Oros son triunfos: 2
Tenía don Serapio una hermana viuda y pobre, que en algún tiempo, en vida de su marido, gozó también los favores de la fortuna. Esta hermana vivía en una aldea de la misma provincia, y tenía a su vez un hijo, de nombre César, en la edad crítica de emprender una carrera que, cuando menos, le proporcionase en adelante el pan cotidiano que su madre no podría darle siempre. Escribió a don Serapio todas estas cosas y otras más sentimentales todavía, añadiéndole que recibiría como una merced del cielo el ver a su hijo sentado en el último rincón del escritorio, bajo el amparo de su tío. Lo cual era tanto como pedir también al caritativo hermano techo, vestido y alimentos para su sobrino.
Prestóse desde luego a la solicitud el bueno de don Serapio; pero no su señora, que abarcó, en una sola ojeada, el desentonado cuadro que ofrecería semejante intruso en su entonada casa. ¿Qué puesto iba a ocupar en ella? Para ponerle a la mesa era muy poco; para enviarle a comer a la cocina, era demasiado; y en la mesa y en la cocina sería un pregón incesante de la miseria de su madre; y doña Sabina no se resignaba fácilmente a declarar, con testimonios de tal calibre, que en su familia o en la de su marido hubiese individuos pobres. Hubo, pues, dimes y diretes, semanas enteras de hocico y de ceñudo silencio en la mesa; pero aquella vez tuvo un poco de carácter don Serapio, y fue el rapaz a su casa, medio cerril, medio culto, pero listo como un pájaro y revelando en todas sus vetas una madera de facilísimo pulimento.
Diósele cuarto, aunque oscuro, en la casa, un puesto en la mesa y un atril en el escritorio. En el primero dormía como una marmota a las horas convenientes; en el segundo comía con gran apetito y desparpajo, y en el escritorio copiaba facturas, ejercitaba la letra y las cuatro reglas, y a menudo iba al correo a llevar o traer la correspondencia.
En las primeras horas de la noche, después de dejar su tarea, jugaba con Enriqueta al as de oros, o al tenderete, o a las adivinillas, o la contaba los cuentos de su aldea. Muchas veces iba también a acompañarla al colegio por la mañana o buscarla por la tarde. Y con estas y con otras, al poco tiempo de conocerse los dos primitos parecían nacidos el uno para el otro. Gozábase en creerlo así don Serapio; pero no doña Sabina, que se daba a todos los demonios con las familiaridades que se iba tomando el atrevido pelón.
A los ocho meses de haber llegado éste a casa de su tío, ya se le encomendaban trabajos más delicados: se le permitió poner su mano en el copiador de cartas, y sus ojos en el Mayor para consultar el estado de alguna cuenta corriente.
En momentos tan solemnes para él, cuando llevado de su afición al trabajo, o más bien, de su deseo de saber algo y de valer algo, se quedaba solo en el escritorio, solía bajar Enriqueta de puntillas; acercábasele callandito, y después de leer por encima de su hombro, conteniendo la respiración, lo que escribía, dábale en el codo un brusco manotazo y le hacía trazar un verdadero mapa-mundi en la página más pulcra y reluciente del inmenso libro. Saltaba César de ira y de espanto, y amenazaba tirar con el tintero a la atrevida chiquilla; pero tal reía ésta, tales muecas y dengues sabía hacerle, que acababa por reducirle a que le enseñara todos los armarios del escritorio que estuviesen a su alcance, y a que robara para ella una barra de lacre, dos lapiceros y media docena de obleas de goma, amén de echarla en la portada de su catecismo el timbre en seco de la razón social de su padre.
-Por esta vez, pase -decía el pobre chico haciéndose el enfadado-; pero no vuelvas aquí más, o se lo digo a tu papá.
Y la chiquilla, ocultando lo robado en el seno o en la faltriquera, subía la escalera cantando, mientras César se ponía a raspar el escandaloso mapa-mundi, y después cernía polvos de greda sobre lo raspado, y luego frotaba lo cernido con las uñas hasta que saliera lustre en el papel, que no salía antes que el sudor en su frente. Así, tras hora y media de fatigas, quedaba la página tan limpia como si nada hubiera sucedido en ella.
