Orlando furioso, Canto 11
1 Por más que sutil freno al animoso
corcel en medio del galope tiene,
no suele ser que el ímpetu rijoso
atrás por freno racional se viene,
cuando el placer lo aguija; como el oso
jamás ante la miel su hambre detiene,
si ya llegó a su olfato olor al caso
o alguna gota degustó en el vaso.
2 ¿Qué causa habrá que al buen Rogelio frene
ahora de gozar con gran provecho
de Angélica que así desnuda tiene
en tan florido y apartado lecho?
No más memoria de su amor le viene
que tan firme albergaba antes su pecho;
y, aunque así fuera, fuera gran locura
si la ocasión en que se ve no apura;
3 en la cual no habría estado el concienzudo
Jenócrates que él más continente.
Había tirado ya lanza y escudo
y el resto aquí y allí tira impaciente,
cuando al bajar por su cuerpo desnudo
la dama el gesto vergonzosamente,
aquel anillo se notó en la mano
que en Albraca le hurtó el astuto enano.
4 El mismo que llevó consigo hasta
Francia cuando primero hizo el camino
junto a su hermano, que empuñaba el asta
que fue después de Astolfo paladino.
Con él de Malagís la ciencia vasta
volvió en la gruta de Merlín sin tino;
con él a Orlando y muchos hizo notos
de Dragontina la prisión y el lotos;
5 sin ser vista de aquel anciano puerco
la torre huyó en que puesta había sido.
Mas ¿por qué soy en repetirlo terco
si ya vos, como yo, lo habéis leído?
Brunelo se lo hurtó, mientras fue el cerco,
tras ser por Agramante requerido.
Después con tal desdén la trató el hado
que llegó al punto de perder su estado.
6 Ahora que otra vez lo ve en su mano,
es tanto su estupor y su alegría,
que casi duda de si sueña en vano,
y apenas de ojos y de mano fía.
Lo extrae del dedo, y con muy presta mano
lo echa a la boca; y, como el rayo haría,
del ojo ansioso de Rogelio escapa,
como hace el sol que alguna nube tapa.
7 Y éste a su derecha y a su izquierda
se vuelve y hacia atrás como un poseso;
y, cuando del anillo se recuerda,
burlado queda al fin del mal suceso.
Ved cuánto del descuido se remuerda
y cuánto tiene a ingrato y tiene a avieso
el acto descortés que, según piensa,
le ofrece aquella dama en recompensa.
8 «¿Es este el galardón que de ti hallo
--decía así--, ingrata y cruel señora?
¿Por qué el anillo robas con gran fallo
que yo te habría dado en buena hora?
No sólo él, mi escudo y mi caballo
y aun yo te doy, si pides tanto ahora:
basta que el rostro muestres que me escondes.
Que me oyes sé, crüel, y no respondes.»
9 Así dice y, girando aquella plaza,
tocarla como el ciego a tientas prueba.
¡Oh cuánto el aire vano en vano abraza
pensando que la suerte a ella lo mueva!
Mas ella, que ya lejos se desplaza,
no para hasta que da con una cueva
que, amplia, bajo un monte guarecida,
le presta albergue cómodo y comida.
10 Allí un viejo pastor, que un gran hatajo
de yeguas apacenta, sesteaba.
Pacían ellas por el valle abajo
el fresco pasto que el lugar les daba;
y establo aquí y allí, para el borrajo
huir del mediodía, se encontraba.
Pasó Angélica allí muy grande rato,
mas no fue vista del pastor del hato.
11 Y, cuando el día casi era partido,
pensando haber ya allí bastante holgado,
cubrióse con un muy tosco vestido
diverso a aquel por ella acostumbrado,
siempre de gran labor y de tejido
rojo, amarillo, azul, verde o morado.
No pudo, empero, tan humilde traje
tapar tanta hermosura y tal linaje.
12 Calle el cantor de Filis o Nerea,
de Amarilis o Galatea ahora;
Títiro excuse y Melibeo crea
que a todas aventaja esta pastora.
