Oros son triunfos: 14



La acogida que se le hizo en la Habana, donde desembarcó, fue todo lo afectuosa que era de esperar de la recomendación que a la mano llevaba de su tío. Entre éste y la persona que debía acogerle, había grandes y antiguas relaciones de amistad y mercantiles; y así fue que, no bien hubo pisado el suelo habanero, halló ventajosa colocación sin salir de la misma casa en que había entregado su carta credencial.

Con el carácter de César y los muchos conocimientos que llevaba adquiridos en el comercio, no le fue difícil obtener la confianza de su nuevo protector, a cuyo lado era indudable que hubiera hecho fortuna por sus pasos contados.

Pero es preciso no olvidar que César llevaba en su pecho un aguijón que le obligaba a caminar de prisa, y en su imaginación una luz extraña que le hacía ver como interminable todo plazo por breve que fuera. Pensaba en su prima, y temía no hallarla esperándole en el mundo terreno, si tardaba él mucho en volver a su patria.

Por otra parte, era agradecido, y no queriendo regatear el tiempo y la ganancia a una persona que tanto le protegía, pasó cuatro años adquiriendo mucho, pero no todo lo que necesitaba en su afán de acabar pronto.

Al fin su impaciencia febril pudo más que sus miramientos. Recogió sus utilidades; púsolas, como quien dice, a una carta, en una especulación de la casa; tuvo la suerte de duplicarlas, y conociendo su protector, por éste y otros rasgos, el gusanillo de la prisa que le roía, y no desconociendo ni menospreciando las buenas dotes que adornaban al impaciente, propúsole pasar a Méjico, donde podría, con la recomendación que él le diera, hacer doble negocio en la mitad del tiempo, si bien con triples fatigas.

Aceptó César con entusiasmo; diéronsele eficaces recomendaciones para una casa de Veracruz, cuyo principal negocio era la explotación de dos minas de plata, y allá se fue con sus ilusiones y sus ahorros.

No se le había engañado en las promesas. Dos años le bastaron para llegar a reunir un capitalejo, limpio y morondo, de cuarenta mil duros.

En sus expansiones amistosas no ocultaba a nadie el afán que le devoraba; pero jamás declaró su verdadera patria ni sus parentescos en ella, en previsión de un lance desgraciado que pudiera obligarle un día a buscar un porvenir por vías más humildes y azarosas que las hasta entonces recorridas con tan buena suerte. Hasta ese punto llevaba sus propósitos de hacer fortuna honradamente, y sus repugnancias pueriles a deslustrar el brillo de que tanto se pagaba la vanidad de su tía. Por lo demás, hablaba hasta con exceso de sus frecuentes relaciones con la casa de la Habana, aunque siempre con el fin de ponderar lo mucho que la debía, y se curaba muy poco, como joven y de escasas malicias, de ver si todos los que le rodeaban en sus momentos de expansión eran dignos de sus candorosas confianzas.

A menudo tenía noticias de su tío, y por éste sabía que «todo seguía en casa como él lo había dejado», es decir, que Enriqueta seguía esperándole allí, según su traducción al lenguaje de sus amorosos anhelos.

De la Habana tampoco le faltaban cartas, en las cuales se le deseaba siempre rápida fortuna, y se le prometía no dejar de recomendarle cualquiera ocasión que se presentara por allí de conseguirlo, si antes no lo había conseguido él donde se hallaba.

Un día recibió una carta de esta procedencia, y de puño y letra de su afectuoso protector, en la que se le dijo que la ocasión tan deseada había llegado al fin; que, con otra carta suya a la mano, se le presentaría en Veracruz un don Cleofás Araña, gran amigo del recomendante, que pasaba a Méjico a continuar la explotación de dos minas de oro, de su propiedad; que por una deferencia singularísima se había prestado a darle la participación que quisiera tomar en la empresa, en la seguridad de duplicar el capital en menos de seis meses, y que el tal don Cleofás era riquísimo, honrado, etc, etc.

Pocos días después llegó efectivamente este señor, tipo de hombre entre campesino y culto, de aire franco y resuelto, como el de aquél que más bien ofrece que necesita protección. Entregó la anunciada credencial a César, y le mostró además títulos de pertenencia, muestras de oro nativo, etc, etc, con lo cual el iluso mozo, creyéndose más que satisfecho, realizó cuanto tenía y puso en manos de aquel potentado hasta treinta mil pesos, quedándose sólo con otros diez mil para las eventualidades. Extendióse un proyecto de contrato; diósele a César, mientras aquél se formalizaba, un resguardo en toda regla; hubo no sé qué dificultades mecánicas que duraron tres días; al cuarto avisó el socio que se había quedado en la cama un poco indispuesto; al quinto pasó César a visitarle... y el socio había desaparecido de la casa y de la ciudad. Llamó el incauto al cielo; siguió la pista del fugitivo la gente que lo entiende, y, como de costumbre, no dio con él.

