadosamente al otro lado, me delataron al hombre mordido por padecimiento incurable, herido en las hondas raíces de la energía orgánica y a quien los ramos de laurel no compensaban el desastre físico. Y por fin, de nosotros, el modesto, el «sabio», el que había limitado sus aspiraciones para limitar sus decepciones, era yo... Por mucho que las hubiese limitado, en mi única, humilde, natural, inmensa ventura venía castigado terriblemente: el niño, mi pequeñuelo, el rayo del sol de mi hogar, acababa de rendirse al verdugo de las criaturas inteligentes, a la meningitis... Digo que acababa, porque a mí me parecía siempre estar oyendo el espantoso grito, aquel alarido meníngeo que enloquece a las madres; en realidad, la muerte de mi bien contaba ya ocho meses de fecha. Mis amigos no lo sabían. ¡Hace tan poco ruido un niño al morir! O si hace ruido, es dentro del corazón de sus padres; allí resuena el gemido, allí se cantan los salmos de agonía... Fuera, nada. Yo no pensaba hablar del caso a los comensales. ¿Para qué? ¡Se trataba de festejar gratamente la entrada del año nuevo!...

La campana... Nos sentamos entre frases de cordialidad: y también la cordialidad mentía. En otras épocas empezaríamos por contarnos mutuamente nuestras preocupaciones, nuestros cuidados, la espina o el puñal que nos clavaba la hora presente. No lo hicimos, porque a despecho de la identidad de personas, las almas no eran las mismas; así los años transcurridos, iguales en dimensiones, no lo fueron en nuestro espíritu, donde unos dejaron rastros de luz, y los más, negruras y nieblas. Todo lo sucedido nos distanciaba: el universo de cada cual se interponía, como pared de bronce, entre espíritu y espíritu. Charlábamos, cifrando nuestro amor propio en decir donaires y en aparecer superiores al Destino, y bajo esta máscara, a pesar nuestro, abríase paso el pesimismo y el afán de que la existencia hubiese sido completamente distinta de lo que fue. ¡Ah! En eso andábamos todos conformes; si se pudiese, borraríamos la huella de nuestros propios pasos, como el condenado de la leyenda: evitaríamos los peligros arrostrados, las trampas y redes en que se nos prendieron los pies, las «fatas morganas» y los espejismos que deslumbraron nuestros ojos, y entonces..., entonces ¡qué éxito, qué ganga nuestra vida!

-He hecho un solemne juramento -declaró Luis Fontana, saboreando el zambaglione helado-. Tengo cuarenta cumplidos, a vosotros sería inútil negároslo, y lo que es este año que empieza, no se termina sin que os haya dado parte de boda. Estoy harto de intrigas amorosas; estoy de mujerío hasta aquí y, además, ahora el amor no se lleva, no viste.

-No se lleva -objetó Fausto Delmonte, el literato- para los que hemos doblado el cabo. Que nos vuelvan a nuestros veinte, y ya te diría yo si se lleva. ¡La juventud! Tú quisieras recobrarla para coquetear o flirtear, como ahora dicen, y yo para digerir bien y no acordarme de que ha existido la cochina letra impresa, ni aprender siquiera a deletrear.

-Pues por mi parte -declaró Nicolás Morla, el especulador-, como naciese de nuevo, ¡Qué meterme en negocios de alto vuelo, ni qué...! Una rentita pequeña, cortad el cupón, zapatillas, chimenea y santas pascuas...

El champaña, no probado en mi largo período de duelo y retraimiento, empezaba a subírseme a la cabeza un poco; y a pesar de mi propósito de reserva, murmuré involuntariamente:

-Juntaos conmigo... Aquí tenéis a uno que variaría radicalmente de modo de ser... Egoísmo, soltería; mi familia, mi cariño. Quien dijo cariño, dijo sufrimiento... Por mí, que se acabase la especie humana. ¿Yo un hijo? Antes preferiría...

-¿Tú, tan padrazo, dices eso? -preguntó el observador Fausto, mirándome fijamente a las pupilas, donde temblaba el roto cristal sutilísimo de un llanto ahogado por la voluntad.

-Yo -contesté.

Se me quedaba en la garganta la voz. Ellos reían, bromeaban, empezaban a fumar. Media hora después salíamos del Británico, haciendo votos para el año siguiente. ¡Otro añito! ¡Venga otro añito, y adelante!

La puerta del Sol estaba glacial y desierta. Al cruzarla, Luis sintió rodar un coche, lo conoció, conoció la librea, los caballos...

-¿Me perdonáis? -exclamó-. Va allí Matilde.

Ni Fausto ni Nicolás hicieron gran caso de la desaparición: se limitaron a sonreír. Nicolás acababa de comprar un periódico y leía afanoso la cotización de la Bolsa de París a la luz de la farola; Fausto, en otro diario, buscaba con mano febril un artículo sobre su último libro.

Me aparté y rodé en un alquilón hacia mi casa. Al hallarme solo me abrumó la carga de mi tribulación moral, y sollocé contra el rincón del coche. Tal vez me exaltaba el festivo vino, que acrece el sentir. Al apearme, vi que una mujer de pañolón se alejaba rápida y me pareció que había depositado algo en la esquina. Corrimos el sereno y yo. Era un envoltorio de trapos y, dentro de él, una criatura de pocos meses. Alcé el paquete, me acerqué a la farola... La criatura, despertándose, sonreía. Se me abrió la llaga de amor, y creí que el muertecillo volvía a mis brazos...

-No diga usted nada a nadie de este mundo -ordené al sereno, dándole un billete de a cinco-. El niño es mío..., yo le recojo. Que no lo sepa la vecindad. ¡Silencio!

Y agasajando al abandonado bajo mi abrigo, subí dos a dos las escaleras. ¡Año nuevo! ¡No más ternura, no más cariño, no más familia!