La Odisea (Luis Segalá y Estalella)/Canto IV

La Odisea (1910)
de Homero
traducción de Luis Segalá y Estalella
ilustración de Flaxman, Walter Paget
Canto IV
Nota: Se respeta la ortografía original de la época
Minerva manda á Penélope un fantasma semejante á Iftima, para decirle que Telémaco
volverá sano y salvo


CANTO IV
LO DE LACEDEMONIA


1 Apenas llegaron á la vasta y cavernosa Lacedemonia, fuéronse derechos á la mansión del glorioso Menelao y halláronle con muchos amigos, celebrando el banquete de la doble boda de su hijo y de su hija ilustre. Á ésta la enviaba al hijo de Aquiles, el desbaratador de escuadrones; pues allá en Troya prestó su asentimiento y prometió entregársela, y los dioses hicieron que por fin las nupcias se llevasen al cabo. Mandábala, pues, con caballos y carros, á la ínclita ciudad de los mirmidones donde aquél reinaba. Y al propio tiempo casaba con una hija de Aléctor, llegada de Esparta, á su hijo, el fuerte Megapentes, que ya en edad madura había procreado en una esclava; pues á Helena no le concedieron las deidades otra prole que la amable Hermione, la cual tenía la belleza de la dorada Venus.

15 Así se holgaban en celebrar el festín, dentro del gran palacio de elevada techumbre, los vecinos y amigos del glorioso Menelao. Un divinal aedo estábales cantando al son de la cítara y, tan pronto como tocaba el preludio, dos saltadores hacían cabriolas en medio de la muchedumbre.

20 Entonces fué cuando los dos jóvenes, el héroe Telémaco y el preclaro hijo de Néstor, detuvieron los corceles en el vestíbulo del palacio. Vióles, saliendo del mismo, el noble Eteoneo, diligente servidor del ilustre Menelao, y fuése por la casa á dar la nueva al pastor de hombres. Y, en llegando á su presencia, le dijo estas aladas palabras:

26 «Dos hombres acaban de llegar, oh Menelao alumno de Júpiter, dos varones que se asemejan á los descendientes del gran Jove. Dime si hemos de desuncir sus veloces corceles ó enviarlos á alguien que les dé amistoso acogimiento.»

30 Replicóle, poseído de vehemente indignación, el rubio Menelao: «Antes no eras tan simple, Eteoneo Boetida; mas ahora dices tonterías como un muchacho. También nosotros, hasta que logramos volver acá, comimos frecuentemente en la hospitalaria mesa de otros varones; y quiera Júpiter librarnos de la desgracia para en adelante. Desunce los caballos de los forasteros y hazles entrar á fin de que participen del banquete.»

37 Tal dijo. Eteoneo salió corriendo del palacio y llamó á otros diligentes servidores para que le acompañaran. Al punto desuncieron los corceles, que sudaban debajo del yugo, los ataron á sus pesebres y les echaron espelta, mezclándola con blanca cebada; arrimaron el carro á las relucientes paredes, é introdujeron á los huéspedes en aquella divinal morada. Ellos caminaban absortos viendo el palacio del rey, alumno de Júpiter; pues resplandecía con el brillo del sol ó de la luna la mansión excelsa del glorioso Menelao. Después que se saciaron de contemplarla con sus ojos, fueron á lavarse en unos baños muy pulidos. Y una vez lavados y ungidos con aceite por las esclavas, que les pusieron túnicas y lanosos mantos, acomodáronse en sillas junto al Atrida Menelao. Una esclava dióles aguamanos, que traía en magnífico jarro de oro y vertió en fuente de plata, y colocó delante de ellos una pulimentada mesa. La veneranda despensera trájoles pan y dejó en la mesa buen número de manjares, obsequiándoles con los que tenía reservados. El trinchante sirvióles platos de carne de todas suertes y puso á su alcance áureas copas. Y el rubio Menelao, saludándolos con la mano, les habló de esta manera:

60 «Tomad manjares, refocilaos; y después que hayáis comido os preguntaremos cuáles sois de los hombres. Pues el linaje de vuestros padres no se ha perdido seguramente en la obscuridad y debéis de ser hijos de reyes, alumnos de Júpiter, que llevan cetro; ya que de unos viles no nacerían semejantes varones.»

