La Odisea (Luis Segalá y Estalella)/Canto XVIII

La Odisea (1910)
de Homero
traducción de Luis Segalá y Estalella
ilustración de John Flaxman, Walter Paget
Canto XVIII
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
Túrbasele el ánimo á Iro, después de haber provocado á Ulises, y los criados lo sacan
á viva fuerza para que luche con el héroe


CANTO XVIII
PUGILATO DE ULISES CON IRO


1 Llegó entonces un mendigo que andaba por todo el pueblo; el cual pedía limosna en la ciudad de Ítaca, se señalaba por su vientre glotón—por comer y beber incesantemente—y hallábase falto de fuerza y de vigor, aunque tenía gran presencia. Arneo era su nombre, el que al nacer le puso su veneranda madre; pero llamábanle Iro todos los jóvenes, porque hacía los mandados que se le ordenaban. Propúsose el tal sujeto, cuando llegó, echar á Ulises de su propia casa é insultóle con estas aladas palabras:

10 «Retírate del umbral, oh viejo, para que no hayas de verte muy pronto asido de un pie y arrastrado afuera. ¿No adviertes que todos me guiñan el ojo, instigándome á que te arrastre, y no lo hago porque me da vergüenza? Mas, ea, álzate, si no quieres que en la disputa lleguemos á las manos.»

14 Mirándole con torva faz, le respondió el ingenioso Ulises: «¡Infeliz! Ningún daño te causo, ni de palabra ni de obra; ni me opongo á que te den, aunque sea mucho. En este umbral hay sitio para entrambos y no has envidiar las cosas de otro; me parece que eres un vagabundo como yo, y son las deidades quienes proporcionan la opulencia. Pero no me provoques demasiado á venir á las manos, ni excites mi cólera: no sea que, viejo como soy, te llene de sangre el pecho y los labios; y así gozaría mañana de mayor descanso, pues no creo que asegundaras la vuelta á la mansión de Ulises Laertíada.»

25 Contestóle, muy enojado, el vagabundo Iro: «¡Oh dioses! ¡Cuán atropelladamente habla el glotón, que parece la vejezuela del horno! Algunas cosas malas pudiera tramar contra él: golpeándole con mis brazos, le echaría los dientes de las mandíbulas al suelo como á una marrana que destruye las mieses. Cíñete ahora, á fin de que éstos nos juzguen en el combate. Pero ¿cómo podrás luchar con un hombre más joven?»

32 De tal modo se zaherían ambos con gran animosidad en el pulimentado umbral, delante de las elevadas puertas. Advirtiólo la sacra potestad de Antínoo y con dulce risa dijo á los pretendientes:

36 «¡Amigos! Jamás hubo una diversión como la que un dios nos ha traído á esta casa. El forastero é Iro riñen y están para venir á las manos: hagamos que peleen cuanto antes.»

40 Así se expresó. Todos se levantaron con gran risa y se pusieron alrededor de los haraposos mendigos. Y Antínoo, hijo de Eupites, díjoles de esta suerte:

43 «Oíd, ilustres pretendientes, lo que voy á proponeros. De los vientres de cabra que llenamos de gordura y de sangre y pusimos á la lumbre para la cena, escoja el que quiera aquel que resulte vencedor por ser el más fuerte; y en lo sucesivo comerá con nosotros y no dejaremos que entre ningún otro mendigo á pedir limosna.»

50 Así se expresó Antínoo y á todos les plugo cuanto dijo. Pero el ingenioso Ulises, meditando engaños, hablóles de esta suerte:

52 «¡Amigos! Aunque no es justo que un hombre viejo y abrumado por la desgracia luche con otro más joven, el maléfico vientre me instiga á aceptar el combate para que haya de sucumbir á los golpes que me dieren. Ea, pues, prometed todos con firme juramento que ninguno, para socorrer á Iro, me golpeará con pesada mano, procediendo inicuamente y empleando la fuerza para someterme á aquél.»

58 Así les dijo; y todos juraron, como se lo mandaba. Y tan pronto como hubieron acabado de prestar el juramento, el esforzado y divinal Telémaco hablóles con estas palabras:

61 «¡Huésped! Si tu corazón y tu ánimo valiente te impulsan á quitar á ése de en medio, no temas á ningún otro de los aquivos; pues con muchos tendría que luchar quien te pegare. Yo soy aquí el que da hospitalidad, y aprueban mis palabras los reyes Antínoo y Eurímaco, prudentes ambos.»

