Orgullo de cacique

Tradiciones peruanas - Quinta serie
Orgullo de cacique

de Ricardo Palma


El naufragio del vapor de guerra Rimac el 1º de marzo de 1855 en los arrecifes de la punta de San Juan llevó al tradicionista que este libro ha escrito, después de andar tres días entre arenales pasando la pena negra, al pueblecito de Acarí. Aquel naufragio no fue al principio gran catástrofe; pues de novecientos que éramos entre tripulantes del buque, pasajeros y un batallón de infantería que, con destino a Islay, se había embarcado, no excedieron do doce los ahogados en el mar. Pero cuando, congregados en la playa, nos echamos a deliberar sobre la situación, y nos encontramos sin víveres ni agua, y nos convencimos de que para llegar a poblado necesitábamos emprender jornada larga, sin más guía que la Providencia, francamente que los pelos se nos pusieron de punta. Acortando narración, baste decir que la sed, el hambre, el cansancio y fatiga dieron cuenta de ochenta y seis náufragos, y que los que, por vigorosos o afortunados, logramos llegar a Chaviña, Chocavento o Acarí, más semblanza teníamos de espectros que de humanos seres. Fue entonces cuando oí relatar a un indio viejo la tradición que van ustedes a leer, y de la cual habla también incidentalmente Garcilaso de la Vega en sus Comentarios reales.

Entre los caciques de Acarí y de Atiquipa, que nacieron cuando ya la conquista española había echado raíces en el Perú, reinaba en 1574 la más encarnizada discordia, a punto tal que sus vasallos se rompían la crisma, azuzados, se entiende, por los curacas rivales.

Era el caso que el de Atiquipa no se conformaba con que las fértiles lomas estuviesen bajo su señorío, y pretendía tener derecho a ciertos terrenos en el llano. El de Acarí contestaba que desde tiempo inmemorial, su jurisdicción se extendía hasta la falda de los cerros, y acusaba al vecino de ambicioso y usurpador.

La autoridad española, quo no podía consentir en que el desorden aumentara en proporciones, se resolvió a tomar cartas en la querella, amén de que el poderío de los caciques más era nominal que efectivo; pues a la política de los conquistadores convenía aún dejar subsistentes los cacicazgos y demás títulos colorados, rezagos del gobierno incásico.

El corregidor de Nazca mandó comparecer ante él a los dos caciques, oyó pacientemente sus cargos y descargos, y los obligó a prestar juramento de someterse al fallo que él pronunciara.

Dos o tres días después sentenció en favor del cacique de Acarí y dispuso que, en prueba de concordia, se celebrase un banquete al que debían concurrir los indios principales de ambos bandos.

El de Atiquipa disimuló el enojo que lo causara la pérdida del pleito; y el día designado para el banquete de reconciliación estuvo puntual, con sus amigos y deudos, en la plaza de Acarí.

Había en ella dos grandes mesas en las que se veía enormes fuentes con la obligada pachamanca de carnero, y no pocas tinajas barrigudas conteniendo la saludable chicha de jora, mil veces preferible, en el gusto y efectos sobre el organismo, a la amarga y abotargadora cerveza alemana.

Ocupó una de las mesas el vencedor con sus amigos, y en la fronteriza tomaron asiento el de Atiquipa y los suyos.

Terminada la masticación, humedecida, por supuesto, con frecuentes libaciones, llegó el momento solemne de los brindis. Levantose el de Atiquipa, y tomando dos mates llenos de chicha, avanzó hacia el de Acarí y le dijo:

-Hermano, sellemos el pacto brindando por que sólo la muerte sea poderosa a romper nuestra alianza.

Y entregó a su antiguo rival el mate que traía en la derecha.

No sabré decir si fue por aviso cierto o por sospecha de una felonía por lo que, poniéndose de pie el de Acarí, contestó mirando con altivez a su vencido adversario:

-Hermano, si me hablas con el corazón, dame el mate de la izquierda, que es mano que al corazón se avecina.

El de Atiquipa palideció y su rostro se contrajo ligeramente; mas fuese orgullo o despecho al ver abortada su venganza, repúsose en el instante y con pulso sereno pasó el mato que el de Acarí le reclamara.

Ambos apuraron el confortativo licor; más el do Atiquipa, al separar sus labios del mate, cayó como herido por un rayo.

Entre el suicidio y el ridículo de verse nuevamente humillado por su contrario, optó sin vacilar por el suicidio, apurando el tósigo que traía preparado para sacrificar al de Acarí.