Tomó aquella campestre Citerea
de entre las yeguas la que más valora;
y cobra pensamiento de repente
de regresar a su nativo Oriente.
13 Rogelio, en tanto, luego que esperado
hubo gran tiempo el ver si se mostraba,
y se percata de su error pasado;
pues cerca no la cree ni la escuchaba,
donde dejara su corcel alado
vuelve, y así su inquisición acaba;
mas halla que, zafado de la brida,
hace al cielo el corcel libre subida.
14 Nuevo daño sumó al antiguo daño
verse también privado de aquella ave,
y menos no que el femenino engaño
éste sintió; mas más punzante y grave
siente perder aquel anillo extraño
que ave tan rara o que mujer tan suave;
no ya por su virtud, que grande era,
mas por ser don que de su dama hubiera.
15 Pesaroso sin límite y mohíno,
se echó las armas y el escudo a cuestas;
y, abandonando el mar, tomó el camino
hacia un gran valle entre cerradas crestas,
donde una hollada senda a verse vino
muy amplia por mitad de esas florestas.
Poco avanzó, cuando en la selva noto
a su derecha fue gran alboroto.
16 Gran alboroto nota y ruido horrendo
de armas, por lo que al punto se apresura
a entrar al bosque y halla combatiendo
a dos allí en mitad de la verdura.
Litigan ambos con furor tremendo
por no sé bien yo qué venganza dura.
Uno es gigante, de facciones fiero,
valiente el otro y noble caballero.
17 Y éste con escudo y con espada,
de un lado a otro saltando se defiende,
por no probar la maza harto pesada
con que a dos manos el jayán le ofende.
Yace la montura desangrada;
para Rogelio, y la batalla atiende,
e inclina pronto el ánimo y desea
que vencedor el caballero sea.
18 Mas no por esto es que lo socorra,
que no se aparte y el final no espere.
Al cabo aquel gigante con su porra
al caballero sobre el yelmo hiere.
El golpe a éste la conciencia borra,
y el otro, porque darle muerte quiere,
le quita el yelmo que traía puesto,
pudiendo así Rogelio verle el gesto;
19 y ve el gesto desnudo de su bella
y adorada señora Bradamante,
y ve que es ella misma al cabo aquella
a quien dar muerte quiere el mal gigante:
por lo que batallar con él querella
y hasta él espada en mano va delante,
mas éste, no atendiendo a quien le brama,
toma en sus brazos la abatida dama,
20 a hombros la echa, y lejos la transporta
como el lobo tal vez el corderillo,
o el águila en la aguda garra porta
pichón u otro pequeño pajarillo.
Ve el mozo cuánto ahora obrar importa,
y corre; mas aquel gigante pillo
tan largos pasos hace y tanto avance,
que apenas con los ojos le da alcance.
21 Corriendo el uno así, y el otro estando
detrás, por un sendero desusado
que poco a poco se venía ensanchando,
salieron de aquel bosque hasta un gran prado.
No digo más, pues vuelvo ahora a Orlando,
que el arma del frisón había arrojado
en la fosa del mar más fría y avara,
a fin de que jamás nadie la hallara.
22 Mas poco esto valió, que el enemigo
que siempre pervirtió la raza humana
y fue de ella inventor al ser testigo
de cómo en tierra el rayo se desgrana,
con daño no menor que, cuando amigo
de Eva fingió ser con la manzana,
hizo que en tiempos del abuelo nuestro
lo rescatase encantador siniestro.
23 Más de cien pies estuvo el instrumento
bajo el mar muchos años sumergido,
mas vuelto a tierra por encantamiento,
fue al punto a los tudescos ofrecido,
los cuales, tras algún experimento
y concitados del demonio infido
que gran industria en sus acciones puso,
al fin averiguaron con su uso.
24 Italia y Francia y todas las naciones
del mundo han aprendido el arte luego.
Unos el bronce en cóncavas porciones
moldean licuefacto por el fuego;
otros del hierro extraen los corazones
dejando abierto un lado y otro ciego:
hacen bombarda así, mosquete innoble,
o bien simple cañón, o cañón doble.