66 Así le dijo; y todos lo aprobaron. Ulises se ciñó los andrajos, ocultando las partes verendas, y mostró sus muslos hermosos y grandes; también aparecieron las anchas espaldas, el pecho y los fuertes brazos; y Minerva, poniéndose á su lado, acrecentóle los miembros al pastor de hombres. Admiráronse muchísimo los pretendientes, y uno de ellos dijo al que tenía más cercano:

73 «Pronto á Iro, al infortunado Iro le alcanzará el mal que se buscó. ¡Tal muslo ha descubierto el viejo, al quitarse los harapos!»

75 Así decían; y á Iro se le turbó el ánimo miserablemente. Mas con todo eso, ciñéronle á viva fuerza los criados, y sacáronlo lleno de temor, pues las carnes le temblaban en sus miembros. Y Antínoo le respondió, diciéndole de esta guisa:

79 «Ojalá no existieras, fanfarrón, ni hubieses nacido, puesto que tiemblas y temes de tal modo á un viejo abrumado por el infortunio que le persigue. Lo que voy á decir se cumplirá. Si ése quedare vencedor por tener más fuerza, te echaré en una negra embarcación y te mandaré al continente, al rey Équeto, plaga de todos los mortales, que te cortará la nariz y las orejas con el cruel bronce y te arrancará las vergüenzas para dárselas crudas á los perros.»

88 Así habló; y á Iro crecióle el temblor que agitaba sus miembros. Condujéronlo al centro y entrambos contendientes levantaron los brazos. Entonces pensó el paciente y divinal Ulises si le daría tal golpe á Iro que el alma se le fuera en cayendo á tierra, ó le pegaría con más suavidad, derribándolo al suelo. Y después de considerarlo bien, le pareció que lo mejor sería pegarle suavemente, para no ser reconocido por los aquivos. Alzados los brazos, Iro dió un golpe á Ulises en el hombro derecho; y Ulises, tal puñada á Iro en la cerviz, debajo de la oreja, que le quebrantó los huesos allá en el interior y le hizo echar roja sangre por la boca: cayó Iro y, tendido en el suelo, batió los dientes y golpeó con los pies la tierra; y en tanto los ilustres pretendientes levantaban los brazos y se morían de risa. Pero Ulises cogió á Iro del pie y, arrastrándolo por el vestíbulo
Retírate del umbral, oh viejo, para que no hayas de verte asido de un pie y arrastrado afuera
(Canto XVIII, verso 10.)
hasta llegar al patio y á las puertas del pórtico, lo asentó recostándolo contra la cerca, le puso un bastón en la mano y le dirigió estas aladas palabras:

105 «Quédate ahí sentado para ahuyentar los puercos y los canes; y no quieras, siendo tan ruin, ser el señor de los huéspedes y de los pobres: no sea que te atraigas un daño aún peor que el de ahora.»

108 Dijo; y colgándose del hombro el astroso zurrón lleno de agujeros, con su cuerda retorcida, volvióse al umbral y allí tomó asiento. Y entrando los demás, que se reían placenteramente, le festejaron con estas palabras:

112 «Júpiter y los inmortales dioses te den, oh huésped, lo que más anheles y á tu ánimo le sea grato, ya que has conseguido que ese pordiosero insaciable deje de mendigar por el pueblo; pues en seguida lo llevaremos al continente, al rey Équeto, plaga de todos los mortales.»

117 Así dijeron; y el divinal Ulises holgó del presagio. Antínoo le puso delante un vientre grandísimo, lleno de gordura y de sangre, y Anfínomo le sirvió dos panes, que tomara del canastillo, ofrecióle vino en copa de oro, y le habló de esta manera:

122 «¡Salve, padre huésped! Sé dichoso en lo sucesivo, ya que ahora te abruman tantos males.»

