Oliverio Twist/II
Durante los primeros ocho ó diez meses Oliverio fué la víctima incruenta de la superchería y del dolo: criado con biberón, el muchacho estaba por demás hambriento. La inverosímil situación del huerfanito fué puesta en conocimiento de las autoridades de la Parroquia por las autoridades del Asilo. Aquéllas inquirieron de éstas con dignidad si no había en la «casa» alguna mujer que pudiera sustentar convenientemente á la criatura. Las autoridades del Refugio contestaron negativamente á la Comisión ejecutiva de la Hermandad, y ésta magnánima y humanitariamente resolvió que Oliverio fuese «pensionado», ó, en otras palabras, destinado á una especie de sucursal situada á tres millas de distancia, en la cual veinte ó treinta transgresores de la ley de Mendicidad se revolcaban por el suelo todo el día, sin los inconvenientes de demasiado vestido y demasiado alimento, bajo el maternal cuidado de una respetable señora que recibía pupilos infantiles á razón de siete peniques y medio por cabeza y por semana.
Setenta y cinco céntimos de peseta semanales es una bonita pensión para un nene: gran alimento puede proporcionársele por esos tres reales; quizás bastante para recargar su estómago é indigestarle. La anciana era una mujer de sabiduría y experiencia. Sabía lo que convenía á los niños, y tenía agudísima percepción de lo que era bueno para ella; así, pues, apropiábase la mayor parte del estipendio semanal para sí propia, reduciendo á la pequeña generación parroquial á un régimen alimenticio más frugal aún que aquel á que había estado sometido Oliverio. La buena mujer obraba como un consumado filósofo.
Todos conocen la historia de aquel filósofo experimental que quiso probar al mundo que un caballo es susceptible de vivir sin comer, y para acostumbrarle le reducía la ración todos los días. Indudablemente, se hubiera convertido en el animal más ágil y ligero á no haberse muerto cuando menos podía suponerlo el amo, veinticuatro horas después de haber probado la primera ración de aire. Desgraciadamente para la filosofía experimental de la mujer á cuyos protectores cuidados fué entregado Oliverio Twist, algo semejante era la consecuencia natural de su sistema. Precisamente en el momento en que un niño llegaba á poder vivir alimentado con la ración mínima posible, acaecía ocho veces y media de diez que sucumbía de frío y de hambre, ó se caía al fuego por descuido, ó se ahogaba por accidente; y en cualquiera de estos casos los pobrecitos íbanse al otro mundo para encontrar en él á sus padres, que nunca tuvieron á su lado en éste.
Á veces los accidentes daban lugar á sumarias interesantes, bien por hallarse un chiquillo ahogado entre las ropas del lecho, ó por haber caído otro en la lejía hirviente de la colada; aunque este último caso era muy raro, pues no solía hacerse colada en la casa sino de higos á brevas. Entonces tomaba cartas el Juzgado, ó los vecinos protestaban audazmente suscribiendo una reclamación; pero en uno y en otro caso las impertinentes intromisiones eran pronto reprimidas por el informe del médico y el testimonio del muñidor. El primero efectuaba la autopsia y declaraba no haber encontrado nada en el cuerpo del difunto—y puede que, en efecto, no lo hallara—, y el segundo daba testimonio jurado, con loable desinterés, de acuerdo con el deseo de la Comisión parroquial.
Además, de vez en cuando algunos cofrades visitaban la casa como inspectores, mandando al muñidor el día antes para anunciar solemnemente la visita de inspección, y siempre lo hallaban todo en excelente orden. Otras veces enviaban al muñidor, y el resultado era el mismo.
Semejante sistema administrativo no podía producir extraordinarios y saludables frutos. Su noveno cumpleaños sorprendió á Oliverio pálido y delgado, pequeño de estatura y encanijado; pero la Naturaleza ó la herencia habían dotado al chiquillo de un espíritu bien templado, y quizás á esa circunstancia debe atribuirse el que ni privaciones ni inanición le impidieran cumplir el noveno año de su existencia. Precisamente el día que los cumplía hallábase por la mañana encerrado en la carbonera, cueva húmeda y fría, en la agradable y selecta compañía de dos jóvenes caballeretes que habían compartido con él pescozones, chillidos y lamentos, castigados por haber tenido la audacia de decir que tenían hambre. Sermoneándolos estaba la Directora, la excelente señora Mann, cuando fué sorprendida por la visita del muñidor, señor Bumble, que trataba de entrar por la puerta del jardín.
