Orgullo y prejuicio/Capítulo LIX

CAPITULO LIX

«Querida Isabel, ¿por dónde has estado paseando?», tal fué la pregunta que Isabel oyó a Juana en cuanto se vieron en el cuarto, y a todos los demás al sentarse a la mesa. Como respuesta, sólo pudo decir que habían andado errantes hasta donde acababa el terreno por ella conocido. Al decirlo se sonrojó; mas ni aquello ni nada despertó sospecha.

La velada pasó con tranquilidad, sin nada extraordinario. Los amantes reconocidos charlaron y rieron; los desconocidos permanecieron callados. Darcy no era propenso a mostrar la dicha con la alegría, e Isabel, agitada y confusa, más bien sabía que era feliz que se sentía como tal; porque además del aturdimiento por lo que va explicado, presentábanse otros temores ante ella. Preveía lo que había de suceder en la familia al conocerse su situación; érale notorio que a ninguno gustaba Darcy fuera de Juana, y hasta creía que a los demás les causaba tanto disgusto que ni su fortuna ni su significación lo podrían borrar.

Por la noche abrió a Juana su corazón, y aunque hasta la duda estaba muy lejos de los hábitos ordinarios de ésta, en el caso actual resultó incrédula por completo.

—¡Te estás burlando, Isabel; eso no puede ser! ¡Arreglada con el señor Darcy! No, no; no me engañarás; sé que eso es imposible.

—¡Mal comienzo es ése en verdad! Mi única confianza estaba en ti, pues estoy segura de que nadie más me creerá si tú no me crees. No digo sino la verdad. El me ama todavía y estamos arreglados.

Juana la miró con duda.

—Isabel, no puede ser; sé lo mucho que te desagrada.

—Tú no sabes nada de este asunto. Todo eso que dices es para olvidarse. Acaso no le haya amado siempre tanto como ahora; pero en casos así es imperdonable una buena memoria. Esta es la última vez que yo misma lo recordaré.

Juana mirábala todavía como asombrada. Isabel, de nuevo y más en serio, le aseguró de su verdad.

—¡Dios mío! ¿Es de veras posible? Mas ahora habré de creerlo—exclamó Juana—. ¡Mi querida, mi querida Isabel, te felicitaría; te felicito ya!; pero ¡estás segura—perdona la pregunta—, estás por completo segura de que serás dichosa con él?

—No hay que dudarlo. Ya hemos convenido en que seremos la pareja más dichosa del mundo. Pero ¿estás contenta, Juana? ¿Te gustará tener ese hermano?

—Mucho, muchísimo; nada puede proporcionar mayor placer ni a Bingley ni a mí. Mas nosotros hablábamos de eso considerándolo un imposible. Y tú ¿le amas de veras lo suficiente? ¡Oh Isabel, haz cualquier cosa antes que casarte sin amor! ¿Estás en absoluto persuadida de que sientes lo que se debe sentir?

—¡Oh, sí! Has de creer que siento más de lo que debo cuando te lo digo todo.

—¿Qué quieres decir?

—Que he de confesarte que le amo más que a Bingley, aunque temo que esto te incomode.

—Hermana querida, sé ahora seria; necesito hablar con mucha seriedad. Hazme sabedora sin dilación de cuanto haya de saber. Díme, ¿desde cuándo le amas?

—Eso ha ido viniendo tan gradualmente que con dificultad sabría yo misma cuándo empezó; pero creo que habría que ponerle como fecha la primera vez que vi sus hermosas posesiones de Pemberley.

Mas otro ruego de que fuese formal produjo el ansiado efecto, y pronto satisfizo a Juana con sus solemnes afirmaciones de afecto. Una vez con- vencida de este punto, Juana no tenía más que desear.

—Ahora soy por completo feliz—dijo—, porque lo serás tanto como yo. Siempre le estimé. Aunque no fuera sino por su amor a ti, siempre tendría que haberle estimado; pero ahora, como amigo de Bingley y marido tuyo, no puede haber sino Bingley y tú que sean más caros a mi corazón. Pero, Isabel, has sido muy callada, muy reservada conmigo. ¡Qué poco me hablaste de lo que ocurrió en Pemberley y en Lambton! Cuanto sé lo debo a otro, no a ti.

Isabel expuso los motivos de su secreto. No había querido mentar a Bingley, y el indeciso estado de sus sentimientos habíale hecho evitar a la par el nombre de su amigo. Mas ahora no quería ocultarle la participación de éste en el asunto de Lydia. Todo, pues, quedó expuesto, y se pasó media noche en el coloquio.

—¡Dios mío!—exclamó la señora de Bennet al ponerse a la ventana a la mañana siguiente—, ¡si ese desagradable señor Darcy no viniera otra vez con nuestro querido Bingley! ¿Qué significará que sea tan pesado y que venga de continuo aquí? Ya podría irse a cazar o a hacer otra cosa, en lugar de molestarnos con su compañía. ¿Qué haremos con él? Isabel, tienes que salir otra vez de paseo con él para no estorbar a Bingley.