124 Respondióle el ingenioso Ulises: «¡Anfínomo! Me pareces muy discreto, como hijo de tal padre. Llegó á mis oídos la buena fama que el duliquiense Niso gozara de bravo y de rico; dicen que él te ha engendrado, y en verdad que tu apariencia es la de un varón afable. Por esto voy á decirte una cosa, y tú atiende y óyeme. La tierra no cría ser alguno inferior al hombre, entre cuantos respiran y se mueven sobre el suelo. No se figura el hombre que haya de padecer infortunios mientras las deidades le proporcionan la felicidad y sus rodillas se mueven; pero cuando los bienaventurados dioses le mandan la desgracia, ha de soportarla, mal de su grado, con ánimo paciente, pues es tal el pensamiento de los terrestres varones que cambia según el día que les trae el padre de los hombres y de los dioses. También yo, en otro tiempo, hubiera debido ser feliz entre los hombres; pero cometí repetidas maldades, prevaliéndome de mi fuerza y de mi poder y confiando en mi padre y en mis hermanos... Nadie, por consiguiente, sea injusto en cosa alguna; antes bien disfrute sin ruido las dádivas que los númenes le deparen. Observo que los pretendientes maquinan muchas iniquidades, consumiendo las posesiones y ultrajando á la esposa de un varón que te aseguro que no estará largo tiempo apartado de sus amigos y de su patria, porque ya se halla muy cerca de nosotros. Ojalá un dios te conduzca á tu casa y no te encuentres con él cuando torne á la patria tierra; que no ha de ser incruenta la lucha que entable con los pretendientes, tan luego como vuelva á estar debajo de la techumbre de su morada.»

151 Así habló; y, hecha la libación, bebió el dulce vino y puso nuevamente la copa en manos del príncipe de hombres. Éste se fué por la casa, con el corazón angustiado y meneando la cabeza, pues su ánimo le presagiaba desventuras; aunque no por eso había de librarse de la muerte, pues Minerva lo detuvo, á fin de que cayera vencido por las manos y la robusta lanza de Telémaco. Mas entonces, volvióse á la silla que antes ocupara.

158 Entretanto Minerva, la deidad de los brillantes ojos, puso en el corazón de la discreta Penélope, hija de Icario, el deseo de mostrarse á los pretendientes, para que se les alegrara grandemente el ánimo y fuese ella más honrada que nunca por su esposo y por su hijo. Rióse Penélope sin motivo y profirió estas palabras:

164 «¡Eurínome! Mi ánimo desea lo que antes no apetecía: que me muestre á los pretendientes, aunque á todos los detesto. Quisiera hacerle á mi hijo una advertencia, que le será provechosa: que no trate de continuo á estos soberbios que dicen buenas palabras y maquinan acciones inicuas.»

169 Respondióle Eurínome, la despensera: «Sí, hija, es muy oportuno cuanto acabas de decir. Ve, hazle á tu hijo esa advertencia y nada le ocultes, pero antes lava tu cuerpo y unge tus mejillas: no te presentes con el rostro afeado por las lágrimas, que es malísima cosa afligirse siempre y sin descanso, ahora que tu hijo ya tiene la edad que anhelabas cuando pedías á las deidades que pudieses ver que echara barbas.»

177 Respondióle la discreta Penélope: «¡Eurínome! Aunque andes solícita por mi bien, no me aconsejes tales cosas—que lave mi cuerpo y me unja con aceite—pues destruyeron mi belleza los dioses que habitan el Olimpo cuando aquél se fué en las cóncavas naves. Pero manda que Autónoe é Hipodamia vengan y me acompañarán por el palacio; que sola no iría adonde están los hombres, porque me da vergüenza.»

185 Así habló; y la vieja se fué por el palacio á decirlo á las mujeres y mandarles que se presentaran.

187 Entonces Minerva, la deidad de los brillantes ojos, ordenó otra cosa. Infundióle dulce sueño á la hija de Icario, que se quedó recostada en el lecho y todas las articulaciones se le relajaron; y acto continuo la divina entre las diosas la favoreció con inmortales dones, para que la admiraran los aqueos: primeramente le lavó la bella faz con ambrosía, que aumenta la hermosura, del mismo modo que se unge Citerea, la de linda corona, cuando va al amable coro de las Gracias; y luego, hizo que pareciese más alta y más gruesa, y que su blancura aventajara la del marfil recientemente labrado. Después de lo cual, partió la divina entre las diosas.

198 Llegaron del interior de la casa, con gran alboroto, las doncellas de níveos brazos; y el dulce sueño dejó á Penélope, que se enjugó las mejillas con las manos y habló de esta manera:

201 «Blando sopor se apoderó de mí, que estoy tan apenada. Ojalá que ahora mismo me diera la casta Diana una muerte tan dulce, para que no tuviese que consumir mi vida lamentándome en mi corazón y echando de menos las cualidades de toda especie que adornaban á mi esposo, el más señalado de todos los aqueos.»

