​Oliverio Twist​ de Charles Dickens
Capítulo IV.



CAPITULO IV


DONDE SE VERÁ CÓMO OLIVERIO HIZO SU ENTRADA EN LA VIDA PÚBLICA


En las familias numerosas, cuando no encuentran una colocación conveniente y de porvenir para los adolescentes, es costumbre general enviarlos al mar: la Comisión parroquial tomó este ejemplo sano y saludable con respecto á Oliverio, y resolvió colocarle en un barco chino destinado á un puerto insalubre. Esto era lo mejor que se podía hacer con él, desde el punto de vista de aquellos graves caballeros: por lo tanto, enviaron como embajador ante la viuda del patrón al respetable Bumble, encargándole que antes hiciera averiguaciones acerca de otros individuos para ver de colocar al rapaz.

El Sr. Bumble, muy orgulloso de su comisión, cuya gran importancia traslucía su despejado ingenio, salió, y al salir tropezó nada menos que con el señor Sowerberry, agente funerario de la Parroquia[1].

En consonancia con su profesión, era un hombre grave, vestido de negro de pies á cabeza, correcto y casi tétrico de aspecto, aunque en el fondo inclinado á la jocosidad.

—Acabo de tomar la medida de las dos mujeres que murieron anoche, señor Bumble—dijo el funcionario fúnebre.

—¡Usted hará fortuna, señor Sowerberry!—dijo el muñidor, tratándole con confianza y metiendo los dedos en la caja de rapé, que semejaba un pequeño modelo de ataúd, invento por el cual no había obtenido patente—. ¡Usted hará fortuna!

Y al repetirlo, tomándose más confianza, acarició con su bastón las rodillas del agente funerario.

—¿Lo cree usted?—preguntó éste en tono de duda—. Los precios que paga la Comisión son muy reducidos.

—¡También los ataúdes son pequeños!—dijo el muñidor riendo.

El otro se puso á sacar cuentas, condoliéndose de lo malo que se había puesto el negocio. En medio de su lamentación, interrumpida á veces por profundas observaciones del muñidor, á éste le pareció bien cambiar de tema.

—¡Y á propósito!—dijo—. ¿No sabe usted de alguien que necesite un chico para aprendiz? Un muchacho de la Parroquia, una verdadera ganga...

Y deletreó más que silabeó la recompensa: veinticinco duros. Pero el director funerario siguió hablando de los ataúdes inventados por él. El muñidor se quitó su respetable sombrero galoneado, sacó de él un pañuelo, se enjugó el sudor de la frente, y volvió á colocarse con gravedad el tricornio. Luego dijo con voz más tranquila:

—Bueno. ¿Qué hay de lo del muchacho?

—¡Oh!—repuso el otro—.

Ya sabe usted, señor Bumble, que yo pago bastante de derechos parroquiales.

—¿Y qué?

—¿Y qué? Nada; que estoy pensando que si yo pago tanto á la Parroquia, debo percibir algo de ella cuando la ocasión se presente: así, pues, decido tomar el muchacho para mí, señor Bumble. Le enseñaré á hacer ataúdes.

El muñidor le cogió del brazo y le introdujo en el cuarto de la Comisión. El agente de pompas fúnebres conferenció con aquellos caballeros gordos cinco minutos, y quedó convenido que le enviarían á Oliverio aquella misma tarde «como ensayo»; frase que significaba que en el caso de que el aprendiz le conviniera, dispondría de él á su antojo por un número determinado de años.

Compareció el chico ante el «caballero» á quien iba á pertenecer. Los de la Comisión le dijeron que aquella misma noche sería llevado á la funeraria, y en caso de que aquel señor le devolviera á la Parroquia, sería enviado á servir en un barco: el muchacho no manifestó gran sentimiento, lo que sorprendió á las autoridades parroquiales, que le calificaron de insensible y desagradecido, cuando era más bien demasiado sensible.

Poco después, con la gorra metida hasta los ojos, y agarrado, como la otra vez, á las cintas de las mangas de Bumble, púsose en camino hacia casa del Sr. Sowerberry. Durante un rato caminaron en silencio. El muñidor marchaba con la cabeza erguida, como funcionario que se estima, y no podía ver la cara del muchacho: sin embargo, cuando llegaban cerca de su destino le pareció conveniente mirarle, y vió que el niño iba correctamente vestido y que podía sufrir la inspección de su nuevo amo.

—¡Oliverio!

—¡Mande usted!—repuso el llamado con trémula voz.

—¡Alza un poco la gorra de los ojos y yergue la cabeza!

