Orgullo y prejuicio/Capítulo XVI

CAPITULO XVI

Como no se hizo ninguna objeción al compromiso de las muchachas con su tía y todos los escrúpulos de Collins por el hecho de dejar solos a los señores de Bennet durante su visita a los mismos por causa de una sencilla reunión quedaron firmemente refutados, el coche le condujo temprano a Meryton, en unión de sus cinco primas, y éstas, al entrar en el salón, tuvieron el gusto de oír que Wickham había aceptado la invitación de su tío y se hallaba entonces en la casa.

Una vez comunicado esto y sentados todos, Collins quedó a sus anchas para mirar a su alrededor y dedicarse a admirarlo todo, y quedó tan sorprendido de las dimensiones y del ajuar de la pieza, que declaró haberse figurado que se encontraba en el pequeño comedor de verano de Rosings, comparación que al punto no produjo gran entusiasmo; mas en cuanto la señora de Philips supo por aquél lo que era Rosings y quién era su propietaria; cuando hubo escuchado la descripción de uno solo de los salones de lady Catalina y tuvo noticia de que tan sólo la chimenea había costado ochocientas libras, conoció todo el valor de aquel cumplido y con dificultad habría lamentado que se comparase su salón con la habitación del mayordomo.

En describirle todas las grandezas de lady Catalina y de su mansión, con digresiones de vez en cuando en alabanza de su humilde abadía y de las mejoras que ésta iba recibiendo, se ocupó gratamente hasta que los otros caballeros se le unieron, habiendo hallado en la señora Philips una oyente muy atenta, en quien cuanto escuchaba elevaba la opinión que formara de aquél, y que estaba resuelta a repetirlo todo ante sus vecinas tan pronto como le fuera posible. A las muchachas, que no podían escuchar a su primo y no tenían otra cosa que hacer sino ansiar tener a mano un instrumento de música y examinar las insignificantes imitaciones de china de la repisa de la chimenea, el intervalo de espera pareció muy largo. Pero por fin pasó. Los caballeros se aproximaron, y al entrar Wickham en la estancia notó Isabel que ni antes le había visto ni después pensado en él con excesiva admiración. Los oficiales de la milicia del condado gozaban en general mucho crédito, tenían caballerosa apostura, y lo mejor de todos ellos se encontraba en aquella reunión; pero Wickham se alzaba tanto sobre todos los otros en cuanto a su persona, aspecto, aire y modo de andar, como ellos eran superiores al grueso tío Philips, que olía a vino de Oporto y que los había seguido al salón.

Wickham era el hombre dichoso a quien todos los ojos femeniles se volvían, e Isabel fué la feliz mujer junto a la cual él acabó por sentarse; y el grato modo como al punto entró él en conversación, aunque fuera sólo para hablar de que la noche era húmeda y de las probabilidades de una temporada lluviosa, hizo conocer a ella que los tópicos más comunes, más necios, más usados, pueden resultar interesantes por la habilidad de quien los emplea.

Con rivales para ganar la atención de las bellas como eran Wickham y los otros oficiales, Collins pareció hundido en la insignificancia; para las jóvenes no era nadie; pero encontró aún a intervalos una amable interlocutora en la señora de Philips, y estaba, debido a los cuidados de ésta, muy bien provisto de café y de pastas.

Cuando se puso la mesa de juego vio oportunidad para corresponder a dicha señora sentándose a jugar al whist con ella.

—Conozco poco este juego por ahora —díjole—; pero me gustaría progresar en él, habida cuenta de mi situación en la vida.

La señora de Philips quedó muy agradecida de su complacencia, aunque sin poder entender esas razones.