206 Diciendo así, bajó del magnífico aposento superior, sin que fuese sola, sino acompañada de dos esclavas. Cuando la divina entre las mujeres hubo llegado adonde estaban los pretendientes, paróse ante la columna que sostenía el techo sólidamente construído, con las mejillas cubiertas por espléndido velo y una honrada doncella á cada lado. Los pretendientes sintieron flaquear sus rodillas, fascinada su alma por el amor, y todos deseaban acostarse con Penélope en su mismo lecho. Mas ella habló de esta suerte á Telémaco, su hijo amado:

215 «¡Telémaco! Ya no tienes ni firmeza de voluntad ni juicio. Cuando estabas en la niñez, revolvías en tu inteligencia pensamientos más sensatos; pero ahora que eres grande por haber llegado á la flor de la juventud, y que un extranjero, al contemplar tu estatura y tu belleza, consideraría dichoso al varón de quien eres prole, no muestras ni recta voluntad ni tampoco juicio. ¡Cuál acción no ha tenido lugar en esta sala, donde permitiste que se maltratara á un huésped de semejante modo! ¿Qué sucederá si el huésped que se halle en nuestra morada es objeto de una vejación tan penosa? La vergüenza y el oprobio caerán sobre ti, ante todos los hombres.»

226 Respondióle el prudente Telémaco: «¡Madre mía! No me causa indignación que estés irritada; mas ya en mi ánimo conozco y entiendo muchas cosas buenas y malas, pues hasta ahora he sido un niño. Esto no obstante, me es imposible resolverlo todo prudentemente, porque me turban los que se sientan á mis lados, pensando cosas inicuas, y no tengo quien me auxilie. El combate del huésped con Iro no se efectuó por haberlo acordado los pretendientes, y fué aquél quien tuvo más fuerza. Ojalá, ¡oh padre Júpiter, Minerva, Apolo!, que los pretendientes ya hubieran sido vencidos en este palacio y se hallaran, unos en el patio y otros dentro de la sala, con la cabeza caída y los miembros relajados; del mismo modo que Iro, sentado á la puerta del patio, mueve la cabeza como un ebrio y no logra ponerse en pie ni tornar á su morada por donde solía ir, porque tiene los miembros relajados.»

243 Así éstos conversaban. Y Eurímaco habló con estas palabras á Penélope:

245 «¡Hija de Icario! ¡Discreta Penélope! Si todos los aqueos te viesen en Argos de Yaso, muchos más serían los pretendientes que desde el amanecer celebrasen banquetes en tu palacio, porque sobresales entre las mujeres por tu belleza, por tu estatura y por tu buen juicio.»

250 Contestóle la discreta Penélope: «¡Eurímaco! Mis atractivos—la hermosura y la gracia de mi cuerpo,—destruyéronlos los inmortales cuando los argivos partieron para Ilión, y se fué con ellos mi esposo Ulises. Si éste, volviendo, cuidara de mi vida, mayor y más bella sería mi gloria. Ahora estoy angustiada por tantos males como me envió algún dios. Por cierto que Ulises, al dejar la tierra patria, me tomó por la diestra y me habló de esta guisa:

259 «¡Oh mujer! No creo que todos los aquivos de hermosas grebas tornen de Troya sanos y salvos; pues dicen que los teucros son belicosos, sumamente hábiles en tirar dardos y flechas, y peritos en montar carros de veloces corceles, que acostumbran á decidir muy pronto la suerte de un empeñado y dudoso combate. No sé, por tanto, si algún dios me dejará volver ó sucumbiré en Troya. Todo lo de aquí quedará á tu cuidado; acuérdate, mientras estés en el palacio, de mi padre y de mi madre, como lo haces ahora ó más aún durante mi ausencia; y así que notes que nuestro hijo barba, cásate con quien quieras y abandona esta morada.» Así habló aquél y todo se va cumpliendo. Vendrá la noche en que ha de celebrarse el casamiento tan odioso para mí ¡oh infeliz!, á quien Júpiter ha privado de toda ventura. Pero un pesar terrible me llega al corazón y al alma, porque antes de ahora no se portaban de tal modo los pretendientes. Los que pretenden á una mujer ilustre, hija de un hombre opulento, y rivalizan entre sí para alcanzarla, traen bueyes y pingües ovejas para dar un convite á los amigos de la novia, hácenle espléndidos regalos y no devoran impunemente los bienes ajenos.»

281 Así dijo; y el paciente divinal Ulises se holgó de que les sacase regalos y les lisonjeara el ánimo con dulces palabras, cuando eran tan diferentes los propósitos que en su inteligencia revolvía.