Cruzáronse exhortos; escribióse mucho; crecieron los autos a montones, y vino a saberse en limpio que el ladrón se había largado a los Estados-Unidos, y que ya era conocido por los siguientes fragmentos de su edificante historia:

Entre los primeros buscadores de oro en los placeres famosos de California, se contaba un mallorquín, marinero desertor de un buque llegado a aquellas costas con víveres y utensilios. Sabido es por demás que los susodichos explotadores eran lo peor de cada casa, y que no habiendo entonces en el país ni ley, ni rey, ni roque, todo era en él primi ocupantis, por lo cual, antes que la herramienta del trabajo, todo buscador precavido adquiría un revólver y un puñal; porque no es necesario decir que lo que se adquiría arañando las costras de la tierra durante el día, había que defenderlo a menudo, por la noche, a tiros y a puñaladas. Con tan suaves entretenimientos, hijos de la necesidad, hasta el hombre más bondadoso tenía que convertirse en una fiera. ¿Qué llegaría a ser el que antes de pisar aquel suelo no tenía ya entrañas? De éstos era el mallorquín.

Cansándose muy pronto de escarbar la tierra para buscar el oro, y siendo muy diestro en los juegos de azar, trocó la herramienta por la baraja. Ganó mucho en pocos días; pero se le conoció el juego y estuvo a pique de pagar con el pellejo las ganancias. Salvó las unas y el otro; mas no queriendo exponerse a nuevos trances por el estilo, convenció a media docena de perdidos como él, y se lanzaron los siete a la montaña más próxima, de la cual descendían cada vez que se les presentaba una ocasión de hacer un buen agosto, sin arredrarles el riesgo de andar a puñaladas con los desbalijados. Estos atentados y otros parecidos que se hicieron de moda, sugirieron a otros buscadores menos bandoleros la idea de formar entre ellos rondas y tribunales con el fin de hacerse la justicia por su mano. La medida dio por resultado inmediato el que un día amanecieran seis ladrones colgados por el pescuezo en medio de la colonia de aventureros. Cuando estos ejemplares castigos se hicieron muy frecuentes, el mallorquín, que ya había visto colgados a tres de su cuadrilla, tuvo miedo en todas partes.

Huyó, pues, de California, con el rico botín de sus rapiñas, y se cree que se refugió en Méjico, porque, tiempo andando, se le ve aparecer, al frente de una docena de bandidos, asaltando una conducta de varios millones que iba de la capital a Tabasco; conducta que, merced a la fortuna de los salteadores, torció de rumbo con éstos, sin saberse a qué parte del mundo.

Tiempo después vuelve a vérsele en la isla de Cuba hecho un gran personaje, tratando con un criollo, separatista de nota, de una invasión filibustera. Habíale presentado cartas credenciales del centro conspirador de New-York, en las cuales se le autorizaba para recoger una fuerte suma recaudada con el fin de reclutar gente y adquirir pertrechos de guerra. Los filibusteros cubanos no pusieron en duda la autenticidad de las cartas, sellos y contraseñas; entregáronle los millones recaudados en valores de pronta y fácil realización, y ni de éstos ni de su conductor volvieron más a saber aquellos sempiternos laborantes.

Su última hazaña conocida fue la que llevó a cabo en Méjico, siendo la víctima César.

Nada quiso decir éste del caso a su tío, hasta conocer el resultado de sus pesquisas, ni tampoco escribir a la Habana; pues sobre estar convencido de la falsedad de las cartas de recomendación, temía que por aquel conducto llegara a saberlo su familia, y al saberlo ésta corría el riesgo él de que se desalentara Enriqueta, que le estaría esperando «de un momento a otro». En todo caso, para empezar a trabajar de nuevo y dar la triste noticia, siempre estaba a tiempo.

Cuando se convenció de que el fugitivo no parecía buscado por la nariz de la justicia, sintióse acometido de una comezón febril y quiso él mismo correr tras él para arrancarle lo robado, o para matarle si se lo negaba. Con este propósito, y sin decir a nadie una palabra, salió para los Estados-Unidos, depósito inmenso de todos los grandes ladrones del mundo, y se consagró con alma y vida a buscar el de sus ahorros.

Tres meses de investigaciones en aquel laberinto de cosas grandes y de cosas horrendas, diéronle por resultado la convicción de que su hombre había pasado a Inglaterra, donde, por lo visto, tenía acumuladas, y en lugar seguro, sus incalculables riquezas tan honradamente adquiridas.

Tomó, pues, pasaje para Liverpool, y esto es todo lo que por ahora tenemos que decir de César al lector.