Oros son triunfos: 5


Muy pocas semanas después de estos sucesos, salía de aquel puerto una fragata con rumbo a la Isla de Cuba. Entre los pasajeros de popa iba César que, con los ojos empañados por las lágrimas, miraba al pueblo que abandonaba, tal vez para siempre. En aquel pueblo quedaba todo cuanto le había hecho hasta entonces risueña la vida: Enriqueta y su tío.

Toda la vigilancia de doña Sabina no había podido impedir que el enamorado mancebo hallase un instante oportuno para decir algunas palabras de despedida a su prima.

-Por el delito de quererte -le había dicho-, me arrojan de tu lado, y por el de ser pobre se me prohíbe pensar en el porvenir que los dos habíamos soñado. Pues bien; si para quererte se necesita tener mucho dinero, yo voy a trabajar para adquirirlo. Cuando lo adquiera, ¿dónde estarás tú, Enriqueta?

-Aquí... o allá arriba, -había contestado la joven, muy bajito, estrechando con una de sus manos la que le tendía su primo y señalando al cielo con la otra.

-Entonces, hasta luego, -había añadido el animoso joven, con una entereza impropia de sus años, pero no del purísimo afecto que hacía latir su noble corazón.

Después se habían separado llorando.

Don Serapio, por su parte, había hecho en aquellos momentos, de prueba para él, cuanto un padre pudiera hacer por su hijo; y en rigor, al marchar César a América no hubiera debido quejarse de su suerte, sin las circunstancias que le obligaban a emprender el viaje y sin la consideración de que en su patria y junto a la única familia que le quedaba, podía haber hallado, trabajando, la posición social que anhelaba en sus modestas ambiciones.