—¡Bondad divina! ¿Es usted, señor Bumble?—preguntó sacando la cabeza por la ventana y fingiendo gran alegría—. (¡Susana, coge á Oliverio y á esos dos rapaces, sube con ellos, y lávalos bien en seguida!)—¡Cuánto me alegro de ver á usted bien, señor Bumble!
Este señor Bumble era un hombre gordo y gruñón: así, en vez de contestar afectuosamente á la franca y cariñosa bienvenida, dió al postigo cerrado un vigoroso empujón, y luego una coz que sólo las piernas de un muñidor podían ser capaces de soltar.
—¡Señor, señor!—exclamó la señora Mann corriendo al jardín para descorrer el cerrojo del portón—. ¿Cómo habré podido olvidar que la puerta estaba cerrada á causa de esos benditos niños? ¡Dígnese usted entrar! ¡Entre usted, señor Bumble; se lo ruego!
Esta invitación fué acompañada de una reverencia capaz de ablandar el corazón de un pertiguero, pero que dejó insensible al muñidor.
—¡Cree usted que esa conducta es respetable y digna, señora Mann? ¿Es así como se recibe á los funcionarios de la Parroquia en funciones profesionales?—preguntó el señor Bumble apretando con fuerza el bastón y blandiéndolo—. ¿No se da usted cuenta, señora Mann, de que es usted, como puedo serlo yo, un delegado parroquial á sueldo?
—Esté usted seguro, señor Bumble, de que sólo me había retrasado un instante para decir á dos ó tres de esos queridos niños que tanto le aman que iba usted á venir—repuso con humildad la señora Mann.
El Sr. Bumble concibió una gran idea acerca del poder de su oratoria y de su importancia como funcionario: había desplegado la una y reivindicado la otra. Se apaciguó.
—¡Bueno, bueno , señora!—respondió con tono tranquilo—. Acaso sea como usted dice. Condúzcame adentro, porque vengo oficialmente. Tenemos que hablar.
La señora Mann introdujo al muñidor en un pequeño locutorio, le acercó una silla, y oficiosamente colocó su sombrero de tres picos y su bastón en una mesa ante Bumble, el cual se limpió el sudor que corría por su frente, miró complacido su tricornio galoneado, y sonrió. Sí, sonrió: aunque muñidor, no dejaba de ser hombre.
—Ahora no se ofenda usted por lo que voy á decirle—dijo ella con felina suavidad—. Ha hecho usted una larga caminata, y por eso me atrevo á hablar de esto. ¿No querrá usted tomar un sorbo de algo, señor Bumble?
—¡Ni un sorbo, ni medio!—repuso él rehusando con la mano derecha en actitud digna, pero satisfecho.
—¡Vamos; acceda usted!—dijo la dama, convencida por el tono y el gesto del muñidor de que debía insistir—. ¡Solamente un sorbo, con un poco de agua fresca y un terrón de azúcar.
El Sr. Bumble tosió. Ella insistió otra vez.
—Estoy obligada á tener siempre algo para esos benditos muchachos—dijo abriendo una a lacena, de donde sacó una botella y un vaso—. ¡Como es tan estomacal! ¡Ginebra, ginebra legítima! Puede usted estar seguro, señor Bumble.
—¿Y da usted eso á los chicos, señora Mann?—preguntó el muñidor mientras seguía con mirada codiciosa el interesante proceso de la mezcla.
—Sí; se lo doy en las gachas cuando están enfermos, aunque la fécula de maranta cuesta muy cara. ¡Adoradas criaturas! ¡Ya sabe usted que no puedo verlas padecer!
—No, no puede usted—afirmó el funcionario—. ¡Es usted una mujer humanitaria!—(Ella le presentó el vaso.)—Ya tendré oportunidad de comunicárselo á la Comisión.—(Accionando con el vaso.)—Tiene usted los sentimientos de una verdadera madre—. (Preparándose á beber.)—Ahora hablemos de cosas serias.—(Vaciando el vaso hasta la mitad.)—¡Á su salud!—(Sacando una cartera de cuero del bolsillo, y de ella un papel doblado.)— El niño que fué medio bautizado con el nombre de Oliverio Twist cumple hoy nueve años de edad.
