Orgullo y prejuicio/Capítulo LV

CAPITULO LV

Pocos días tras esa visita, Bingley volvió de nuevo, y solo. Su amigo le había dejado aquella mañana para ir a Londres; mas iba a regresar a los diez días. Permaneció con ellas alrededor de una hora, y se le vió de evidente buen humor. La señora de Bennet invitóle a comer con ellos; pero, con muchas manifestaciones de sentimiento, se declaró convidado en otro sitio.

—La primera vez que venga usted—díjole ella—espero que seremos más afortunados.

—Tendría en ello especial gusto—contestó él, añadiendo que, si se lo permitían, aprovecharía alguna ocasión próxima para visitarlos.

—¿Puede usted venir mañana?

—Si.

No tenía ninguna invitación para el día siguiente y ésa quedó aceptada al punto.

Llegó tan temprano, que ninguna de las señoras estaba vestida. La señora de Bennet corrió al cuarto de sus hijas en bata y a medio peinar, exclamando:

—¡Querida Juana, date prisa y vé abajo! Ha venido el señor Bingley, ha venido; es él, sin duda; date prisa, date prisa. ¡Aquí, Sarah!; vé en seguida a la señorita Juana y ayúdale a vestirse. No olvides el peinado de la señorita Isabel.

—Bajaremos en cuanto podamos—dijo Juana—; pero estoy segura de que Catalina estará más adelantada que nosotras, porque subió hace media hora.

—¡Diantre con Catalina! ¿Qué tiene que hacer ahí? Ven tú, ven pronto. ¿Dónde está tu cinturón, querida?

Mas cuando su madre salió, Juana no se decidió a bajar sin alguna de sus hermanas.

Idéntica ansiedad por retenerlo consigo volvió a manifestar la madre durante la velada. Después del te el señor Bennet se retiró a su biblioteca, como de costumbre, y María subió a tocar el piano. Habiendo desaparecido así dos obstáculos de los cinco, la señora de Bennet se puso a mirar y hacer señas a Isabel y Catalina durante bastante tiempo sin que lo notaran. Isabel no lo advirtió, y cuando al cabo Catalina lo hizo, exclamó con la mayor inocencia: —¿Qué hay, mamá? ¿Qué quieres indicarme con esas señas? ¿Qué he de hacer?

—Nada, niña, nada. No te hacía señas.

Siguió, pues, sentada durante cinco minutos más; pero, incapaz de desperdiciar ocasión tan preciosa, levantóse de pronto, y diciendo a Catalina: «Ven, querida, tengo que hablarte», se la llevó a su habitación. Juana miró al instante a Isabel, revelando su pesar por semejante marcha premeditada y suplicándole que no hiciera lo propio.

Al cabo de otros pocos minutos la señora de Bennet había ya abierto la puerta, diciendo a Isabel: «Ven, querida, tengo que hablarte.»

Isabel se vió obligada a salir.

—Dejémoslos solos, ¿entiendes?—díjole su madre en cuanto estuvieron en el vestíbulo—. Catalina y yo vamos arriba a mi tocador.

Isabel no osó discutir con su madre; pero siguió quieta en el vestíbulo hasta que ella y Catalina se perdieron de vista, y entonces volvió al salón.

Los planes de la señora de Bennet quedaron sin efecto por este día: Bingley era cuanto podría pedirse de gentileza; todo menos el novio declarado de su hija. Su soltura y alegría contribuyeron mucho al agrado de la reunión de la noche; sufrió todas las indebidas oficiosidades de la madre y oyó todas sus necias advertencias con una paciencia y dominio de sí gratas en especial a la hija.

Apenas necesitó que se le invitase para quedarse a comer; y antes de marcharse hízole la señora de Bennet una nueva invitación, esta vez para que viniese a la mañana siguiente a cazar con su marido.

Pasado este día, Juana ya no habló de que Bingley le fuera indiferente. Ni una palabra se cambió entre las hermanas relativa a él; pero Isabel acostóse en la dichosa creencia de que todo se arreglaría pronto, a no ser que Darcy volviese antes del tiempo anunciado. Con todo, inclinábase en serio a que todo había de efectuarse con anuencia de dicho caballero.

Bingley fué puntual a su cita, y él y el señor Bennet pasaron juntos la mañana del modo convenido, y el último estuvo mucho más agradable de lo que su compañero esperaba. Nada había en Bingley de presunción o locura que pudiera provocar a risa al otro o disgustarle a la callada; y por eso estuvo el señor Bennet más comunicativo y menos excéntrico que cualquiera otro le viera antes. Bingley, por de contado, regresó con él a comer; y por la tarde la señora de Bennet trabajó de nuevo para apartar a todos de él y de su hija. Isabel, que tenía que escribir una carta, fué con ese propósito al cuarto de almorzar poco después del te; porque habiéndose sentado los demás para jugar, no era precisa para frustrar los planes de su madre.