25 o sacre o falconete o culebrina,
que el nombre toma que al creador agrada,
y rompe hierro y mármoles arruina,
y se abre paso y no para ante nada.
A la fragua, soldado, pues, destina
tus armas otra vez, incluso espada,
y arcabuz o mosquete al hombro echa,
si quieres ver tu paga satisfecha.
26 ¿Cómo pudiste hallar jamás cabida
en pecho humano, ingenio depravado?
Por ti es la gloria militar perdida,
por ti el arte de guerra deshonrado,
por ti el valor y la virtud es ida
y más que el bueno el malo es celebrado;
por ti de gallardía o de denuedo
no queda en campo hoy ni aun el remedo.
27 Por ti son y serán bajo la tierra
tantos señores, caballeros tantos,
antes que vea el fin esta vil guerra
que el mundo, y más Italia, ha envuelto en llantos.
Por esto digo, y mi decir no yerra,
que fue su autor el más cruel de cuantos
impíos ingenios en el mundo han sido
que alguna arma execrable han concebido.
28 Y digo más: que Dios, porque el delito
no quede eternamente sin castigo,
arrojará al infierno a este maldito
con Judas, que vendió maestro y amigo.
Mas callo y al señor cuyo prurito
es hallarse en Ebuda presto, sigo,
donde toda mujer hermosa y blanda
dada a un monstruo marino es por vianda.
29 Pero cuanta más prisa tiene Orlando
menos parece que la tenga el viento,
y de babor o de estribor soplando
o de popa tal vez siempre es tan lento,
que el barco avanza apenas navegando
y a veces no es ninguno el movimiento;
o tan contrario es que sólo cabe
volver o ir girando a orza la nave.
30 Fue voluntad de Dios que no llegara
antes que el rey de Ibernia a aquella costa,
y así con más facilidad pasara
lo que oiréis de aquí a poco y a mi costa.
Le dice Orlando, al ver cómo ya encara
la isla, al capitán: «La nave aposta
y dame esquife, que acercarme quiero
solo y sin nadie hasta el escollo fiero.
31 »Dame el ancla mayor también y el cabo
más grueso que se halle en la barcaza,
que habrás de ver por qué los llevo al cabo
si al montruo que persigo le doy caza.»
Hizo arrojar al mar el bote el bravo
con cuanto había menester su traza.
Salvo espada, dejó cuanto vestía,
y puso rumbo hacia la roca fría.
32 Tira el remo hacia sí, la espalda tiene
vuelta al lugar donde arribar espera,
al modo en que al salir del agua viene
el cangrejo marino a la ribera.
Era la hora en que la Aurora lene
había esparcido al sol su cabellera,
medio luciente ya y aún medio umbroso,
no sin mohína de Titón celoso.
33 Tan cerca ya del duro acantilado
que a tiro o poco más de piedra estaba,
creyó escuchar un llanto imaginado:
con tan débil sonido lo escuchaba.
Volvióse hacia su izquierda y, a ese lado,
a la altura que el mar la roca lava,
vio una mujer desnuda atada a un tronco,
cuyo cándido pie baña el mar ronco.
34 Porque aún lejos se halla, y porque inclina
el rostro al pecho, no sabe quién sea.
Esfuerza el remo más, y se avecina,
porque del caso más saber desea.
Mas brama en este punto la marina,
retumba el bosque atrás que la rodea,
y ve surgir del agua un mostruo fiero
que esconde bajo el vientre el mar entero.
35 Como de oscuro valle húmeda asciende
nube de lluvia y tempestad repleta,
que más que noche lógrega se extiende
y el día parece que en tiniebla meta;
así al nadar la fiera el agua hiende,
de suerte que la cubre con la aleta;
se agita el mar, y Orlando viendo esto
no muda el corazón ni frunce el gesto.
36 Mas ágil se movió, como el que en uso
pone al fin lo que había antes trazado,
y, porque el monstruo acometer propuso
juntamente y negarle aquel bocado,
con el bote entre ambos se interpuso,
el acero dejando aquí envainado:
tomó en la mano el ancla con el cable,
y esperó firme aquel monstruo espantable.