284 Respondióle Antínoo, hijo de Eupites: «¡Hija de Icario! ¡Prudente Penélope! Admite los regalos que cualquiera de los aqueos te trajere, porque no está bien que se rehuse una dádiva; pero nosotros ni volveremos á nuestros campos ni nos iremos á parte alguna hasta que te cases con quien sea el mejor de los aqueos.»

290 Así se expresó Antínoo; á todos les plugo cuanto dijo, y cada uno envió su propio heraldo para que le trajese los presentes. El de Antínoo le trajo un peplo grande, hermosísimo, que tenía doce hebillas de oro sujetas por sendos anillos hermosamente retorcidos. El de Eurímaco se apresuró á traerle un collar magníficamente labrado, de oro engastado en electro, que parecía un sol. Dos servidores le trajeron á Euridamante unos pendientes de tres piedras preciosas grandes como ojos, espléndidas, de gracioso brillo. Un siervo trajo de la casa del príncipe Pisandro Polictórida un collar, que era un adorno bellísimo, y otros aqueos hicieron traer á su vez otros regalos.

302 La divina entre las mujeres volvió luego á la estancia superior con las esclavas, que se llevaron los magníficos presentes; y ellos volvieron á solazarse con la danza y el deleitoso canto, en espera de que llegase la noche. Sobrevino la obscura noche cuando aún se divertían, y entonces colocaron en la sala tres tederos para que alumbrasen, amontonaron á su alrededor leña seca cortada desde mucho tiempo, muy dura, y partida recientemente con el bronce, mezclaron teas con la misma, y las esclavas de Ulises, de ánimo paciente, cuidaban por turno de mantener el fuego. Á ellas el ingenioso Ulises, de jovial linaje, les dijo de esta suerte:

313 «¡Mozas de Ulises, del rey que se halla ausente desde largo tiempo! Idos á la habitación de la venerable reina y dad vueltas á los husos, y alegradla, sentadas en su cuarto, ó cardad lana con vuestras manos; que yo cuidaré de alumbrarles á todos los que aquí se encuentran. Pues aunque deseen quedarse hasta la Aurora, de hermoso trono, no me cansarán, que estoy habituado á sufrir mucho.»

320 Así dijo; ellas se rieron, mirándose las unas á las otras, é increpóle groseramente Melanto, la de bellas mejillas, á la cual engendrara Dolio y criara y educara Penélope, como á hija suya, dándole cuanto le pudiese recrear el ánimo; mas con todo eso, no compartía los pesares de Penélope y se juntaba con Eurímaco, de quien era amante. Ésta, pues, increpó á Ulises con injuriosas palabras:

327 «¡Miserable forastero! Tú estás falto de juicio y en vez de irte á dormir á una herrería ó á la Lesque, hablas aquí largamente y con audacia ante tantos varones, sin que el ánimo se te turbe: ó el vino te trastornó el seso, ó tienes este carácter, y tal es la causa de que digas necedades. ¿Acaso te desvanece la victoria que conseguiste contra el vagabundo Iro? No sea que se levante de súbito alguno más valiente que Iro, que te golpee la cabeza con su mano robusta y te arroje de la casa, llenándote de sangre.»

337 Mirándola con torva faz, exclamó el ingenioso Ulises: «Voy en el acto á contarle á Telémaco lo que dices, ¡perra!; para que aquí mismo te despedace.»

340 Diciendo así, espantó con sus palabras á las mujeres. Fuéronse éstas por la casa y las piernas les flaqueaban del gran temor, pues figurábanse que había hablado seriamente. Y Ulises se quedó junto á los encendidos tederos, cuidando de mantener la lumbre y dirigiendo la mirada á los que allí se encontraban; mientras en su pecho revolvía otros propósitos que no dejaron de llevarse al cabo.

346 Pero tampoco permitió Minerva aquella vez que los ilustres pretendientes se abstuvieran por completo de la dolorosa injuria, á fin de que el pesar atormentara aún más el corazón de Ulises Laertíada. Y Eurímaco, hijo de Pólibo, comenzó á hablar para hacer mofa de Ulises, causándoles gran risa á sus compañeros:

351 «¡Oídme, pretendientes de la ilustre reina, para que os manifieste lo que en el pecho el ánimo me ordena deciros! No sin la voluntad de los dioses vino ese hombre á la casa de Ulises. Paréceme como si el resplandor de las antorchas saliese de él y de su cabeza, en la cual ya no queda cabello alguno.»