Pero al entrar en el salón una vez concluída la carta vió, con infinita sorpresa, que había razón para temer que su madre hubiese sido sobrado ingeniosa. Al abrir la puerta, en efecto, percibió juntos a su hermana y a Bingley, apoyados en la chimenea, cual si estuviesen ocupados en la más inte- resante plática; y por si eso no hubiera dado ya lugar a sospechas, los rostros de ambos, al volverse con velocidad y separarse, habíanlo dicho todo. Su situación resultó bastante embarazosa; pero pensó que la de ellos sería peor. Ninguno de los tres soltó una sílaba, e Isabel estaba ya tentada a marcharse de nuevo, cuando Bingley, que, al igual que la otra, se había sentado a todo eso, levantóse de improviso y, diciendo algunas palabras al oído de su hermana, salió de la estancia.

Juana no podía tener reservas con Isabel pudiendo ser tan satisfactoria la confidencia, y así, abrazándola al instante, confesóle con la más viva emoción que era la criatura más dichosa del mundo.

—Es demasiado—añadió—, excesivamente demasiado. No lo merezco. ¡Ah! ¿Por qué no son todos felices?

La enhorabuena de Isabel fué tan sincera, tan ardiente; reveló tanta complacencia, que las palabras no lo pueden expresar. Cada una de sus cariñosas frases fué nuevo manantial de dichas para Juana. Mas ésta no pudo quedarse con su hermana ni decirle la mitad de lo que le quedaba por comunicar en ese momento.

—Voy al punto al cuarto de mi madre le dijo—. No he de tomar a broma su afectuosa solicitud ni permitir que lo sepa por otro conducto que por mí misma. El ha ido a hablar a mi padre. ¡Oh Isabel! ¡Lo que voy a contar causará tal alegría a toda mi querida familia! ¿Cómo podré resistir tanta dicha? Fuése entonces presurosa hacia su madre, quien de intento suspendiera la partida de juego y estaba arriba con Catalina.

Isabel se quedó sola, sonriente por la rapidez y facilidad con que quedaba resuelto un asunto que tantos meses de incertidumbre y tristeza les había proporcionado.

«¡Y éste—se dijo—es el final de toda la ansiosa circunspección de su amigo, de todas las falsías y maquinaciones de sus hermanas!; el final más feliz, cuerdo y razonable.»

A los pocos minutos estaba reunida con Bingley, cuya conferencia con el señor Bennet había sido corta y ceñida al asunto.

—¿Dónde está su hermana de usted?—díjole presuroso en cuanto abrió la puerta.

—Arriba, con mi madre. Supongo que bajará pronto.

Entonces él cerró la puerta, y llegándose a Isabel solicitó su enhorabuena y su afecto de hermana. Isabel expresóle muy de corazón su contento por la perspectiva de su parentesco. Diéronse las manos con gran cordialidad, y hasta que su hermana bajó hubo ella de escuchar cuanto él quiso decirle sobre su propia dicha y sobre las perfecciones de Juana; y a pesar de tratarse de un enamorado, Isabel creyó de veras que todas esas esperanzas de ventura tenían racional fundamento por tener por base el entendimiento excelente y el más excelente corazón de Juana, sumados a una universal semejanza de sentimientos y gustos en los dos.

Fué aquélla una velada de inusitada ventura para todos. La satisfacción interior de Juana prestaba a su rostro una brillantez y una tan dulce animación que le hacían aparecer más hermosa que nunca. Sonreíase Catalina, esperando que su turno le llegaría pronto. La señora de Bennet no pudo dar su consentimiento ni expresar su aprobación en términos tan calurosos que satisficieran a sus sentimientos, aun no hablando a Bingley sino de eso durante media hora, y cuando el señor Bennet se les unió para cenar, su voz y su porte delataban con claridad su satisfacción.

Pero ni una palabra salió de sus labios que aludiese a eso hasta que su visitante se despidió, si bien tan pronto como éste se fué volvióse a su hija y le dijo:

—Te felicito, Juana. Serás una mujer muy dichosa.

Juana corrió hacia él al instante, le besó y le dió las gracias por su bondad.

—Eres una buena muchacha—añadió—y me satisface en extremo pensar que vas a estar tan felizmente colocada. No dudo de que os vaya bien juntos. Vuestros caracteres no tienen nada de opuestos. Cada uno de vosotros es tan condescendiente, que nada resolveréis; tan sencillo, que cualquier criado os engañará, y tan generoso, que siempre sobrepasaréis vuestros ingresos.