—¡Dios le bendiga!—exclamó la señora Mann.
—Y sin embargo de haber ofrecido una recompensa de diez libras esterlinas, que fué más tarde aumentada hasta veinte, y á pesar de las superlativas y—bien puedo yo decirlo—sobrenaturales pesquisas hechas por la Hermandad, no hemos logrado descubrir aún quién sea su padre, ni cuáles eran el nombre y la condición de su madre.
La señora Mann alzó las manos con asombro; pero después de un momento de reflexión preguntó:
—Pero, entonces, ¿cómo tiene apellido?
—Yo le inventé uno—respondió el muñidor irguiéndose envanecido.
—¿Usted, señor Bumble?
—Sí, yo, señora Mann. Nombramos á nuestros protegidos por orden alfabético. El último chiquillo inscrito estaba en la S: le llamé Swublele; á éste le correspondía la T, y le llamé Twist; al próximo le corresponde la U: será Unwin; el otro, Vilkins. Tengo ya nombres discurridos hasta la Z, y todo un alfabeto más, volviendo á principiar por la A.
—¡Oh! ¡Es que tiene usted aptitudes literarias!
—¡Bueno, bueno!—repuso el hombre, evidentemente ufanado con el cumplido.—Acaso sea así; quizás es así, señora Mann—. Concluyó de tomarse la ginebra con agua y azúcar, y prosiguió: —Bueno; pues la Comisión, considerando que Oliverio tiene ya demasiada edad para permanecer aquí, ha resuelto volverle al Asilo. Vengo exprofeso para llevármele. Hágame usted el favor de traerle.
—¡Voy inmediatamente!—Y volvió á poco con el muchacho, que había tenido tiempo de ser limpiado en lo posible.
—¡Haz una reverencia al señor, Oliverio!—Le ordenó su introductora.
El chico obedeció á medias, pues compartieron la reverencia por igual el muñidor en la silla y el sombrero de tres picos en la mesa.
—¿Quieres venirte conmigo, Oliverio?—preguntó Bumble con énfasis que creía majestuoso.
Oliverio iba á decir que sí, que se iría de buena gana con cualquiera, cuando, alzando los ojos, sorprendió una iracunda mirada de la señora Mann, que se hallaba de pie tras la silla del muñidor, y bajo el recuerdo de otras semejantes, precursoras de inmediatas impresiones que perduraban en su cuerpo durante muchos días; contestó preguntando:
—¿Vendrá ella conmigo?
—No; no puede—contestó el señor Bumble.—Pero alguna vez irá á verte.
No era esto un gran consuelo para el niño: sin embargo, á pesar de su temprana edad, comprendió que debía fingir un gran sentimiento por irse. Poca dificultad tenía él para llorar: su costumbre de verter lágrimas era tal, que lloró y gimió tan naturalmente, que la señora Mann le hizo mil arrumacos y caricias y le dió un buen pedazo de pan con manteca, para que al salir no fuera tan hambriento como al entrar.
Con el pedazo de pan en la mano y la obscura gorra de uniforme en la cabeza siguió á su conductor y abandonó aquella casa, en la que nunca una palabra bondadosa ni una mirada de amor habíanBumble andaba á largos pasos; el pequeño trotaba á su lado, cogido firmemente á los lazos dorados que colgaban de la manga del muñidor, y preguntando á cada cuarto de milla si se hallaba ya cerca. El grave conductor respondía breve y secamente, pues la dulzura del agua con ginebra habíase extinguido en su paladar y había recobrado su alta personalidad de muñidor.
Al cuarto de hora escaso de hallarse en el Asilo, y cuando no había concluído Oliverio de engullir el segundo pedazo de pan, volvió el señor Bumble á su lado, y le comunicó que la Comisión quería que compareciese ante ella.
No teniendo muy clara noción de lo que tal Junta significaba, sorprendióse Oliverio con la noticia, ignorando si debía reirse ó llorar. No tuvo tiempo de pensar en ello, sin embargo, porque su amable interlocutor le dió un bastonazo en la cabeza para indicarle la dirección y otro golpe en la espalda para que avivara el paso, y le introdujo pronto en una estancia de paredes blanqueadas, donde ocho ó diez caballeros gordos y graves estaban sentados en derredor de una gran mesa. Á la cabecera, en un sillón de brazos más alto que los demás asientos, hallábase un caballero carirredondo y colorado.