37 Tan pronto se acercó la orca, cuando
vio en el batel a Orlando, y por tragallo
tanto la boca abrió aquel pez nefando
que habría engullido un hombre aun a caballo.
Avanzó entonces con el ancla Orlando
(y también con el bote, si no fallo)
y, entrando en él, aquella ancla pesada
dejó entre lengua y paladar clavada,
38 de suerte que de arriba la quijada
no pudo más cerrar con la de abajo,
tal cual deja la mina apuntalada
el minero después de cada tajo,
porque ruina no ocurra inesperada,
mientras incauto atiende su trabajo.
El ancla de un extremo a otro es tan alta
que no los toca Orlando, si no salta.
39 Puesto el puntal, y estando así seguro
que el monstruo no podrá cerrar la boca,
toma la espada, y por el antro oscuro
con filo y punta aquella carne toca.
Cual puede, si el rival entró ya el muro,
apenas defenderse fuerte roca,
así la orca a defenderse viene
del paladín que en la garganta tiene.
40 Vencida del dolor, del mar se eleva
y muestra el lomo y la escamosa ijada,
o el vientre hasta el profundo fondo lleva
y alza con él la arena allí asentada.
En cuanto Orlando ve que el pez se mueva
al fondo, fuera de su boca nada;
mas deja el ancla en ella, y la maroma
que atada al ancla está, en la mano toma.
41 Con ella llega hasta el escollo a nado,
y, cuando a tierra firme al fin accede,
tira del cable al ancla asegurado,
que al monstruo con dolor punza y agrede.
Esta a seguir el ancla está obligado
de aquella fuerza que a cualquiera excede,
de aquella fuerza que quizás levante
de un tirón más que en diez un cabestrante.
42 Como toro selvático que siente
echarse de improviso al cuerno un lazo,
y salta y se revuelve airadamente
y en vano bufa y curva el espinazo,
sacada así del natural ambiente
la orca por la fuerza de aquel brazo,
con mil espasmos que hace al revirarse
el cable sigue y no puede soltarse.
43 Tal sangre por la boca en el mar vierte,
que mar Rojo llamarse hoy bien podría,
y al tiempo azota el agua de él tan fuerte
que abrir parece entre las aguas vía,
o bien que baña el cielo azul de suerte
que esconde el sol que da la luz al día.
Retumban del rumor que hace la fiera
selvas y montes, prados y ribera.
44 Sale Proteo de su gruta, cuando
aquel fuerte rumor lo maravilla,
y al ver salir y entrar del monstruo a Orlando
y el pez sacar del agua hasta la orilla,
huye por alta mar, su grey dejando.
Tanto el tumulto fue, tanta la chilla
que, unciendo los delfines a su coche,
llegó Neptuno a Etiopia aquella noche.
45 Ino con Melicerte en triste guaya,
cuanto glauco y tritón puede contarse,
nereida y los demás que en el mar haya,
nadan con gran desorden por salvarse.
Al monstruo llevó Orlando hasta la playa,
y más no hubo con él de fatigarse,
que del dolor y la pasada pena,
antes murió de estar sobre la arena.
46 No fueron pocos los isleños idos
a contemplar la lucha esa mañana,
que de su vana religión movidos
juzgaron tan pía obra por profana,
y otra vez se creyeron maldecidos
y del dios avivada la ira insana,
al punto de traer su grey a tierra
y otra vez comenzar la antigua guerra;
47 y que es mejor la furia aplacar luego
del ofendido dios antes que estalle,
y esto será cuando el pagano ciego
arrojado en el mar con él se halle.
Como pasa de hacha en hacha el fuego
y pronto le da luz a todo un valle,
así de pecho en pecho presto prende
la ira que a Orlando al mar lanzar pretende.
48 Hay quien de honda y hay quien de arco armado,
quien de asta o quien de espada a él desciende,
y ya por uno o ya por otro lado,
de cerca o lejos, con furor lo ofende.