356 Dijo; y seguidamente habló de esta manera á Ulises, asolador de ciudades: «¡Huésped! ¿Querrías servirme en un rincón de mis campos, si te tomase á sueldo—y te lo diera muy cumplido,—atando setos y plantando árboles grandes? Yo te proporcionaría pan todo el año, y vestidos, y calzado para tus pies. Mas como ya eres ducho en malas obras, no querrás aplicarte al trabajo, sino tan sólo pedir limosna por la población á fin de poder llenar tu vientre insaciable.»

365 Respondióle el ingenioso Ulises: «¡Eurímaco! Si nosotros hubiéramos de competir sobre el trabajo de la siega en la estación vernal, cuando los días son más largos, y yo tuviese una bien corvada hoz y tú otra tal para probarnos en la faena, y nos quedáramos en ayunas hasta el anochecer, y la hierba no faltara; ó si conviniera guiar unos magníficos bueyes de luciente pelaje, grandes, hartos de hierba, parejos en la edad, de una carga, cuyo vigor no fuera chico, para la labranza de un campo de cuatro obradas y de tan buen tempero que los terrones cediesen al arado, veríasme rompiendo un no interrumpido surco. Y de igual modo, si el Saturnio suscitara una guerra en cualquier parte y yo tuviese un escudo, dos lanzas y un casco de bronce que se adaptara á mis sienes, veríasme mezclado con los que mejor y más adelante lucharan, y ya no me reprocharías por mi vientre como ahora. Pero tú te portas con gran insolencia, tienes ánimo cruel y quizás te creas grande y fuerte, porque estás entre pocos y no de los mejores. Si Ulises tornara y volviera á su patria, estas puertas tan anchas te serían angostas cuando salieses huyendo por el vestíbulo.»

387 Así habló. Irritóse Eurímaco todavía más en su corazón y, encarándole la torva vista, le dijo estas aladas palabras: «¡Ah, miserable! Pronto he de imponerte el castigo que mereces por la audacia con que hablas ante tantos varones y sin que tu ánimo se turbe: ó el vino te trastornó el seso, ó tienes este carácter, y tal es la causa de que digas necedades. ¿Te desvanece acaso la victoria que conseguiste contra el vagabundo Iro?»

394 En acabando de hablar, cogió un escabel; pero, como Ulises, temiéndole, se sentara en las rodillas del duliquiense Anfínomo, acertó al copero en la mano derecha: el jarro de éste cayó á tierra con gran estrépito y él mismo fué á dar, gritando, de espaldas en el polvo. Los pretendientes movían alboroto en la obscura sala, y uno de ellos dijo al que tenía más cerca:

401 «Ojalá acabara sus días el forastero, vagando por otros lugares, antes que viniese; y así no hubiera originado este gran tumulto. Ahora disputamos por los mendigos; y ni en el banquete se hallará placer alguno porque prevalece lo peor.»

405 Y el esforzado y divinal Telémaco les habló diciendo: «¡Desgraciados! Os volvéis locos y vuestro ánimo ya no puede disimular los efectos de la comida y del vino: algún dios os excita sin duda. Mas, ya que comisteis bien, vaya cada uno á recogerse en su casa, cuando el ánimo se lo aconseje; que yo no pienso echar á nadie.»

410 Esto les dijo; y todos se mordieron los labios; admirándose de que Telémaco les hablase con tanta audacia. Y Anfínomo, el preclaro hijo del rey Niso Aretíada, les arengó de esta manera:

414 «¡Amigos! Nadie se irrite, oponiendo contrarias razones al dicho justo de Telémaco; y no maltratéis al huésped, ni á ninguno de los esclavos que moran en la casa del divinal Ulises. Mas, ea, comience el escanciador á repartir las copas para que, en haciendo la libación, nos vayamos á recoger en nuestras casas; y dejaremos que el huésped se quede en el palacio de Ulises, al cuidado de Telémaco, ya que á la morada de éste enderezó el camino.»

422 Así habló; y su discurso les plugo á todos. El héroe Mulio, heraldo duliquiense y criado de Anfínomo, mezcló la bebida en una cratera, y sirvióla á cuantos se hallaban presentes, llevándosela por su orden; y ellos, después de ofrecer la libación á los bienaventurados dioses, bebieron el dulce vino. Mas después que hubieron libado y bebido cuanto desearan, cada uno se fué á acostar á su respectiva casa.