—¡Saluda á la Comisión!—ordenó Bumble.
Oliverio reprimió dos ó tres lágrimas que brotaban de sus ojos, é ignorando lo que era la Comisión, y no viendo al pronto más que la mesa, obedeció inclinándose ante el mueble, sin saber fijamente si era aquello lo que le mandaban.—¿Cómo te llamas, muchacho?—preguntó el caballero de la silla más alta.
Oliverio quedó deslumbrado á la vista de tantos señores, y se echó á temblar; el muñidor le dió disimuladamente un puñetazo en la espalda, y la concurrencia de ambas causas hizo que el pobre chico contestara en voz baja y tartamudeando, de lo cual dedujo un caballero de chaleco blanco que el muchacho era tonto. Manifestación que, naturalmente, era el mejor medio de animarle y tranquilizarle.
—¡Chiquillo—continuó el caballero de la cabecera—, atiéndeme! Supongo que sabrás que eres huérfano.
—¿y qué es eso, señor?—preguntó Oliverio.
—¡Ya lo suponía yo! ¡Este chico es tonto!—repitió el del chaleco blanco.
—¡Chist!—prosiguió el que había hablado primero—. Tú sabes que no alcanzaste la dicha de tener padre ni madre, y que eres atendido y sostenido por la Parroquia; ¿no es así!
—¡Sí, señor!—repuso Oliverio llorando amargamente.
—Pero ¿por qué lloras?—interrogó sorprendido el del chaleco blanco.
El caso, indudablemente, era de los más extraordinario. ¿Por qué lloraría el muchacho?
—Espero que, como buen cristiano—dijo otro cofrade dando un gruñido—, rezarás todas las noches pidiendo á Dios por la gente que te mantiene.
—¡Sí, señor!—balbuceó Oliverio.
Inconscientemente tenía razón el cofrade que había hablado últimamente: habría obrado muy como cristiano, y hasta como un cristiano ejemplar, si hubiera rogado por los que le mantenían; pero había un pequeño inconveniente: no le habían enseñado á rezar.—Bueno; has venido aquí—dijo el carirrojo—para que te eduquen y te enseñen un oficio.
—Así, pues, desde mañana, á las seis de la mañana—añadió el cofrade del chaleco blanco—, comenzarás á cardar estopa.
Comunicada la resolución de aquellos benditos, Oliverio hizo una profunda reverencia bajo la dirección del muñidor, y fué luego á una vasta celda, donde en un duro y tosco lecho estuvo sollozando hasta dormirse. ¡Qué nobles y filantrópicas son las leyes de Inglaterra! ¡Permiten dormir á los más miserables!
¡Pobre Oliverio! Durmiendo con venturosa inconsciencia, poco reflexionó en lo que con la Comisión le había sucedido y en su resolución, que tanto había de influir en su futuro destino. Pero los cofrades habían reflexionado.
Los miembros de la Comisión eran profundos y avisados filósofos, y cuando fijaron la atención en el Asilo de mendigos vieron inmediatamente lo que la gente vulgar no hubiera descubierto jamás— ¡es tan ligero y superficial el vulgo—: descubrieron, digo, que los mendigos se divertían allí demasiado; que era el depósito, más que un correccional ó refugio, una especie de taberna donde no se pagaba el gasto; un comedor público, unos Elíseos de cal y canto para no trabajar y divertirse agradablemente.
—¡Oh!—dijeron moviendo la sesuda cabeza—. ¡Es preciso poner esto en orden, y nosotros somos los llamados á hacerlo!
Y establecieron su gobierno, poniendo á los recogidos y a silados en la alternativa (porque no quisieron obligar á nadie..., ¡eso no!) de perecer poco á poco en la casa, ó salir de ella. Con este propósito contrataron con el proveedor de agua un aumento en la provisión del líquido, y con un molinero, el suministro de la harina necesaria, regulando la comida á tres ranchos de sémola por cabeza cada día, cebolla de suplemento dos veces por semana, y los domingos, una ración de medio pan por barba.
Establecieron otras varias y acertadas medidas, sobre todo en lo referente á las mujeres, é implantaron bondadosa y humanitariamente el divorcio. Así, en vez de compeler y persuadir á un marido á soportar á su familia con paciencia y resignación, le separaban radicalmente de ella, convirtiéndole en soltero.