Aquel ataque ingrato y despiadado
de ningún modo el paladín comprende,
pues por matar al monstruo injuria alcanza
en vez de gloria, aplauso y alabanza.
49 Mas como suele el oso que exhibido
en ferias es de Rusos o Lituanos,
temer apenas el tenaz ladrido
de los perros que pasan a él cercanos,
que ni aun mira o se da por aludido;
así teme el de Anglante a los villanos,
pues de un único soplo que propine
podrá hacer que el tropel todo se arruine.
50 Y bien hizo con ellos allí plaza
al tomar Durindana en su presencia,
por más que aquella torpe y loca raza
creyese que no haría resistencia,
cuando no vieron sobre él coraza,
ni escudo ni otro arnés para pendencia;
mas no saben que aquel que ven delante
tiene la piel más dura que el diamante.
51 Cuanto hacer de aquel bravo no pudieron,
hacer con todos pudo al cabo el bravo.
Mató a treinta de diez golpes, que fueron
diez o poco más de cabo a rabo.
Libres las playas del tropel se vieron,
y, cuando vuelto hacia la dama al cabo
la quiso desatar, un ruido suena
que el otro extremo de la playa atruena.
52 Y esto se oyó; pues, mientras de una banda
los bárbaros Orlando así vencía,
sin hallar resistencia el rey de Irlanda
la isla por mil partes invadía;
y, sin mostrar piedad, ruina nefanda
de aquellas gentes con su tropa hacía:
o ya justicia o ya crueldad que fuera,
ni edad ni sexo el hierro considera.
53 Apenas hacen fuerza a aquel fracaso;
en parte, al ser pillados de improviso,
en parte, al ser en número harto escaso
y, amén de escasos, de ningún aviso.
Mató la gente el irlandés, y al caso
quemó el pueblo y robó cuanto de él quiso;
los muros abatió del pueblo altivo,
y no dejó en la isla un hombre vivo.
54 Orlando, como a aquel que poco toca
aquel rumor y aquella mortal ruina,
va a la mujer que en la desnuda roca
debía devorar la orca marina.
La mira y familiar rostro le evoca,
y más cuanto más cerca se avecina:
a Olimpia ve, y Olimpia en verdad era,
que aquel premio cobró su fe sincera.
55 ¡Oh pobre Olimpia a la que burla hizo
Amor, y luego la Fortuna cruda
la llevó con su gusto antojadizo
en manos de corsarios hasta Ebuda!
A Orlando conoció, cuando al macizo
vuelve a buscarla; mas, porque es desnuda,
agacha el gesto, y ya no es que no hable,
mas no osa levantar su vista amable.
56 Quiso Orlando saber qué inicua suerte
la había a aquella isla encaminado,
desde el lugar donde con lazo fuerte
alegre la dejó junto a su amado.
«No sé si agradecer que de la muerte
--repuso Olimpia-- vos me hayáis salvado,
o si llorar de que por vos aún sea
en esta cárcel de la vida rea.
57 »Os he de agradecer que una manera
me hayáis ahorrado de morir horrenda,
tal cual habría sido que la fiera
a su vientre me diera por merienda.
Mas yo no os agradezco que no muera,
porque sólo morir mi mal enmienda:
antes lo haré, si aquella queréis darme
que puede mis cuidados arrancarme.»
58 Siguió después con gran llanto diciendo
cómo fue por su esposo traicionada,
que en una isla la dejó durmiendo
donde fue al cabo por su mal raptada.
Y, mientras decía así, se iba cubriendo
del modo en que, esculpida o dibujada,
Diana avergonzándose en la fuente
arroja agua a Anteón en rostro y frente;
59 y, cuanto puede, esconde pecho y vientre
dejando ver la espalda y la cadera.
Pide Orlando que el barco en puerto entre,
pues, ya que Olimpia es libre de la fiera,
cubrirla de algún paño quiere. Y entre
tanto está en esto, llega a la ribera
Oberto, rey de Hibernia, que ha sabido
que el mostruo está sobre el sablón tendido;
60 y que había ido un caballero a nado
y puesto en boca un ancla prominente,
y luego hasta el sablón lo había arrastrado
como avanzar se hace nao contra corriente.
