La Odisea (Luis Segalá y Estalella)/Canto V

La Odisea (1910)
de Homero
traducción de Luis Segalá y Estalella
ilustración de John Flaxman, Walter Paget
Canto V
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
Mercurio, enviado por Júpiter, manda á Calipso que deje partir á Ulises


CANTO V
LA BALSA DE ULISES


1 La Aurora se levantaba del lecho, dejando al ilustre Titón, para llevar la luz á los inmortales y á los mortales, cuando los dioses se reunieron en junta, sin que faltara Júpiter altitonante cuyo poder es grandísimo. Y Minerva, trayendo á la memoria los muchos infortunios de Ulises, los refirió á las deidades; interesándose por el héroe, que se hallaba entonces en el palacio de la ninfa:

7 «¡Padre Júpiter, bienaventurados y sempiternos dioses! Ningún rey, que empuñe cetro, sea benigno, ni blando, ni suave, ni emplee el entendimiento en cosas justas; antes, por el contrario, obre siempre con crueldad y lleve al cabo acciones nefandas; ya que nadie se acuerda del divino Ulises, entre los ciudadanos sobre los cuales reinaba con la suavidad de un padre. Hállase en una isla atormentado por fuertes pesares: en el palacio de la ninfa Calipso, que le detiene por fuerza; y no le es posible llegar á su patria porque le faltan naves provistas de remos y compañeros que le conduzcan por el ancho dorso del mar. Y ahora quieren matarle el hijo amado así que torne á su casa, pues ha ido á la sagrada Pilos y á la divina Lacedemonia en busca de noticias de su padre.»

21 Respondióle Júpiter, que amontona las nubes: «¡Hija mía! ¡Qué palabras se te escaparon del cerco de los dientes! ¿No formaste tú misma ese proyecto: que Ulises, al tornar á su tierra, se vengaría de aquéllos? Pues acompaña con discreción á Telémaco, ya que puedes hacerlo, á fin de que se restituya incólume á su patria y los pretendientes que están en la nave tengan que volverse.»

28 Dijo; y, dirigiéndose á Mercurio, su hijo amado, hablóle de esta suerte: «¡Mercurio! Ya que en lo demás eres tú el mensajero, ve á decir á la ninfa de hermosas trenzas nuestra firme resolución—que Ulises torne á su patria—para que el héroe emprenda el regreso sin ir acompañado ni por los dioses ni por los mortales hombres: navegando en una balsa hecha con gran número de ataduras, llegará en veinte días y padeciendo trabajos á la fértil Esqueria, á la tierra de los feacios, que por su linaje son cercanos á los dioses; y ellos le honrarán cordialmente, como á una deidad, y le enviarán en un bajel á su patria tierra, después de regalarle bronce, oro en abundancia, vestidos, y tantas cosas como jamás sacara de Troya si llegase indemne y habiendo obtenido la parte de botín que le correspondiese. Dispuesto está por el hado que Ulises vea á sus amigos y llegue á su casa de alto techo y á su patria.»

43 Así habló. El mensajero Argicida no fué desobediente: al punto ató á sus pies los áureos divinos talares, que le llevaban sobre el mar y sobre la tierra inmensa con la rapidez del viento, y tomó la vara con la cual adormece los ojos de los hombres que quiere ó despierta á los que duermen. Teniéndola en las manos, el poderoso Argicida emprendió el vuelo y, al llegar á la Pieria, bajó al ponto y comenzó á volar rápidamente, como la gaviota que, pescando peces en los grandes senos del mar estéril, moja en el agua del mar sus tupidas alas: tal parecía Mercurio mientras volaba por encima del gran oleaje. Cuando hubo arribado á aquella isla tan lejana, salió del violáceo ponto, saltó en tierra, prosiguió su camino hacia la vasta gruta donde moraba la ninfa de hermosas trenzas, y hallóla dentro. Ardía en el hogar un gran fuego y el olor del hendible cedro y de la tuya, que en él se quemaban, difundíase por la isla hasta muy lejos; mientras ella, cantando con voz hermosa, tejía en el interior con lanzadera de oro. Rodeando la gruta, había crecido una verde selva de chopos, álamos y cipreses olorosos, donde anidaban aves de luengas alas: buhos, gavilanes y cornejas marinas, de ancha lengua, que se ocupan en cosas del mar. Allí mismo, junto á la honda cueva, extendíase una viña floreciente, cargada de uvas; y cuatro fuentes manaban, muy cerca la una de la otra, dejando correr en varias direcciones sus aguas cristalinas. Veíanse en contorno verdes y amenos prados de violetas y apio; y, al llegar allí, hasta un inmortal se hubiese admirado, sintiendo que se le alegraba el corazón. Detúvose el Argicida á contemplar aquello; y, después de admirarlo, penetró en la ancha gruta, y fué conocido por Calipso, la divina entre las diosas, desde que á ella se presentara—que los dioses inmortales se conocen, aunque vivan apartados;—pero no halló al magnánimo Ulises, que estaba llorando en la ribera, donde tantas veces, consumiendo su ánimo con lágrimas, suspiros y dolores, fijaba los ojos en el ponto estéril y derramaba copioso llanto. Y Calipso, la divina entre las diosas, hizo sentar á Mercurio en espléndido y magnífico sitial, é interrogóle de esta suerte:

87 «¿Por qué, oh Mercurio, el de la áurea vara, venerable y caro, vienes á mi morada? Antes no solías frecuentarla. Di qué deseas, pues mi ánimo me impulsa á realizarlo si puedo y es factible. Pero sígueme, á fin de que te ofrezca los dones de la hospitalidad.»

92 Habiendo hablado de semejante modo, la diosa púsole delante una mesa, que había llenado de ambrosía, y mezcló el rojo néctar. Allí bebió y comió el mensajero Argicida. Y cuando hubo cenado y repuesto su ánimo con la comida, respondió á Calipso con estas palabras:

97 «Me preguntas, oh diosa, á mí, que soy dios, por qué he venido. Voy á decírtelo con sinceridad, ya que así lo mandas. Júpiter me ordenó que viniese, sin que yo lo deseara: ¿quién pasaría de buen grado tanta agua salada que ni decirse puede, mayormente no habiendo por ahí ninguna ciudad en que los mortales hagan sacrificios á los dioses y les inmolen selectas hecatombes? Mas no le es posible á ningún dios ni transgredir ni dejar sin efecto la voluntad de Júpiter, que lleva la égida. Dice que está contigo un varón, que es el más infortunado de cuantos combatieron alrededor de la ciudad de Príamo durante nueve años y, en el décimo, habiéndola destruído, tornaron á sus casas; pero en la vuelta ofendieron á Minerva y la diosa hizo que se levantara un viento desfavorable é hinchadas olas. En éstas hallaron la muerte sus esforzados compañeros; y á él trajé ronlo acá el viento y el oleaje. Y Júpiter te manda que á tal varón le permitas que se vaya cuanto antes; porque no es su destino morir lejos de los suyos, sino que el hado tiene dispuesto que los vuelva á ver, llegando á su casa de elevada techumbre y á su patria tierra.»

116 Tal dijo. Estremecióse Calipso, la divina entre las diosas, y respondió con estas aladas palabras: «Sois, oh dioses, malignos y celosos como nadie, pues sentís envidia de las diosas que no se recatan de dormir con el hombre á quien han tomado por esposo. Así, cuando la Aurora de rosáceos dedos arrebató á Orión, le tuvisteis envidia vosotros los dioses, que vivís sin cuidados, hasta que la casta Diana, la de trono de oro, lo mató en Ortigia alcanzándole con sus dulces flechas. Asimismo, cuando Ceres, la de hermosas trenzas, cediendo á los impulsos de su corazón, juntóse en amor y cama con Yasión en una tierra noval labrada tres veces, Júpiter, que no tardó en saberlo, mató al héroe hiriéndole con el ardiente rayo. Y así también me tenéis envidia, oh dioses, porque está conmigo un hombre mortal; á quien salvé cuando bogaba sólo y montado en una quilla, después que Júpiter le hendió la nave, en medio del vinoso ponto, arrojando contra la misma el ardiente rayo. Allí acabaron la vida sus fuertes compañeros; mas á él trajéronlo acá el viento y el oleaje. Y le acogí amigablemente, le mantuve y díjele á menudo que le haría inmortal y libre de la vejez para siempre jamás. Pero, ya que no le es posible á ningún dios ni transgredir ni dejar sin efecto la voluntad de Júpiter, que lleva la égida, váyase aquél por el mar estéril, si ése le incita y se lo manda; que yo no le he de despedir—pues no dispongo de naves provistas de remos, ni puedo darle compañeros que le conduzcan por el ancho dorso del mar,—aunque le aconsejaré de muy buena voluntad, sin ocultarle nada, para que llegue sano y salvo á su patria tierra.»