Calcúlese cuántas personas de todas las clases sociales hubieran querido aprovecharse de tales beneficios; pero los administradores eran hombres de gran previsión y habían logrado obviar la dificultad. Para gozar de las ventajas de ese divorcio era preciso vivir en el Asilo y mantenerse de sémola: esto asustaba á la gente.
El sistema estaba en pleno apogeo seis meses después de la llegada de Oliverio Twist al Depósito, y con ello el número de asilados disminuía rápidamente.
El lugar en que recibían su alimento los muchachos era un vasto zaguán empedrado. Á un extremo había una gran caldera, de la cual el encargado, asistido por una ó dos mujeres, sacaba la sémola para repartirla. Cada chico recibía una escudilla, y no más, salvo en casos excepcionales de público regocijo. Las vasijas no necesitaban nunca lavarse; los muchachos las pulimentaban con las cucharas: tenían buen apetito, cómo todos los chicos en general.
Oliverio y sus compañeros sufrieron las torturas de aquel régimen durante tres meses, y llegaron á estar tan voraces y hambrientos, que uno de ellos, no acostumbrado á la media dieta, pues su padre había estado al frente de una pequeña casa de comidas, los incitó á rebelarse, persuadiéndolos de que, en caso contrario, alguna noche, á causa del hambre, se vería en la precisión de comerse al compañero de cama más próximo. Era más alto y fuerte que los demás, y les dirigía miradas tan feroces, que todos le creyeron. Celebróse un Consejo, echaron suertes, y le tocó á Oliverio pedir otra ración después de cenar.
Llegó la noche. Los muchacho se alinearon como de costumbre tras el encargado de racionarlos, de pie junto á la caldera. Se sirvió la sopa, y prodújose un largo silencio mientras se vaciaban las escudillas: los chicos miraban á Oliverio, y le guiñaban los ojos incitándole á cumplir su cometido. Niño como era, estaba desesperado por el hambre; así, pues, acercándose cacharo y cuchara en mano al funcionario que, cubierto con su blanco mandil, hallábase en su puesto, le dijo, algo asombrado de su propia temeridad:
—¡Haga el favor de volver á echarme: yo necesito más!
El encargado era un hombre gordo y sano. Al oirle se puso pálido: miró al pequeño rebelde estupefacto por algunos segundos, y se acercó á la caldera como para protegerla. Las asistentas estaban paralizadas de asombro; los muchachos, de miedo.
—¿Qué?—preguntó al fin con voz alterada.
—¡Que haga usted el favor de volver á echarme, que quiero más!—repitió Oliverio.
El hombre amenazó al chico con darle un cazazo en la cabeza, con ademán mudo y elocuente; luego le cogió, le sujetó los brazos, y corrió llamando á voces al muñidor.
La Hermandad estaba reunida en solemne Junta cuando el Sr. Bumble penetró en la estancia y, dirigiéndose al caballero de la silla alta, le dijo:—¡Sr. Limbkins, ruego á usted que me dispense; pero Oliverio Twist pide otra ración más!
Estupefacción general. El horror se pintó en todos los rostros.
—¿Más?—exclamó el Sr. Limbkins—. ¡Repóngase usted, Bumble, y conteste terminantemente á mis preguntas! ¿Ha dicho usted que pidió más comida después de comer su ración correspondiente?
—Así es, señor.
—¡Ese chico será un hambrón!—dijo el del chaleco blanco—. ¡Opino que ese chico será siempre un hambrón!
Nadie refutó la profunda opinión profética del avisado caballero. Como medida de urgencia se decretó su inmediato encierro en un calabozo, y al día siguiente se publicó un bando ofreciendo veinticinco duros al que quisiera hacerse cargo del muchacho para mantenerle y enseñarle un oficio.
—¡En mi vida he tenido ni tendré un convencimiento más profundo y arraigado que éste!—dijo el del chaleco blanco al leer el bando á la siguiente mañana—. ¡Ese chico es y será siempre un hambrón!
Como me propongo en el curso de esta verídica historia demostrar si el cofrade del chaleco blanco tuvo razón ó no en sus profecías, perjudicaría el interés de la narración (en el supuesto de que tenga algún interés) si adelantase desde luego los acontecimientos.