Wickham no jugaba al whist, y con verdadero deleite fué recibido en otra mesa entre Isabel y Lydia. Al principio pareció que la segunda iba a acapararle en absoluto, pues era muy resuelta habladora; pero como a la vez era en extremo aficionada a la lotería, pronto se interesó demasiado en el juego y se dedicó sobradamente a hacer apuestas y dirigir exclamaciones, para poder prestar atención a otra cosa cualquiera. Gracias a la conversación general propia del juego Wickham pudo vagar para departir con Isabel, y ella estaba deseosísima de escucharle, aunque lo que sobre todo ansiaba oír, o sea la historia de su conocimiento con Darcy, no tenía esperanza de que se mencionase. Ni siquiera se atrevió a nombrar a dicho caballero. Mas su curiosidad quedó satisfecha de modo inesperado: el propio Wickham comenzó el tema. Preguntó cuánto había de Meryton a Netherfield, y tras de recibir la contestación volvió a preguntar con inquietud cuánto hacía que estaba allí el señor Darcy.

—Un mes poco más o menos —contestó Isabel; y entonces, no queriendo abandonar el tema, añadió:— Creo que es persona de grandes propiedades en el condado de Derby.

—Sí —contestó Wickham—; su hacienda es importante: diez mil libras anuales. No podría usted encontrar a nadie más apto que yo mismo para dar a usted informes verídicos sobre él, porque he estado relacionado con su familia de modo especial desde mi infancia.

Isabel no pudo menos de mirarle con sorpresa.

—Admirará a usted, señorita de Bennet, esta aserción mía después de haber visto, cual lo habrá hecho usted probablemente, la frialdad de nuestro encuentro ayer. ¿Tiene usted mucha relación con el señor Darcy?

—Toda la que deseo tener —repuso Isabel con viveza—. He pasado cuatro días en la misma casa que él y le tengo por muy desagradable.

—Yo no tengo derecho a dar mi opinión —continuó Wickham— en cuanto a si es o no agradable. No me es lícito formarla siquiera. Le he conocido durante demasiado tiempo y sobrado bien para ser juez conveniente. Para mí es imposible ser imparcial. Pero creo que su opinión de usted sobre él sorprenderá en general, y tal vez no la expresaría usted con tanta claridad en ningún otro sitio. Aquí está usted entre su propia familia.

—A fe mía que no digo aquí sino lo que diría en cualquiera otra casa de la vecindad, menos Netherfield. Todo el mundo está disgustado por su orgullo. No encontrará usted nadie que hable más favorablemente de él.

—No puedo pretender dolerme —dijo Wickham tras una corta pausa— de que ni él ni nadie no sean estimados en más de sus méritos; pero con él no ocurre eso de ordinario. La gente se ciega con su fortuna y con su importancia, o queda sobrecogida por sus distinguidos e imponentes modales, y así, lo ve sólo como él quiere ser visto.

—Yo, a pesar de lo ligero de su relación con él, lo tendría por persona de malas cualidades.

Wickham se limitó a sacudir la cabeza.

—Me maravilla —dijo a la próxima ocasión de tomar la palabra— que parezca que ha de estar mucho en este condado.

—Lo ignoro en absoluto; pero nada oí acerca de su marcha cuando estuve en Netherfield. Supongo que a los planes de usted relativos a la milicia del condado no los afectará el que él se encuentre en la vecindad.

—¡Oh!, no; no he de irme porque el señor Darcy esté aquí. Si desea evitar el verme, él será quien haya de partir. No estamos en buena amistad, y me molesta el encontrarle; mas no tengo otra razón para huirle sino una que puedo proclamar ante todo el mundo: el creer haber sido muy mal tratado, y los penosos recuerdos de que sea él lo que es. Su padre, señorita de Bennet, el último señor Darcy, fué el mejor hombre que ha existido y el más verdadero amigo que yo tuve jamás; y así, nunca puedo hablar con Darcy sin que mi alma se oprima con mil tiernos recuerdos. Su conducta. conmigo ha sido escandalosa; pero confieso sinceramente que cualquiera cosa suya olvidaría mejor que el modo como ha frustrado las esperanzas y deshonrado la memoria de su padre.

Isabel observaba que el interés del asunto crecía, y escuchaba con sus cinco sentidos; mas la índole delicada de aquél le vedó preguntar más.

Wickham comenzó a hablar de lugares comunes: Meryton, la vecindad, la sociedad, mostrándose muy complacido de cuanto había visto, y hablando, sobre todo de lo último, con fina y patente galantería.

