Oros son triunfos: 12



Cuatro días después de lo referido en el capítulo anterior, la casa de don Serapio volvía a presentar el aspecto de sus mejores tiempos. En el escritorio no cesaba un instante el ruido seductor de la moneda; montones de ella aparecían en mesas y tableros con la matemática regularidad de un ejército en parada; y al comenzar el desfile, con la misma iban pasando a acuartelarse en la insondable caja que, en menos de tres días, se tragó, contantes y sonantes, no menos de cien mil pesos. Años hacía que en aquel rincón del mundo no se había visto tanto dinero junto. Don Serapio lo palpaba y no lo creía. El achacoso comerciante parecía haber rejuvenecido medio siglo en media semana. Su aire era mas suelto, su mirada más viva, su color más animado; daba tal cual golpecito sobre el hombro a su dependiente de confianza, quien ¡para que se vea hasta qué punto era chocante la revolución que allí se había verificado! pagaba con una sonrisa verdadera cada caricia de su principal; los dos dependientes se permitían entre sí ciertos equivoquillos, aunque a media voz; y hasta el almacenero, cuando subía con algún recado, tarareaba unas manchegas o silbaba el himno de Riego. Aquello parecía un contagio de misteriosa enfermedad: todos se sentían atacados de ella, y sólo don Serapio y el tenedor de libros conocían las causas.

¡Pues no les digo a ustedes nada de cómo andaban los ánimos y las cosas por la habitación! Doña Sabina era un argadillo; Enriqueta se reía sola; las doncellas andaban en un pie, y la cocinera no daba golpe sin romper un cacharro, asombrada de ver que su señora, lejos de echarla un sermón por cada siniestro, la decía por todo desahogo: -«Ande usted, que rica es la orden».

Porque es preciso que el lector entienda que no se trataba ya, únicamente, en el escritorio de una lluvia de talegas, como caídas del cielo, ni en la habitación del próximo ingreso en la familia de un hombre «poderoso»: es que éste había sido ya presentado a su futura, y había comido «en la casa», y el padre y la madre y la hija habían convenido sin dificultad en que, «después de bien tratado y ataviado, el novio era hasta simpático, y que no tenía maldita la comparación con Fulano, ni con Zutano, ni con Perengano, que evidentemente eran unos groseros, palurdos y asquerosos»; y había habido lo de «tonta hubieras sido en pararte en remilgos, ¡qué ganga te perdías!», y lo de «la verdad es, mamá, que no debe uno pagarse de impresiones a lo lejos», o «te digo que nos echamos tu madre y yo un yerno y tú un marido que no le merecemos».

Por un descuido se le ocurrió una vez decir a don Serapio:

-Para que la dicha fuera completa, no nos falta más que conocer algunos antecedentes de él; porque aunque necesariamente han de ser buenos, esto de tener uno con qué tapar la boca a cuatro maldicientes...

-¿Y por respeto a esa canalla -le objetó doña Sabina-, habíamos de ofender la delicadeza de una persona tan respetable con preguntas impertinentes?

-Lo cierto es -indicó Enriqueta-, que tratándose de una persona tan delicada como ésa, no es muy cuerdo ir a molestarle con tales menudencias.

-Naturalmente, mujer -volvió a decir doña Sabina-; sino que tu padre algunas veces... Figúrate si él, resuelto a decirlo, no nos lo hubiera dicho ya. ¿Se calla? Pues eso prueba que no tiene para qué decírnoslo.

-¿Y lo dudo yo acaso? -replicó don Serapio-. Sólo que hubiera preferido... pues... ¡Si sabré yo lo que ciertas cosas ofenden dichas al tunturuntún y sin venir a pelo!

Ni más ni menos se había hablado, ni se volvió a hablar en aquella casa, de semejantes pequeñeces.