Isabel apenas pudo evitar el reírse al escuchar proposición tan conveniente, por más que lamentara que su madre estuviese dándole siempre a él aquel epíteto.

En cuanto ambos entraron, Bingley miró a Isabel expresivamente, dándole la mano con tal ardor que no le dejó dudas sobre su buena información, y pronto dijo en voz alta:

—Señor Bennet, no tiene usted por ahí otros caminos en que Isabel pueda extraviarse otra vez?

—Recomiendo al señor Darcy, a Isabel y a Catalina—dijo la señora de Bennet—que vayan esta mañana a la montaña de Oakham. Es un precioso paseo largo, y el señor Darcy nunca ha contemplado ese panorama.

—Eso puede ser muy bueno para los otros dos—replicó Bingley—; pero estoy convencido de que resultará excesivo para Catalina. ¿No es así, Catalina?

Esta confesó que prefería quedarse en casa; Darcy manifestó gran curiosidad por disfrutar de la vista que ofrecía esa montaña, e Isabel accedió en silencio. Cuando ésta subió para arreglarse, la señora de Bennet siguióla diciendo:

—Isabel, siento muchísimo que te veas constreñida a quedarte con persona tan desagradable; mas espero que no repararás en ello; todo es por Juana, ya lo sabes; y además, no hay por qué hablarle sino de vez en cuando. No te molestes.

Durante el paseo quedó resuelto que el consentimiento del padre quedaría pedido en el curso de la velada, Isabel se reservó la notificación a su madre. No podía adivinar cómo lo tomaría ésta; a veces dudaba de si toda la riqueza y rango de Darcy serían suficientes para contrarrestar el odio que le profesaba; mas estuviera violentamente dispuesta contra su matrimonio o satisfecha también con violencia, era seguro que sus arrebatos no habrían de acreditar su buen sentido; y por eso no podía sufrir que Darcy escuchase ni los primeros raptos de su gozo ni la primera vehemencia de su desaprobación.

Por la tarde, poco después de haberse retirado a su biblioteca el señor Bennet, vió ella que Darcy se levantaba también y le seguía, y su agitación al percibir eso fué extrema. No temía la oposición de su padre; mas iba a verse por ello desgraciado, y el que fuese ella, su hija favorita, quien le apenaba con su elección, quien iba a oprimirle con temores y pesadumbres al colocarla, era consideración triste; y por eso lo estuvo ella hasta que Darcy volvió a aparecer y hasta que, al mirarle, quedó aliviada con su sonrisa. A los pocos minutos aproximóse él a la mesa donde estaba ella sentada con Catalina, y haciendo como que miraba su labor, díjole al oído:

—Vaya usted a donde está su padre; la necesita a usted en su biblioteca.

Ella marchó directamente.

Su padre se paseaba por la estancia, pareciendo grave y ansioso.

—Isabel—le dijo—, ¿qué haces? ¿Estás fuera de juicio para aceptar a ese hombre? ¿No le has odiado siempre?

¡Cuán vivamente habría deseado Isabel que sus primeros juicios sobre Darcy hubieran estado más puestos en razón y sus expresiones hubieran sido más moderadas! Habríale eso ahorrado ciertas explicaciones y confesiones que temía muchísimo hacer; mas ahora eran precisas; y así, le aseguró a su padre con alguna confusión su afecto hacia Darcy.

—Es decir, que estás decidida a poseerlo. Es rico, ciertamente; podrás disfrutar de más bonitos vestidos y de elegantes coches. Pero ¿te hará feliz?

—¿No tienes otra objeción que hacer—contestó Isabel—sino el creerme indiferente?

—Ninguna más. Todos sabemos que es hombre orgulloso y desagradable; pero eso nada importa si te gusta.

—Pues me gusta, me gusta—replicó ella con lágrimas en los ojos—; le amo. Buena verdad es que no tiene orgullo; es de todo punto amable. No sabes lo que es en realidad; por eso te suplico que no me apenes hablándome de él en esos términos.

—Isabel—añadió su padre—, le he dado mi consentimiento. Cierto que es hombre a quien no rehusaría jamás nada que quisiera pedirme. Ahora te lo entrego si estás resuelta a tomarlo. Mas déjame que te advierta que lo pienses mejor. Sé que no podrás ser dichosa ni respetable si no amas a tu marido, si no le consideras como un superior. Tu viveza te colocaría en los mayores peligros con un matrimonio desigual; con dificultad evitarías el descrédito y la desgracia. Hija mía, no me des el sinsabor de verte incapaz de respetar a tu pareja en la vida. No sabes lo que eso es.