145 Replicóle el mensajero Argicida: «Despídele pronto y teme la cólera de Júpiter; no sea que este dios, irritándose, se ensañe contra ti en lo sucesivo.»

148 En diciendo esto, partió el poderoso Argicida; y la veneranda ninfa, oído el mensaje de Júpiter, fuése á encontrar al magnánimo Ulises. Hallóle sentado en la playa, que allí se estaba, sin que sus ojos se secasen del continuo llanto, y consumía su dulce existencia suspirando por el regreso; pues la ninfa ya no le era grata. Obligado á pernoctar en la profunda cueva, durmiendo con la ninfa que le quería sin que él la quisiese, pasaba el día sentado en las rocas de la ribera del mar y, consumiendo su ánimo en lágrimas, suspiros y dolores, clavaba los ojos en el ponto estéril y derramaba copioso llanto. Y, parándose cerca de él, díjole de esta suerte la divina entre las diosas:

160 «¡Desdichado! No llores más ni consumas tu vida, pues de muy buen grado dejaré que partas. Ea, corta maderos grandes; y, ensamblándolos con el bronce, forma una extensa balsa y cúbrela con piso de tablas, para que te lleve por el obscuro ponto. Yo pondré en ella pan, agua y el rojo vino, regocijador del ánimo, que te librarán de padecer hambre; te daré vestidos y te mandaré próspero viento, á fin de que llegues sano y salvo á tu patria tierra si así lo quieren los dioses que habitan el anchuroso cielo; los cuales me aventajan lo mismo en formar propósitos que en llevarlos á término.»

171 Tal dijo. Estremecióse el paciente divinal Ulises y respondió con estas aladas palabras:

173 «Algo revuelves en tu pensamiento, oh diosa, y no por cierto mi partida, al ordenarme que atraviese en una balsa el gran abismo del mar, tan terrible y peligroso que no lo pasaran fácilmente naves de buenas proporciones, veleras, animadas por un viento favorable que les enviara Jove. Yo no subiría en la balsa, mal de tu grado, si no te resolvieras á prestar firme juramento de que no maquinarás causarme ningún otro pernicioso daño.»

180 De tal suerte habló. Sonrióse Calipso, la divina entre las diosas; y, acariciándole con la mano, le dijo estas palabras:

182 «Eres en verdad injusto, aunque no sueles pensar cosas livianas, cuando tales palabras te has atrevido á proferir. Sépanlo la Tierra y desde arriba el anchuroso Cielo y el agua de la Estigia—que es el juramento mayor y más terrible para los bienaventurados dioses:—no maquinaré contra ti ningún pernicioso daño, y pienso y he de aconsejarte cuanto para mí misma discurriera si en tan grande necesidad me viese. Mi intención es justa, y en mi pecho no se encierra un ánimo férreo, sino compasivo.»

192 Cuando así hubo hablado, la divina entre las diosas echó á andar aceleradamente y Ulises fué siguiendo las pisadas de la deidad. Llegaron á la profunda cueva la diosa y el varón, éste se acomodó en la silla de donde se levantara Mercurio y la ninfa sirvióle toda clase de alimentos, así comestibles como bebidas, de los que se mantienen los mortales hombres. Luego sentóse ella enfrente del divinal Ulises, y sirviéronle las criadas ambrosía y néctar. Cada uno echó mano á las viandas que tenía delante; y, apenas se hubieron
¡Desdichado! No llores más, ni consumas tu vida, pues de muy buen grado dejaré que partas
(Canto V, versos 160 y 161.)
saciado de comer y de beber, Calipso, la divina entre las diosas, rompió el silencio y dijo:

203 «¡Laertíada, de jovial linaje! ¡Ulises, fecundo en recursos! Así pues ¿deseas irte en seguida á tu casa y á tu patria tierra? Sé, esto no obstante, dichoso. Pero, si tu inteligencia conociese los males que habrás de padecer fatalmente antes de llegar á tu patria, te quedaras conmigo, custodiando esta morada, y fueras inmortal, aunque estés deseoso de ver á tu esposa de la que padeces soledad todos los días. Yo me jacto de no serle inferior ni en el cuerpo ni en el natural, que no pueden las mortales competir con las diosas ni por su cuerpo ni por su belleza.»