Va Oberto por saber si quien le ha dado
tal noticia contó verdad o miente;
y en tanto sin piedad su gente cruda
arde y destruye por entero Ebuda.
61 El rey de Hibernia (aunque estuviese Orlando
calado, y de la sangre asaz teñido,
de aquella sangre que trajera cuando
salió del monstruo en que se había metido)
que el conde fuese anduvo barruntando;
y más que por dar crédito al sentido,
por creer, oyendo el caso en la floresta,
que no otro sino Orlando haría tal gesta.
62 Lo conocía, pues doncel un tiempo
había sido en Francia, hasta que vino
a Hibernia como rey, porque a destiempo
quiso a su padre dar muerte el destino.
Mucho lo había visto y mucho tiempo
había tratado el rey al paladino.
Corrió a abrazarlo y festejarle el hecho,
ya puesta la celada sobre el pecho.
63 No menos se mostró el conde contento
de ver al rey que el rey de ver al conde;
y luego que con tierno sentimiento
las muestras de amor uno a otro responde,
a Oberto narró Orlando el perdimiento
de Olimpia, a cuyo amor no corresponde
el pérfido Bireno que debía
menos que nadie hacer tal felonía.
64 Las pruebas le contó punto por punto
con que ella amarlo demostrado había,
cómo familia y feudos, todo junto,
perdió, y al fin por él morir quería;
y que era gran verdad todo este asunto,
y él buena cuenta dar de ello podía.
En tanto, por los ojos de la dama
una copiosa vena se derrama.
65 Lucía su rostro entonces, como esplende
alguna vez de primavera el cielo,
cuando la lluvia cae, y a un tiempo hiende
la luz del sol el nebuloso velo.
Como hace el ruiseñor, cuando desprende
entre las ramas su amoroso duelo,
así hace Amor, y en ese llanto bello
las plumas baña y goza del destello.
66 Forja en el fuego que en sus ojos prende
la fecha de oro y en el río la moja,
que entre la rosa y el jazmín desciende;
y, ya templada, al mozo se la arroja,
al cual contra el metal ni arnés defiende,
ni cubre malla, ni coraza enoja;
y, mientras mira el gesto con aplomo,
siente su pecho herir sin saber cómo.
67 Los encantos de Olimpia eran de aquellos
que muy raro se ven, no sólo frente,
ojos, mejillas, hombros o cabellos,
boca, cuello, nariz o ebúrneo diente,
pues más abajo de sus pechos bellos,
las partes que el jubón ver no consiente,
de tanta gracia son, que creo que exceden
a cuantas verse por el mundo pueden.
68 Vencían en blanco a nieve nunca hollada,
eran más que el marfil suaves y romas,
leche que cae del junco derramada
parecían sus dos turgentes pomas.
Era la franja por las dos cercada
como se ven entre pequeñas lomas
los valles al llegar la primavera
que el invierno de nieve antes vistiera.
69 Las piernas, los costados, la cadera
y el más liso que espejo vientre plano
parecían, según su industria era,
obra de Fidias o más diestra mano.
¿De aquella partes qué decir pudiera
que ella porfiaba en esconder en vano?
Diré que de los pies a la cabeza
todo cuanto allí había era belleza.
70 Si en los valles de Ida el pastor frigio
la hubiese visto, dudo que ante ella
Venus, aunque venció en aquel litigio,
la manzana obtuviera de más bella;
ni habría luego él con desprestigio
dado a su huésped tan justa querella,
mas habría dicho: «Téngala el marido,
que ésta y no Helena es quien me ha vencido».
71 Y, si en Crotona Olimpia estado hubiera,
cuando por reducir a Helena al arte
Zeuxis como adorno al templo de Hera
al fin cinco muchachas llamó aparte,
de suerte que, porque perfecta fuera,
tomó de cada cual la mejor parte;
no habría tomado partes más que de ella,
que era, cuanto se puede, Olimpia bella.