Isabel, todavía más afectada, estuvo vehemente y solemne en su contestación; y al fin, con repetidas aseveraciones de que Darcy era de veras el objeto de su elección; con exponer el cambio gradual que había experimentado en cuanto a su estimación; con hacer constar su seguridad absoluta de que el afecto de él no era cosa de un día, sino que había resistido la prueba de muchos meses, y enumerar con energía todas sus buenas cualidades, venció la incredulidad de su padre, logrando reconciliarle con ese casamiento.

—Bien, querida mía—díjole él cuando terminó de hablar—, no tengo más que decirte: si es así, te merece. No te habría entregado, Isabel mía, a otro que valiera menos.

Para completar la impresión favorable refirió entonces ella a su padre lo que Darcy había hecho espontáneamente por Lydia.

—¡Esta es noche de asombros en verdad! ¿De modo que Darcy hizo todo: llevó a cabo el casamiento, dió el dinero, pagó las deudas del pollo y le obtuvo el destino? Tanto mejor: me libraré de un mundo de confusiones y de economía. Si hubiera sido cosa de tu tío habría tenido que pagarle, y lo habría hecho; pero estos enamorados violentos cargan con todo. Mañana le ofreceré pagarle; él protestará y se enfadará por amor a ti, y así concluirá la cuestión.

Recordó entonces su padre el embarazo que mostraba ella cuando le leía la carta de Collins, y tras de bromear con ella algún tiempo, al cabo permi- tióle marcharse, diciéndole cuando abandonaba el cuarto:

—Si algún muchacho viene por María o Catalina, envíamelo, que me encuentro por completo desocupado.

El espíritu de Isabel quedó así libre de un enorme peso, y después de media hora de tranquila reflexión en su aposento hallóse en disposición de unirse a los demás con pasadera calma. Era todo sobrado reciente para la alegría, pero la velada transcurrió con tranquilidad; nada más tenía que temer, y el bienestar del reposo y de la familiaridad vendría a su tiempo.

Cuando su madre volvió a su cuarto por la noche siguióla e hízole la importante comunicación. Su efecto fué muy extraordinario, porque al principio. la señcra de Bennet se quedó en absoluto parada al escucharla, incapaz de articular una palabra; y no fué sino tras muchcs, tras muchos minutos cuando pudo comprender lo oído, aun no siendo por lo común reacia a creer lo que se refiriese a ventajas de su familia o significase noviazgo para una de sus hijas. A la postre comenzó a recobrarse, a agitarse, levantándose y volviéndose a sentar; a admirarse y congratularse:

—¡Dios mío! ¡Dios me bendiga! ¡Oh qué cosa, querida mía! ¡El señor Darcy! ¡Quién lo habría pensado! ¡Oh mi queridísima Isabel, qué rica y qué grande vas a ser! ¡Qué bolsillo, qué joyas, qué carruajes tendrás! ¡Lo de Juana no vale nada, nada en absoluto! ¡Estoy tan contenta, soy tan feliz! ¡Qué hombre tan encantador, tan guapo, tan buen mozo! ¡Oh mi querida Isabel, dispénsame porque me haya disgustado tanto antes!; supongo que él me dispensará. ¡Querida, querida Isabel! ¡Una casa en la capital! ¡Todo lo apetecible! ¡Tres hijas casadas! ¡Diez mil libras anuales! ¡Oh Dios mío!, ¿qué va a ser de mí? Voy a enloquecer.

Eso era suficiente para demostrar que su aprobación no había de ponerse en duda; e Isabel, satisfecha de que tales efusiones no hubieran sido oídas sino por ella, marchóse pronto. Mas antes de que llevase tres minutos en su cuarto entró su madre.

—¡Queridísima hija—exclamó—, no puedo pensar en otra cosa! Diez mil libras anuales, y acaso más! ¡Eso es tan bueno como un lord! ¡Y especial licencia!: ¡habrás de casarte con licencia especial! Pero, queridísimo amor mío, ¿a qué plato que yo pueda tener mañana es especialmente aficionado el señor Darcy?

Mal presagio era esto de lo que prometía ser la conducta de su madre para con ese caballero, e Isabel conoció que, aun viéndose en posesión de su más caluroso afecto y segura del consentimiento de su propia familia, todavía tenía algo que desear. Pero la mañana transcurrió mejor que se esperaba, porque, felizmente, infundíale a la señora de Bennet tal temor su futuro yerno que no osaba hablarle sino cuando podía dedicarle alguna atención o hacer notar que asentía a sus opiniones.

Isabel tuvo la satisfacción de ver que su padre se afanaba por intimar con él, y aun le aseguró que cada día crecía en su estimación.

—Admiro a todes mis tres yernos—decía—. Wickham acaso sea mi favorito; pero creo que tu marido me gustará tanto como el de Juana.