214 Respondióle el ingenioso Ulises: «¡No te enojes conmigo, veneranda deidad! Conozco muy bien que la prudente Penélope te es inferior en belleza y en estatura; siendo ella mortal y tú inmortal y exenta de la vejez. Esto no obstante, deseo y anhelo continuamente irme á mi casa y ver lucir el día de mi vuelta. Y si alguno de los dioses quisiera aniquilarme en el vinoso ponto, lo sufriré con el ánimo que llena mi pecho y tan paciente es para los dolores; pues he padecido muy mucho así en el mar como en la guerra, y venga este mal tras de los otros.»

225 Así habló. Púsose el sol y sobrevino la obscuridad. Retiráronse entonces á lo más hondo de la profunda cueva; y allí, muy juntos, hallaron en el amor contentamiento.

228 Mas, no bien se mostró la hija de la mañana, la aurora de rosáceos dedos, vistióse Ulises la túnica y el manto; y ella se puso amplia vestidura, fina y hermosa, ciñó el talle con lindo cinturón de oro, veló su cabeza, y ocupóse en disponer la partida del magnánimo Ulises. Dióle una gran segur que pudiera manejar, de bronce, aguda de entrambas partes, con un hermoso astil de olivo bien ajustado; entrególe después una azuela muy pulimentada; y le llevó á un extremo de la isla, donde habían crecido altos árboles—chopos, álamos y el abeto que sube hasta el cielo—todos los cuales estaban secos desde antiguo y eran muy duros y á propósito para mantenerse á flote sobre las aguas. Y tan presto como le hubo enseñado donde crecieran aquellos grandes árboles, Calipso, la divina entre las diosas, volvió á su morada.

243 Ulises se puso á cortar troncos y no tardó en dar fin á su trabajo. Derribó veinte, que desbastó con el bronce, pulió con habilidad y enderezó por medio de un nivel. Calipso, la divina entre las diosas, trájole unos barrenos con los cuales taladró el héroe todas las piezas que unió luego, sujetándolas con clavos y clavijas. Cuan ancho es el redondeado fondo de un buen navío de carga, que hábil artífice construyera, tan grande hizo Ulises la balsa. Labró después la cubierta, adaptándola á espesas vigas y dándole remate con un piso de largos tablones; puso en el centro un mástil con su correspondiente entena, y fabricó un timón para regir la balsa. Á ésta la protegió por todas partes con mimbres entretejidos, que fuesen reparo de las olas, y la lastró con abundante madera. Mientras tanto Calipso, la divina entre las diosas, trájole lienzo para las velas; y Ulises las construyó con gran habilidad. Y, atando en la balsa cuerdas, maromas y bolinas, echóla por medio de unos parales al mar divino.

262 Al cuarto día ya todo estaba terminado, y al quinto despidióle de la isla la divina Calipso, después de lavarlo y de vestirle perfumadas vestiduras. Entrególe la diosa un pellejo de negro vino, otro grande de agua, un saco de provisiones y muchos manjares gratos al ánimo; y mandóle favorable y plácido viento. Gozoso desplegó las velas el divinal Ulises y, sentándose, comenzó á regir hábilmente la balsa con el timón, sin que el sueño cayese en sus párpados, mientras contemplaba las Pléyades, el Bootes, que se pone muy tarde, y la Osa, llamada el Carro por sobrenombre, la cual gira siempre en el mismo lugar, acecha á Orión y es la única que no se baña en el Océano; pues habíale ordenado Calipso, la divina entre las diosas, que tuviera la Osa á la mano izquierda durante la travesía. Diez y siete días navegó, atravesando el mar, y al décimo octavo pudo ver los umbrosos montes del país de los feacios en la parte más cercana, apareciéndosele como un escudo en medio del sombrío ponto.

282 El poderoso Neptuno, que sacude la tierra, regresaba entonces de Etiopía y vió á Ulises de lejos, desde los montes Solimos, pues se le apareció navegando por el ponto. Encendióse en ira la deidad y, sacudiendo la cabeza, habló entre sí de semejante modo:

286 «¡Ah! Sin duda cambiaron los dioses sus propósitos con respecto á Ulises, mientras yo me hallaba entre los etíopes. Ya está junto á la tierra de los feacios donde es fatal que se libre del cúmulo de desgracias que le han alcanzado. Creo, no obstante, que aún habrá de sufrir no pocos males.»