72 No creo que jamás Bireno viera
aquel cuerpo desnudo, pues sé cierto
que nunca tal crueldad con ella hiciera
como es dejarla en sitio así desierto.
Se enciende Oberto al cabo de manera
que no puede esconder el fuego Oberto.
Procura que no llore más y estime
que pronto cese el mal que ahora la oprime;
73 y le promete acompañarla a Holanda
y no cejar hasta volverle todo
y que haya hecho justa y memoranda
venganza del iniquo sobremodo,
con cuanta gente le procura Irlanda,
y así lo hará del más rápido modo.
Mandó en tanto buscar entre las ruinas
mantones y ropillas femeninas.
74 No fue preciso para dar con ellas
que andar fuera de Ebuda se ordenara,
pues muchas había allí de las doncellas
que el monstruo como almuerzo devorara.
Al poco de mandar buscar, de aquellas
Oberto pudo hallar copia no avara,
y a Olimpia hizo vestir, aunque con pena
de no poderlo hacer de otra más buena.
75 Mas nunca bella seda u oro fino
o recamo que el arte más observa,
que hacer pudo artesano florentino
con tiempo, con paciencia y con reserva,
pudiera parecerle de ella dino;
o aun paño del de Lemnos o Minerva
lo juzga dino de que el cuerpo vista
que nunca olvidará que vio su vista.
76 Mostró Orlando tener gran alegría
por este afratelado sentimiento,
no sólo porque el rey no dejaría
Bireno sin castigo ni escarmiento;
mas porque su concurso le eximía
del tan molesto y grave impedimento
de dar auxilio a Olimpia y no a su dama,
que esta es la empresa que su amor reclama.
77 Que allí no estaba lo entendió por cierto,
mas no si había estado en el pasado;
puesto que todo natural fue muerto
y no quedó quien de ello hubiera hablado.
Al día siguiente abandonaron puerto
en una armada uno a otra aliado.
Con ellos fue hasta Irlanda el paladino
para a Francia después seguir camino.
78 Un día apenas recaló en Irlanda
y no valió rogar que más restase:
Amor, que tras Angélica lo manda,
no consistió que más allí parase.
Se parte, pues, y al reino franco anda;
mas antes pide al rey que no retrase
la fe que dio, aunque holgara; pues lo hizo
de tal suerte que asaz la satisfizo.
79 En breve así, reuniendo gente, obra
y, en liga con Escocia e Inglaterra,
Holanda y Frisia al poco le recobra
y no le deja un palmo allí de tierra.
Mueve a la rebelión y a la zozobra
también Zelanda; y no para la guerra
hasta darle la muerte, y aun con ello
no fue el castigo acorde al atropello.
80 El título de reina al fin le entrega,
tomando Oberto a Olimpia por esposa.
Pero a Orlando volvamos que despliega
las velas, y jamás del mar reposa,
hasta que al fin al mismo puerto llega
del que zarpara hacia la mar dudosa:
monta allí a Bridadoro y toma vía
dejando atrás el viento y mar bravía.
81 Creo que el resto del invierno hiciera
dignas acciones para eterno cuento,
mas tan secretas son las que emprendiera
que culpa mía no es, si no las cuento;
pues que el de Anglante más amigo era
de hacer que de narrar sus obras ciento:
jamás un hecho suyo en libro anduvo,
si no es que testimonio de él no hubo.
82 Pasó, pues, un invierno tan austero,
que no se sabe acción de él verdadera,
mas luego de que el sol sobre el carnero
que montó Friso, iluminó la esfera,
y Céfiro volvió alegre y ligero
a convocar la dulce primavera;
con las flores y tiernas hierbecillas
brotaron nueva vez de él maravillas.
83 De monte a llano y de ribera a hayedo,
iba lleno de pena y de trabajo,
cuando al entrar a un bosque un grito acedo
el aura suave a sus orejas trajo.
Pica el corcel, y acude con denuedo
allá donde sonó no en verdad bajo;
pero otra vez quiero aplazar la rima,
si es que vuesa merced oírla estima.