—La perspectiva de constante sociedad, y de sociedad buena —añadió—, ha sido mi principal atractivo para entrar en la milicia del condado. Sabía que era un Cuerpo muy respetado, muy agradable, y mi amigo Denny me tentó además describiéndome su actual residencia y contándome las grandes atenciones y relaciones excelentes que Meryton le ha procurado. La sociedad, lo confieso, me es necesaria. He sido un hombre engañado, y mi espíritu no sufre la soledad. Necesito ocupa- ción y trato. La vida militar no es lo que yo creía! pero las circunstancias me la han hecho hoy ventajosa. Mi profesión debió haber sido la Iglesia; para ella estaba educado, y me hallaría en la actualidad en posesión de muy pingüe beneficio si así hubiera placido al caballero de quien ahora mismo estábamos tratando.

—¡De veras!

—Sí; el último señor Darcy me legó la primera presentación que correspondiese a la familia. Era mi padrino y me quería entrañablemente. No puedo hacer justicia a su bondad. Proyectaba ayudarme en grande, y creyó haberlo hecho; mas cuando la vacante del beneficio sobrevino, éste fué dado a otro.

—¡Cielos!—exclamó Isabel—; pero ¿cómo pudo ser eso? ¿Cómo se pudo prescindir de la voluntad del padre? ¿Cómo no buscó usted reparación legal?

—Había tal informalidad en los términos del legado, que no abrigaba esperanzas de parte de la ley. Un hombre de honor no habría dudado de la intención; pero Darcy prefirió dudar o tomar aquello como una recomendación meramemte condicional, afirmando que yo había perdido todo el derecho por extravagancia e imprudencia; en suma, por nonadas. Lo cierto es que el beneficio quedó vacante hace dos años, que yo tenía edad para ocuparlo, y que fué dado a otro; y no lo es menos que no puedo acusarme de haber hecho en puridad nada para merecer el perderlo. Tengo un tempe- ramento ardiente, soy indiscreto, y acaso haya expuesto algunas veces mi opinión sobre él, y aun a él mismo, con excesiva libertad. No puedo recordar nada peor. Pero el hecho es que somos hombres muy diferentes y que él me odia.

—Eso es verdaderamente espantoso. Merece él quedar desacreditado en público.

—Una vez u otra quedará; pero no por mí. Mientras no pueda olvidar a su padre no puedo provocarle ni comprometerle.

Isabel elogió esos sentimientos y tuvo a su interlocutor por más guapo que nunca cuando los expresaba.

—Pero —continuó ella tras un silencio— ¿qué puede haber dado motivo para eso? ¿Qué puede haberle inducido a conducirse con esa crueldad?

—Un absoluto y firme desagrado hacia mí, que no me es dable atribuir sino hasta cierto punto a los celos. Si el último señor Darcy me hubiera amado menos, su hijo me habría tolerado mejor; pero el extraordinario afecto de su padre hacia mí le molestó, según creo, desde temprana edad. No tenía carácter para sufrir la especie de competencia en que nos hallábamos, la preferencia que aquél me daba a menudo.

—No habría supuesto al señor Darcy tan malo como todo eso; pues aunque nunca me ha gustado, jamás he pensado de él tan mal. Había juzgado que despreciaba a las gentes en general; pero no sospeché que llegara a tan maligna venganza, a tal injusticia, a semejante inhumanidad.

Tras algunos minutos de reflexión prosiguió, con todo, ella:

—Recuerdo que se jactaba un día en Netherfield de lo implacable de sus sentimientos, de tener un carácter que no perdonaba. Su natural debe ser terrible.

—No he de exponer mi opinión —replicó Wickham—; es difícil que pueda ser yo justo con él.

Isabel meditó de nuevo para sus adentros, y tras algún tiempo exclamó:

—¡Tratar de semejante manera al ahijado, al amigo, al favorito de su padre! Y pudiera haber añadido: «A un joven, además, como usted, cuyo solo aspecto garantiza la amabilidade; pero se limitó a decir: —Y a uno, además, que acaso haya sido su compañero de la niñez, unido con él, según creo que usted ha dicho, del modo más íntimo.