291 Dijo; y, echando mano al tridente, congregó las nubes y turbó el mar; suscitó grandes torbellinos de toda clase de vientos; cubrió de nubes la tierra y el ponto, y la noche cayó del cielo. Soplaron á la vez el Euro, el Noto, el impetuoso Céfiro y el Bóreas que, nacido en el éter, levanta grandes olas. Entonces desfallecieron las rodillas y el corazón de Ulises; y el héroe, gimiendo, á su magnánimo espíritu así le hablaba:

299 «¡Ay de mí, desdichado! ¿Qué es lo que, por fin, me va á suceder? Temo que resulten verídicas las predicciones de la diosa, la cual me aseguraba que había de pasar grandes trabajos en el ponto antes de volver á la patria tierra, pues ahora todo se está cumpliendo. ¡Con qué nubes ha cerrado Júpiter el anchuroso cielo! Y ha conturbado el mar; y arrecian los torbellinos de toda clase de vientos. Ahora me espera, á buen seguro, una terrible muerte. ¡Oh, una y mil veces dichosos los dánaos que perecieron en la vasta Troya, luchando para complacer á los Atridas! ¡Así hubiese muerto también, cumpliéndose mi destino, el día en que multitud de teucros me arrojaban broncíneas lanzas junto al cadáver del Pelida! Allí obtuviera honras fúnebres y los aqueos ensalzaran mi gloria; pero dispone el hado que yo sucumba con deplorable muerte.»

313 Mientras esto decía, vino una grande ola que desde lo alto cayó horrendamente sobre Ulises é hizo que la balsa zozobrara. Fué arrojado el héroe lejos de la balsa, sus manos dejaron el timón, llegó un horrible torbellino de mezclados vientos que rompió el mástil por la mitad, y la vela y la entena cayeron en el ponto á gran distancia. Mucho tiempo permaneció Ulises sumergido, que no pudo salir á flote inmediatamente por el gran ímpetu de las olas y porque le apesgaban los vestidos que le había entregado la divinal Calipso. Emergió, por fin, despidiendo de la boca el agua amarga que asimismo le corría de la cabeza en sonoros chorros. Mas, aunque fatigado, no se olvidó de la balsa; sino que, moviéndose con vigor por entre las olas, la asió y sentóse en medio para evitar la muerte. El gran oleaje llevaba la balsa de acá para allá, según la corriente. Del mismo modo que el otoñal Bóreas arrastra por la llanura unos vilanos, que entre sí se entretejen espesos; así los vientos conducían la balsa por el piélago, de acá para allá: unas veces el Noto la arrojaba al Bóreas, para que se la llevase, y en otras ocasiones el Euro la cedía al Céfiro á fin de que éste la persiguiera.

333 Pero vióle Ino Leucotea, hija de Cadmo, la de pies hermosos, que antes había sido mortal dotada de voz y entonces, residiendo en lo hondo del mar, disfrutaba de honores divinos. Y como se apiadara de Ulises, al contemplarle errabundo y abrumado por la fatiga, transfiguróse en mergo, salió volando del abismo del mar y, posándose en la balsa construída con muchas ataduras, díjole estas palabras:

339 «¡Desdichado! ¿Por qué Neptuno, que sacude la tierra, se airó tan fieramente contigo y te está suscitando numerosos males? No logrará anonadarte por mucho que lo anhele. Haz lo que voy á decir, pues me figuro que no te falta prudencia: quítate esos vestidos, deja la balsa para que los vientos se la lleven y, nadando con las manos, procura llegar á la tierra de los feacios, donde el hado ha dispuesto que te salves. Toma, extiende este velo inmortal debajo de tu pecho y no temas padecer, ni morir tampoco. Y así que toques con tus manos la tierra firme, quítatelo y arrójalo en el vinoso ponto, volviéndote á otro lado.»

