Oros son triunfos: 7



Por aquel entonces había llegado al pueblo, como un aerolito, sin saberse de dónde ni por dónde, un personaje que, por más de un concepto, estaba siendo el tema obligado de todas las conversaciones y el objeto de la conversación de todos los círculos, tertulias y corrillos de la ciudad.

Según unas, pasaba de los cincuenta; según otras, no llegaba a los treinta y ocho. Según éstas, era elegante; según aquéllas, era charro, aunque todos convenían en que era espléndido y ostentoso. Algunos aseguraban que venía a comprar media provincia para titularse; algunas, que sólo trataba de casarse. Las costureras y modistas le suponían de humildes aspiraciones; las señoritas, de aristocráticos humos.

Unas decían que, bien mirado, era feo; otras que, después de todo, era gracioso; tal, que se pintaba las patillas y gastaba peluca; cuál, que no era verdad; aquí, que sus chistes eran ingeniosísimos; allá, que chocarreros; aquende, que su carácter era vulgar; allende, que, después de tratado, era simpático y hasta distinguido... Pero todas, chicas y grandes, altas y bajas, morenas y rubias, aristocracia y plebe, al pasar a su lado se ponían tiernas y trataban de llevarse sus miradas por conquista, pues convenían, nemine discrepante, en que era soltero e inmensamente rico.

Vivía en la mejor fonda y ocupaba la mitad de un piso de ella. A los quince días de llegar a la ciudad, todo el mundo le conocía y él conocía a todo el mundo. Jamás paseaba ni asistía al café ni al teatro, sino entre los jóvenes más en boga y más revoltosos.

Tenía lujosa carretela para las grandes ocasiones; para lo ordinario, volanta habanera, esa especie de cascarón entre dos inmensas ruedas, en la cual entraba, así como en la guarnición del caballo, la plata maciza por arrobas; y un brioso trotón con montura mejicana, cuajada también de ricos metales, no siendo menos rico ni apropiado el traje con que cabalgaba sobre aquel aparejo. Generalmente este último era su placer favorito. A caballo, y aunque rodeado de jinetes de la población vestidos a la europea, él nunca abandonaba su pintoresco vestido mejicano. Por lo común aprovechaba su tránsito por delante del paseo más concurrido para lucir sus habilidades a la usanza de los gauchos de las Pampas, tales como rayar el suelo con un dedo o recoger su sombrero jarano, previamente arrojado, a todo correr de su caballo.

Excusado es decir que con estas exhibiciones acrobáticas hasta los chicos de la calle se chupaban los dedos al verle; y es seguro que más de una vez le hubieran largado tal cual tronchazo, a no tomarle por cosa medio sagrada, según le veían garantido y obsequiado por todo lo más pudiente de la ciudad.

Cuando iba a pie se distinguía por la extensión y la riqueza de sus pecheras; y como era en verano, ora vistiera de dril, ora de lana, todo su traje parecía no pesar medio cuarterón: tan fino, vaporoso y reluciente era. En tales casos llevaba en la cabeza rico jipijapa, al cuello leve corbata de batista con grueso solitario, y en los pies zapatos de charol sobre media de seda. Por supuesto que sus cadenas y relojes y sus anillos entraban por docenas, y había formas y tipos para cada día y para cada gusto.

Cuando vestía de serio, su traje no era menos rico ni mucho más pesado; pero siempre era la pechera el principal objeto de sus cuidados y el punto en que se fijaba la curiosidad de los transeúntes: era, como si dijéramos, su plaza pública adoquinada con diamantes.

No se sabía a punto fijo dónde había nacido, pues solía decir en chanza, cuando se le preguntaba eso, que para hombres como él todo el mundo era patria. Algunas veces dijo, poniéndose muy serio, y hasta triste, que procedía de una de las aldeas de aquella provincia, y de una familia pobre hasta la miseria; pero que no quedando ya ningún individuo de ella sobre la tierra, quería olvidar hasta el nombre de su pueblo por tener una pesadumbre menos.

Entre tanto, he aquí su retrato fidelísimo: su estatura no llegaba a mediana; su cabeza era gruesa y su cara ancha, la cual aparecía como embutida en espesa patilla corrida a la catalana, con tornasoles entre verde y chocolate, señal del tinte que la cubría con la pretensión de hacerla pasar por negra. Sus ojos eran pequeños y garzos, la nariz roma, los labios gruesos, la boca muy rasgada, los dientes pocos, pero grandes; el cutis áspero y no libre de toda marca, el color moreno oscuro, las piernas gruesas y estevadas, y las manos anchas y velludas. Sin embargo, no puede decirse que por su fisonomía era antipático: había en ella, por el contrario, cierta expresión de viveza y jovialidad que atraía. Su voz era de gran cuerpo; reía siempre a carcajadas y hablaba muy recio, aunque con las cadencias propias del estilo americano. Era, en suma, en todo y por todo, un hombre verdaderamente estrepitoso, y además se llamaba don Romualdo. En cuanto a la edad, me consta que se acercaba más a los sesenta que al medio siglo.

No tenía nada que hacer, le sobraba el dinero, había prometido a sus amigos casarse en la ciudad en todo aquel año, y todo esto lo sabían allí hasta los perros de la calle.

Figúrese ahora la sensación que estaría causando su presencia en medio de una sociedad cuyos miembros más legítimos eran las mujeres como la perínclita doña Sabina.

Por de pronto se abonó el teatro hasta los topes, aunque representaba en él una perversa compañía; el mismo teatro que jamás se vio lleno, ni por mostrar en su escenario las más ilustres celebridades del arte; pobláronse los paseos públicos aun en los días en que no era de moda asistir a ellos, y hasta hubo amagos de declarar también de moda la misa de cierta hora en determinada iglesia; pero se supo luego que don Romualdo no asistía a ella... ni a otra tampoco, y en este particular siguieron las cosas como estaban.