—Habíamos nacido en la misma parroquia, dentro del mismo parque; la mayor parte de nuestra juventud la pasamos juntos, viviendo en la misma casa, participando de los mismos juegos, siendo objeto de los mismos cuidados paternales. Mi padre comenzó por la profesión en que parece que su tío de usted, el señor Philips, ha alcanzado tan subido crédito; pero prescindió de todo para ponerse a la disposición del señor Darcy, y consagró todo su tiempo al cuidado de la propiedad de Pemberley. Era sumamente estimado del señor Darcy, su muy íntimo y confidencial amigo. El propio señor Darcy reconoció a menudo que estaba muy obligado al celo y a la actividad de mi padre, y cuando, poco antes de la muerte de éste, aquél le prometió de modo espontáneo cuidarme, yo estaba convencido de que lo creía a la par una deuda de gratitud hacia mi padre y de afecto hacia mí.

—¡Qué extraño! —exclamó Isabel—. ¡Qué abominable! Me asombra que el mismo orgullo del señor Darcy no le haya hecho justo para con usted. Si no por otro motivo, por ser lo suficiente orgulloso para no ser honrado, ya que falta de honradez hay que llamar a eso.

—Es raro —replicó Wickham—, porque en casi todas sus acciones se rastrea el orgullo, y el orgullo ha sido de antiguo su mejor amigo. Se ha maridado con la virtud más que otro cualquier sentimiento. Pero en este caso nuestro ninguno de los dos se atuvo a su carácter, y en su conducta conmigo hubo impulsos más fuertes que el orgullo.

—¿Es posible que un orgullo tan abominable haya podido producir en él algún bien?

—Sí; le ha arrastrado con frecuencia a ser liberal y generoso, a dar a porfía su dinero, a mostrarse hospitalario, a ayudar a sus colonos, a socorrer al pobre. El orgullo de familia, orgullo de hijo, porque está muy orgulloso de lo que era su padre, ha obrado todo eso. El deseo de hacer ver que no deshonraba a su familia, que no disminuía en cuanto a popularidad ni perdía la influencia de la casa de Pemberley, ha sido su poderoso acicate. Tiene también orgullo de hermano, el cual, junto con algo de afecto fraternal, le ha convertido en un muy amable y cuidadoso custodio de su hermana, y de ordinario oirá usted que es tenido como el hermano más atento y mejor.

—¿Qué tal muchacha es la señorita de Darcy?

El meneó la cabeza.

—Desearía poderla llamar amablo; me da pena hablar mal de un Darcy. Cuando niña era afectuosa y complaciente y por extremo aficionada a mí, y yo he consagrado horas y más horas a su esparcimiento. Mas en la actualidad no representa nada para mí. Es una muchacha bella, entre quince y diez y ocho años, y creo que muy bien educada. Desde la muerte de su padre su residencia ha sido Londres, donde vive con una señora que cuida de su instrucción.

Tras muchas pausas y muchas tentativas de tratar otros asuntos, Isabel no pudo impedir el volver de nuevo al tema primero, diciendo:

—Estoy asombrada de la intimidad de esa persona con el señor Bingley. ¿Cómo éste, que semeja el buen humor en persona y que es, así lo creo, sincera y verdaderamente amable, puede tener amistad con un hombre así? ¿Cómo pueden avenirse el uno con el otro? ¿Conoce usted al señor Bingley?

—No, en absoluto nada.

—Es persona de carácter dulce, amable, encantador. Es imposible que sepa lo que es el señor Darcy.

—Es probable que no le conozca; pero Darcy puede agradar en cualquier sitio. No necesita esforzarse. Sabe ser compañero familiar si piensa que eso vale el tiempo que en ello emplea. Entre quienes son sus iguales en posición es muy otro de lo que es con los inferiores. Su orgullo jamás le desampara; pero con el rico es propenso a la liberalidad: justo, sincero, razonable, honrado, hasta acaso agradable, contribuyendo algo a ello su fortuna y su figura.