351 Dichas estas palabras, la diosa le entregó el velo y, transfigurada en mergo, tornó á sumergirse en el undoso ponto y las negruzcas olas la cubrieron. Mas el paciente divinal Ulises estaba indeciso y, gimiendo, habló de esta guisa á su corazón magnánimo:

356 «¡Ay de mí! No sea que alguno de los inmortales me tienda un lazo, cuando me da la orden de que desampare la balsa. No obedeceré todavía, que con mis ojos veo que está muy lejana la tierra donde, según afirman, he de hallar refugio; antes procederé de esta suerte por ser, á mi juicio, lo mejor: mientras los maderos estén sujetados por las clavijas, seguiré aquí y sufriré los males que haya de padecer, y luego que las olas deshagan la balsa me pondré á nadar; pues no se me ocurre nada más provechoso.»

365 Tales cosas revolvía en su mente y en su corazón, cuando Neptuno, que sacude la tierra, alzó una oleada tremenda, difícil de resistir, alta como un techo, y llevóla contra el héroe. De la suerte que impetuoso viento revuelve un montón de pajas secas, dispersándolas por este y por el otro lado; de la misma manera desbarató la ola los grandes leños de la balsa. Pero Ulises asió uno de los tablones y se puso á caballo en él; desnudóse los vestidos que la divinal Calipso le entregara, extendió prestamente el velo debajo de su pecho y se dejó caer en el agua boca abajo, con los brazos abiertos, deseoso de nadar. Vióle el poderoso dios que sacude la tierra y, moviendo la cabeza, habló entre sí de semejante modo:

377 «Ahora, que has padecido tantos males, vaga por el ponto hasta que llegues á juntarte con esos hombres, alumnos de Júpiter. Se me figura que ni aun así te parecerán pocas tus desgracias.»

380 Dicho esto, picó con el látigo á los corceles y se fué á Egas, donde posee ínclita morada.

382 Entonces Minerva, hija de Júpiter, ordenó otra cosa. Cerró el camino á los vientos, y les mandó que se sosegaran y durmieran; y, haciendo soplar el rápido Bóreas, quebró las olas hasta que Ulises, de jovial linaje, librándose de la muerte y de las Parcas, llegase á los feacios, amantes de manejar los remos.

388 Dos días con sus noches anduvo errante el héroe sobre las densas olas, y su corazón presagióle la muerte en repetidos casos. Mas, tan luego como la Aurora, de hermosas trenzas, dió principio al tercer día, cesó el vendaval, reinó sosegada calma y Ulises pudo ver, desde lo alto de una ingente ola y aguzando mucho la vista, que la tierra se hallaba cerca. Cuan grata se les presenta á los hijos la vida de un padre que estaba postrado por la enfermedad y padecía graves dolores, consumiéndose desde largo tiempo á causa de la persecución de infesto numen, si los dioses le libran felizmente del mal; tan agradable apareció para Ulises la tierra y el bosque. Nadaba, pues, esforzándose por asentar el pie en tierra firme; mas, así que estuvo tan cercano á la orilla que hasta ella hubiesen llegado sus gritos, oyó el estrépito con que en las peñas se rompía el mar. Bramaban las inmensas olas, azotando horrendamente la árida costa, y todo estaba cubierto de salada espuma; pues allí no había puertos, donde las naves se acogiesen, ni siquiera ensenadas, sino orillas abruptas, rocas y escollos. Entonces desfallecieron las rodillas y el corazón de Ulises; y el héroe, gimiendo, á su magnánimo espíritu así le hablaba:

408 «¡Ay de mí! Después que Júpiter me concedió que viese inesperada tierra, y acabé de surcar este abismo, ningún paraje descubro por donde consiga salir del albo mar. Por defuera hay agudos peñascos á cuyo alrededor braman las olas impetuosamente, y la roca se levanta lisa; y aquí es el mar tan hondo que no puedo afirmar los pies para librarme del mal. No sea que, cuando me disponga á salir, ingente ola me arrebate y dé conmigo en el pétreo peñasco; y resulte inútil mi intento. Mas, si voy nadando, en busca de una playa ó de un puerto de mar, temo que nuevamente me arrebate la tempestad y me lleve al ponto, abundante en peces, haciéndome proferir hondos suspiros; ó que una deidad incite contra mí algún monstruo marino, como los que cría en gran abundancia la ilustre Anfitrite; pues sé que el ínclito dios que bate la tierra está enojado conmigo.»