A todo esto, ya le apuntaba el bozo (a César, no a la página); peinaba con esmero su negra y ondulante cabellera; comenzaba a brillar en sus hermosos ojos la luz de una inteligencia no vulgar; y aunque vestido con desechos mal arreglados de su tío, y en una edad en que todo en el hombre, desde la voz hasta la longitud de los brazos, de las piernas y de las narices, ofrece chocantes desarmonías, presentaba a la vista del más escrupuloso magníficos elementos para ser un gran mozo dentro de pocos años. Era además dócil, prudente y trabajador. Don Serapio comenzaba a quererle entrañablemente, y la misma doña Sabina necesitaba violentarse mucho para quererle mal. De Enriqueta no hay que decir que le prefería, para sus juegos y entretenimientos, a sus desabrida zagala, que tan a menudo la contrariaba en sus deseos más sencillos.
Y corriendo el tiempo, sin mejorar en una peseta la situación económica de la casa, pero sin agravarse tampoco, llegó Enriqueta a los diez y siete años, creciendo sus bellezas en proporción de la edad, y César a los veinte. Para entonces era el dependiente más activo y diestro de su tío, que halló en él un gran descanso; se le había asignado un sueldo proporcionado a sus merecimientos, y dado en la habitación un gabinete más cómodo que el cuarto oscuro de antes; vestía con suma elegancia, aunque con modestia; era siempre discreto en su conversación, y, sobre todo, agradecido a la protección recibida, pareciendo haber reconcentrado todo su cariño de hijo en su tío, desde la muerte de su madre, ocurrida al cumplir él diez y ocho años. En cambio, un instinto de invencible repugnancia le alejaba cada vez más de su tía. Verdad es que no se apuraba ella gran cosa por conquistar el afecto de su sobrino; antes al contrario, siempre se mostraba con él fría y desdeñosa.
-Es un excelente muchacho este César, -decía don Serapio a su señora, muy a menudo, después de haber ensalzado alguna de sus cualidades, con el fin, sin duda, de ir dándole entrada en el corazón de aquella insensible mujer, quien, por todo elogio, contestaba:
-¡Quiera Dios que esa alhaja no nos dé que sentir algún día, en pago del hambre que le has quitado!
-Eres muy injusta, Sabina -replicaba el bueno del comerciante, herido en sus más nobles sentimientos.
Y Enriqueta, que lo escuchaba todo en silencio, sentía, con las palabras duras de su madre, algo que helaba la sangre en su corazón, a la vez que hallaba en los elogios de su padre un consuelo para aquella impresión de escarcha.
Porque es de advertir (y no se sorprenderá el lector, seguramente, al decírselo yo) que la mutua simpatía entre los dos primos había ido creciendo con los años y transformándose poco a poco, sin advertirlo los interesados, en otro afecto más acentuado y de raíces más extensas y profundas. Enriqueta, al vestirse de largo, no sintió la alegría tan propia de todas las niñas en semejante caso, por el fútil afán de que al presentarse en el paseo con los nuevos atavíos, dijera la gente: «una mujer más», sino porque viera César si se había cumplido su pronóstico, tantas veces repetido, de que ella iba a ser «una mujer hermosa». Por su parte César, si se afeitaba con un cortaplumas a cada instante, no lo hacía por adquirir cuanto antes determinada patente que le permitiera codearse en el mundo con los hombres, sino por el inocente deseo de saber si, con un bigote bien poblado, se parecía su cara, como Enriqueta se lo tenía predicho, a la de un guerrero de las Cruzadas que ella había visto en una estampa, y considerado siempre como el tipo de la belleza varonil.
Si al tener veinte años y un bigote negro, suave y bien desmayado, se parecía César al guerrero de la estampa; si al cumplir Enriqueta los diez y siete era tan hermosa como su primo se lo había prometido, no quiero decirlo yo por si me equivoco así por carta de más como por carta de menos; pero es lo cierto que ninguno de los dos daba señales de haber perdido con los nuevos atributos las ilusiones, según que se comprendían y se adivinaban sin necesidad de hablarse ni de verse; hasta el punto de que la una desde su habitación distinguía, entre todos los ruidos del escritorio, los pasos que en él daba el otro; a la vez que éste percibía claros y distintos, desde abajo, los menores movimientos de su prima: el roce de su vestido contra una puerta, o el leve rumor de sus menudos pies al hollar la alfombra de su gabinete.