—No espero esto último: la imprudencia o falta de seso en cuestiones de dinero sería imperdonable en mi. —¡Sobrepasar sus ingresos!, mi querido Bennet —exclamó su mujer—. ¿Qué estás diciendo? El posee cuatro o cinco mil libras anuales, y acaso más.

Después, dirigiéndose a su hija, añadió:

—¡Oh mi querida, mi querida Juana, soy tan dichosa que estoy segura de no poder dormir en toda la noche! Ya sabía yo que esto llegaría; siempre dije que al final habría de ser así. Estaba convencida de que no podías ser tan guapa en balde. Recuerdo que tan pronto como lo vi al venir por primera vez al condado el último año pensé en lo probable que era que vivieseis juntos. ¡Oh! ¡Es el hombre más guapo que he visto jamás!

Wickham, Lydia, todas quedaron olvidadas: Juana era al presente su hija favorita, sin comparación; en aquel momento no se cuidaba de ninguna otra. Sus hermanas menores pronto comenzaron a pedir a Juana cosas que harían su felicidad y ella podría darles en lo futuro.

María pidióle poder usar su biblioteca de Netherfield, y Catalina le suplicó con insistencia unos cuantos bailes allí durante el invierno.

Bingley quedó desde entonces, como era natural, cotidiano visitante de Longbourn, viniendo con frecuencia antes de almorzar y permaneciendo siempre hasta después de la cena, menos cuando algún desalmado vecino, a quien por eso no podía detestar lo bastante, le invitaba a comer, y eso en caso de considerarse él obligado a aceptar.

Isabel disponía ahora de escaso tiempo para con- versar con su hermana, porque mientras él se hallaba presente, Juana no podía prestar atención a nadie más; pero se consideraba muy útil a entrambos en las horas de separación que a veces tenían que darse. En ausencia de Juana, él siempre se acercaba a Isabel por el gusto de hablar con ella; y cuando Bingley se iba, Juana buscaba constantemente el mismo medio de alivio.

—¡Me ha hecho tan feliz—díjole una noche—al participarme que ignoraba por completo que hubiese estado yo en la capital la primavera pasada! ¡No lo había creído posible!

—Lo sospechaba—replicó Isabel—. Pero ¿cómo lo ha contado?

—Debe de haber sido cosa de sus hermanas. La verdad es que no querían relación conmigo; de lo cual no puedo maravillarme, pues podían elegir más ventajosamente desde muchos puntos de vista. Pero cuando vean, como supongo que verán, que su hermano es feliz conmigo se quedarán contentas y volveremos a estar en buenos términos; aunque nunca seremos entre nosotras lo que hemos sido.

—Esa es la frase más imperdonable que te he oído jamás—dijo Isabel—. ¡Pobrecilla! ¡Me irrita de veras viéndote creer de nuevo en la pretendida amistad de la señorita de Bingley!

—¿Creerás, Isabel, que al irse a la capital el pasado noviembre me amaba de veras, y que sólo la persuasión de que me era indiferente le pudo impedir que tornase de nuevo?

—Se equivocó un poquito, es verdad; pero eso acredita su modestia.

Esto, naturalmente, dió pie para un elogio de Juana a la desconfianza de su novio y al escaso valor que él asignaba a sus buenas cualidades.

A Isabel le agradó que no había traicionado a su amigo hablando de la intromisión de éste, porque, aun poseyendo Juana el más generoso y perdonador corazón del mundo, conocía que era ésa una cosa que podía indisponerle con él.

—Soy ciertamente la más afortunada criatura que ha existido—exclamó Juana—. ¡Oh Isabel, cómo me singularizo así en mi familia resultando venturosa sobre todos! ¡Si por lo menos pudiera verte a ti tan feliz! ¡Si hubiera otro hombre así para ti!

—Aunque me dieras cuarenta así no sería nunca tan feliz como tú. Mientras no posea tu carácter no podré tener tanta dicha. No, no; déjame como soy; y quizá, si tengo buena suerte, me encuentre con el tiempo con otro Collins.

El estado de los asuntos de la familia de Longbourn no podía ser un secreto. La señora de Bennet tuvo el privilegio de comunicarlo a la de Philips, y ésta se aventuró sin previo permiso a hacer lo propio en casa de todos los vecinos de Meryton.

Los Bennet fueron pronto declarados la familia de más suerte del mundo, aunque sólo pocas semanas antes, cuando la fuga de Lydia, se los hubiera tenido por desgraciados.