424 Mientras tales pensamientos revolvía en su mente y en su corazón, una oleada lo llevó á la áspera ribera. Allí se habría desgarrado la piel y roto los huesos, si Minerva, la deidad de los brillantes ojos, no le hubiese sugerido en el ánimo lo que llevó á efecto: lanzóse á la roca, la asió con ambas manos y, gimiendo, permaneció adherido
Vaga por el ponto, le dijo Neptuno, hasta que llegues á juntarte
con esos hombres alumnos de Júpiter
(Canto V, versos 377 y 378.)
á la misma hasta que la enorme ola hubo pasado. De esta suerte la evitó; mas, al refluir, dióle tal acometida, que lo echó en el ponto y bien adentro. Así como el pulpo, cuando lo sacan de su escondrijo, lleva pegadas á los tentáculos muchas pedrezuelas; así, la piel de las fornidas manos de Ulises se desgarró y quedó en las rocas, mientras le cubría inmensa ola. Y allí acabara el infeliz Ulises, contra lo dispuesto por el hado, si Minerva, la deidad de los brillantes ojos, no le inspirara prudencia. Salió á flote y, apartándose de las olas que se rompen con estrépito en la ribera, nadó á lo largo de la orilla, mirando á la tierra, por si hallaba alguna playa ó un puerto de mar. Mas, como llegase, nadando, á la boca de un río de hermosa corriente, el lugar parecióle óptimo por carecer de rocas y formar un reparo contra el viento. Y conociendo que era un río que desembocaba, suplicóle así en su corazón:

445 «¡Óyeme, oh soberano, quienquiera que seas! Vengo á ti, tan deseado, huyendo del ponto y de las amenazas de Neptuno. Es digno de respeto aun para los inmortales dioses el hombre que se presenta errabundo, como llego ahora á tu corriente y á tus rodillas después de pasar muchos trabajos. ¡Oh rey, apiádate de mí, ya que me glorío de ser tu suplicante!»

451 Tales fueron sus palabras. En seguida suspendió el río su corriente, apaciguó las olas, hizo reinar la calma delante de sí y salvó á Ulises en la desembocadura. El héroe dobló entonces las rodillas y los fuertes brazos, pues su corazón estaba fatigado de luchar con el ponto. Tenía Ulises todo el cuerpo hinchado, de su boca y de su nariz manaba en abundancia el agua del mar; y, falto de aliento y de voz, quedóse tendido y sin fuerzas porque el terrible cansancio le abrumaba. Cuando ya respiró y volvió en su acuerdo, desató el velo de la diosa y arrojólo en el río, que corría hacia el mar: llevóse el velo una ola grande en la dirección de la corriente y pronto Ino lo tuvo en sus manos. Ulises se apartó del río, echóse al pie de unos juncos, besó la fértil tierra y, gimiendo, á su magnánimo espíritu así le hablaba:

465 «¡Ay de mí! ¿Qué no padezco? ¿Qué es lo que al fin me va á suceder? Si paso la molesta noche junto al río, quizás la dañosa helada y el fresco rocío me acaben; pues estoy tan débil que apenas puedo respirar, y una brisa glacial viene del río antes de rayar el alba. Y si subo al collado y me duermo entre los espesos arbustos de la selva umbría, como me dejen el frío y el cansancio y me venga dulce sueño, temo ser presa y pasto de las fieras.»

474 Después de meditarlo, se le ofreció como mejor el último partido. Fuése, pues, á la selva que halló cerca del agua, en un altozano, y metióse debajo de dos arbustos que habían nacido en un mismo lugar y eran un acebuche y un olivo. Ni el húmedo soplo de los vientos pasaba á través de ambos, ni el resplandeciente sol los hería con sus rayos, ni la lluvia los penetraba del todo: tan espesos y entrelazados habían crecido. Debajo de ellos se introdujo Ulises y al instante aparejóse con sus manos ancha cama, pues había tal abundancia de hojas secas que bastaran para abrigar á dos ó tres hombres en lo más fuerte del invierno por riguroso que fuese. Mucho holgó de verlas el paciente divinal Ulises, que se acostó en medio y se cubrió con multitud de las mismas. Así como el que vive en remoto campo y no tiene vecinos, esconde un tizón en la negra ceniza para conservar el fuego y no tener que ir á encenderlo á otra parte; de esta suerte se cubrió Ulises con la hojarasca. Y Minerva infundióle en los ojos dulce sueño y le cerró los párpados para que cuanto antes se librara del penoso cansancio.