Terminada poco después la partida de whist, los jugadores se congregaron alrededor de la otra mesa, y Collins se situó entre su prima Isabel y la señora de Philips. La última le hizo las preguntas de rigor sobre el resultado de la partida. No había sido gran cosa; había perdido todos los puntos; mas cuando la misma señora comenzó a expresar su sentimiento por ello, él le aseguró con la mayor gravedad que la cosa no revestía la menor importancia, que consideraba el dinero como una bagatela y que le suplicaba que no se inquietase por ello.

—Sé muy bien, señora, que cuando uno se sienta ante una mesa de juego ha de someterse al azar, y felizmente no estoy en circunstancias que haya de conceder importancia a cinco chelines. Sin duda que habrá muchos que no podrían decir lo propio; pero gracias a lady Catalina de Bourgh estoy muy lejos de necesitar fijarme en tales pequeñeces.

La atención de Wickham se dirigió entonces a él, y tras de observarle durante algunos minutos, preguntó en voz baja a Isabel si su pariente trataba con intimidad a la familia de los de Bourgh.

—Lady Catalina de Bourgh —respondió ella— le ha dado hace poco un beneficio. Apenas sé cómo la persona del señor Collins llegó a noticia suya; pero es bien seguro que no hace mucho que se conocen.

—Usted sabrá con seguridad que lady Catalina de Bourgh y lady Ana Darcy eran hermanas, y que, por consiguiente, aquélla es hoy día la tía del señor Darcy.

—No por cierto; no sabía nada de los parentescos de lady Catalina. Jamás oí hablar de ella hasta anteayer.

—Su hija, la señora de Bourgh, poseerá una inmensa fortuna, y dícese que ella y su primo unirán los dos estados.

Esta noticia hizo sonreír a Isabel, que se acordó de la señorita de Bingley. Vanas eran, en efecto, las atenciones de ésta, inútiles su afecto a la hermana y sus elogios a él si Darcy se hallaba destinado a otra.

—El señor Collins—añadió Isabel—habla altamente de ambas, de lady Catalina y de su hija; mas, por algunos detalles que ha contado de Su Señoría, sospecho que la gratitud le engaña y que, a pesar de ser su patrona, es mujer arrogante y vanidosa.

—Opino que es ambas cosas en alto grado —replicó Wickham—. No la he visto desde hace muchos años; pero recuerdo muy bien que jamás me gustó y que sus modales eran dictatoriales e insolentes. Goza reputación de ser en extremo perspicaz; mas pienso que una parte de su talento se la prestan su rango y su fortuna; otra, sus modales autoritarios, y el resto, el orgullo de su sobrino, quien cree que cuantos se relacionan con él han de poseer entendimiento de primera.

Isabel confesó que él se había explicado sobre eso de modo muy razonable, y ambos continuaron jun- tos hablando con mutua satisfacción hasta que la cena puso fin a las cartas y proporcionó a las demás señoras parte de las atenciones de Wickham. No pudo entrar en verdadera conversación, dado el ruido de los comensales del señor Philips; pero sus modales le recomendaron a todas. Cuanto decía lo decía bien y cuanto hacía estaba bien hecho. Isabel se marchó con la cabeza llena de él. No pudo pensar en nada sino en Wickham y en cuanto éste le había dicho, en todo el camino hasta su casa; pero no tuvo tiempo ni aun para mentar su nombre mientras a ella se dirigieron, pues ni Lydia ni Collins dejaron de hablar. Lydia habló sin parar de los billetes de la lotería, de lo que había perdido y de lo que había ganado, y en cuanto a Collins, con elogiar la finca de los señores de Philips, asegurar que no le hacían mella lo más mínimo sus pérdidas en el whist, enumerar todos los platos de la cena y repetir varias veces que temía hacer ir apretadas a sus primas, tuvo más que decir de lo que pudiera desarrollar con holgura antes de que el coche parara ante la casa de Longbourn.