Cuando Oliverio hubo hecho lo que le mandaron se pasó el dorso de una mano por los ojos, y aún quedó en ellos una lágrima. El muñidor se puso en cuclillas para verle la cara: las lágrimas acudieron á los ojos del rapaz, que se tapó el rostro con las manitas para ocultarlas, como si los sollozos no le vendieran.

—¡Bueno!—dijo el muñidor echando al niño una mirada de intensa malignidad—. ¡De todos los muchachos ingratos y de peores inclinaciones que he visto, tú eres el más...!

—¡No; no, señor!—repuso el chico, suspendiendo sus sollozos—. ¡Yo seré bueno, seré bueno; ya lo verá usted! Es que soy muy pequeño, y estoy tan... tan...

—Tan ¿qué?—preguntó Bumble atónito.

—¡Tan solo, señor; muy solo, completamente solo!—gimió el niño—. ¡Todos me odian! ¡Oh señor! ¡No se enoje usted conmigo!

Y el chico se llevó la mano al corazón y miró al rostro de su compañero con lágrimas de verdadera agonía.

Bumble miró al muchacho compasivamente durante algunos minutos, y cogiéndole de la mano, reemprendieron ambos su camino.

El de las pompas fúnebres, que había cubierto ya las vidrieras de la tienda, estaba haciendo algunos asientos en el libro Diario cuando llegó Bumble.

—¡Hola!—dijo mirando por encima del libro y haciendo una pausa en mitad de una palabra—. ¿Es usted, Sr. Bumble?

—Y no solo—contestó el muñidor—: aquí le traigo al chico.

Oliverio saludó con la cabeza.

—¡Oh! ¿Es éste?—preguntó el otro bajando la luz á la altura de la cabeza del muchacho para verle mejor—. Querida esposa, ¿quieres tener la bondad de venir un momento?

La señora Sowerberry, que estaba en la trastienda, se presentó.

Era una mujer pequeña, flaca, avejentada y de aspecto colérico.

—Querida—exclamó el esposo con deferencia—, éste es el muchacho de la Parroquia, que te dije.

Oliverio hizo otra reverencia.

—¡Es muy pequeño, querido!—contestó la esposa.

—Porque es pequeño—replicó el muñidor mirando á Oliverio como si el chico tuviera la culpa de su estatura—. Pero aunque sea pequeño, no hay que negarlo, crecerá, señora Sowerberry. ¡Crecerá, crecerá!

—¡Ah! ¡No dudo que crezca!—dijo la minúscula señorar—. Crecerá comiendo y bebiendo en casa; lo apuesto. ¡No somos aquí con los niños tan frugales como en la Parroquia! Pero los chicos cuestan más que la utilidad que dan. Sin embargo, los hombres siempre creen saber mejor que nosotras lo que conviene, y hacen... ¡Vamos! ¡Por ahí, pequeño costal de huesos! ¡Baja esas escaleras!

La menuda dama había abierto una puerta; empujó por ella al chico, haciéndole bajar unas escaleras, y le introdujo en una celda húmeda y obscura, llamada cocina, donde hallábase sentada una muchacha desgreñada, en chancletas, y vestida con un traje azul que necesitaba muchas composturas.

—Oye, Carlota—dijo la señora cuando llegó en seguimiento del muchacho—: dale á este chico algunas de esas piltrafas que habíamos dejado para Trip. No ha vuelto á casa desde esta mañana, y no necesitamos guardárselas. Me atrevo á decir que ni el muchacho las querrá ya. ¿Las quieres?

Oliverio, cuyos ojos habían centelleado al oir hablar de comida y que se estremecía por el ansia de devorarla, contestó afirmativamente. Colocaron, pues, ante él un plato lleno de residuos y rebañaduras.

Quisiera que uno de esos filósofos bien alimentados y satisfechos, pero de sangre helada y corazón de acero, hubiera contemplado la horrible avidez con que Oliverio, impulsado por el hambre, devoró aquellos fríos manjares despreciados por un perro; y, aun más que eso, hubiera querido ver al filósofo en la misma situación que al muchacho ante aquellos restos de comida.

—¡Bueno!—exclamó la señora, que había mirado con repugnancia el manjar y con miedo el apetito mostrado por el chico—. ¿Estás ya listo?

No viendo más que comer en la mesa, Oliverio contestó afirmativamente.

—Ahora vamos—añadió volviendo á la tienda—. Tú no pensarías dormir entre cajas de muerto; ¿eh? Pues poco importa que pensaras ó no. ¡Ahí tienes que dormir! ¡Buenas noches!

Oliverio se acostó en un rincón, obedeciendo mansamente á su nueva dueña.




  1. Estos funcionarios, que llaman los ingleses undertakers, tienen á su cargo en la Gran Bretaña y Estados Unidos la dirección y orden de los funerales, además de proporcionar ataúd, sepultura, etc.