Una vez hablaban los dos de estos fenómenos, mientras Enriqueta, libre por entonces de la presencia de su madre, hacía labor de punto al calor de la chimenea en una de las largas noches de invierno.
-Y ¿por qué será eso? -preguntaba ella entre rubor y curiosidad.
-Pues ahí verás tú, -respondió él, por no meterse en mayores honduras; con lo cual ni la una ni el otro quedaron muy satisfechos.
Pasaron algunos instantes de silencio, y volvió a preguntar Enriqueta:
-Y ¿siempre vivirás tú con nosotros?
A lo cual contestó César, casi haciendo pucheros:
-Y ¿adónde quieres que vaya yo, pobre huérfano, sin otro amparo que tu padre, ni más porvenir que su casa?
-Qué sé yo... -dijo la joven algo aturdida al observar la emoción de su primo.
-¿Y tú? -preguntó a su vez éste.
-¡Oh, yo siempre aquí!-exclamó Enriqueta sin titubear.
-¿Lo crees así? -repuso César como asaltado de algún recelo.
-Y ¿por qué no he de creerlo? -dijo aquélla con mucha gravedad-. ¿No me quiere papá con entusiasmo? ¿No dice mamá que no tiene otro pensamiento que mi porvenir?
-Pues por eso mismo que dice tu mamá...
-¡Cómo!
-¿Sabes tú, Enriqueta, a qué llaman las madres «porvenir» de sus hijas?
-No lo sé, por lo visto.
-Y ¿quieres que yo te lo diga?
-Es natural.
-Pues se llama porvenir de una hija a...
Y aquí le faltó la voz al pobre chico, que jamás se había visto en trance tan apurado. Su corazón hasta entonces no había hecho más que sentir, y en aquel momento comenzaba a hablar; y lo que su corazón le decía le daba miedo, a la vez que le embriagaba.
-Vamos, hombre -exclamó Enriqueta impaciente-; ¿qué porvenir es ese?
-Ese porvenir es... es -respondió al cabo el atortolado mozo, cerrando los ojos de miedo y de vergüenza-, un matrimonio... ventajoso.
Calló César, bajó Enriqueta los ojos, paráronse las agujas entre sus manos, y quedó sumida en profunda meditación. Quizá también por primera vez le asaltaba a ella el temor de un riesgo en que jamás había pensado.
-Y ¿qué es un matrimonio ventajoso? -se atrevió a preguntar todavía, a poco rato.
-Matrimonio ventajoso -contestóle César, -es el que se contrae con un hombre muy rico...
-¿Aunque no se le quiera?
-Aunque no se le quiera.
-¿Aunque no sea joven ni bello?
-Aunque no sea bello ni joven.
-No puede ser eso, -exclamó la joven con admirable ingenuidad.
-No puede ser -repitió el primito con un poco de amargura-, y, sin embargo, se ve muy a menudo.
-Pues, por esta vez, no lo verás, César, -concluyó con aire resuelto la inexperta chica.
-¡Que Dios te oiga... Y te lo pague!...
-¿Por qué te alegra tanto mi resolución?
-Porque ahora he caído en que -y esto lo dijo dando diente con diente-, si yo te viera casada... con otro, me moriría.
A la cual protesta correspondió la joven lanzando a su primo una mirada elocuentísima, y diciéndole al mismo tiempo:
-Pues mira, César, si quieres que yo viva, no nos dejes nunca.
En aquel instante entró en escena doña Sabina, cuyos ojos de basilisco supieron leer toda una historia en la emoción reflejada en los candorosos semblantes de los dos jóvenes; emoción que llegó a su colmo y hasta rayó en espanto, cuando les acometió el recelo de que aquella dulcísima señora podía haberles descubierto su secreto.
¡Como si no le hubiera descubierto mucho antes que ellos mismos!