65 Así dijo; y les presentó con sus manos un pingüe lomo de buey asado, que para honrarle le habían servido. Aquéllos echaron mano á las viandas que tenían delante. Y cuando hubieron satisfecho las ganas de comer y de beber, Telémaco habló así al hijo de Néstor, acercando la cabeza para que los demás no se enteraran:

71 «Observa, oh Nestórida carísimo á mi corazón, el resplandor del bronce en el sonoro palacio; y también el del oro, del electro, de la plata y del marfil. Así debe de ser por dentro la morada de Júpiter Olímpico. ¡Cuántas cosas inenarrables! Me quedo atónito al contemplarlas.»

76 Y el rubio Menelao, comprendiendo lo que aquél decía, les habló con estas aladas palabras:

78 «¡Hijos amados! Ningún mortal puede competir con Júpiter, cuyas moradas y posesiones son eternas; mas entre los hombres habrá quien rivalice conmigo y quien no me iguale en las riquezas que traje en mis bajeles, cumplido el año octavo, después de haber padecido y vagado mucho, como que en mis peregrinaciones fuí á Chipre, á Fenicia, á los egipcios, á los etíopes, á los sidonios, á los erembos y á Libia, donde los corderitos echan cuernos muy pronto y las ovejas paren tres veces en un año. Allí nunca les falta, ni al amo ni al pastor, ni queso, ni carnes, ni dulce leche, pues las ovejas están en disposición de ser ordeñadas en cualquier tiempo. Mientras yo andaba perdido por aquellas tierras y juntaba muchos bienes, otro me mató el hermano á escondidas, de súbito, con engaño que hubo de tramar su perniciosa mujer; y por esto vivo ahora sin alegría entre estas riquezas que poseo. Sin duda habréis oído relatar tales cosas á vuestros padres, sean quienes fueren, pues padecí muchísimo y arruiné una magnífica casa, muy buena para ser habitada, que contenía abundantes y preciosos bienes. Ojalá morara en este palacio con sólo la tercia parte de lo que tengo, y se hubiesen salvado los que perecieron en la vasta Troya, lejos de Argos, la criadora de corceles. Mas, si bien lloro y me apesadumbro por todos—muchas veces, sentado en la sala, ya recreo mi ánimo con las lágrimas, ya dejo de hacerlo porque cansa muy pronto el terrible llanto,—por nadie vierto tal copia de lágrimas ni me aflijo de igual suerte como por uno, y en acordándome de él aborrezco el dormir y el comer, porque ningún aqueo padeció lo que Ulises hubo de sufrir y pasar: para él habían de ser los dolores y para mí una pesadumbre continua é inolvidable á causa de su prolongada ausencia y de la ignorancia en que nos hallamos de si vive ó ha muerto. Y seguramente le lloran el viejo Laertes, la discreta Penélope y Telémaco, á quien dejó en su casa recién nacido.»

113 Así habló, é hizo que Telémaco sintiera el deseo de llorar por su padre: al oir lo de su progenitor, desprendióse de sus ojos una lágrima que cayó en tierra; y entonces, levantando con ambas manos el purpúreo manto, se lo puso ante el rostro. Menelao lo advirtió y estuvo indeciso en su mente y en su corazón entre esperar á que él mismo hiciera mención de su padre, ó interrogarle previamente é irle probando en cada cosa.

120 Mientras tales pensamientos revolvía en su mente y en su corazón, salió Helena de su perfumada estancia de elevado techo, semejante á Diana, la que lleva arco de oro. Púsole Adrasta un sillón hermosamente construído, sacóle Alcipe un tapete de mórbida lana y trájole Filo el canastillo de plata que le había dado Alcandra, mujer de Pólibo, el cual moraba en Tebas la de Egipto en cuyas casas hay gran riqueza.—Pólibo regaló á Menelao dos argénteas bañeras, dos trípodes y diez talentos de oro; y por separado dió la mujer á Helena estos hermosos presentes: una rueca de oro y un canastillo redondo, de plata, con los bordes de oro.—La esclava dejó, pues, el canastillo repleto de hilo ya devanado; y puso encima la rueca con lana de color violáceo. Sentóse Helena en el sillón, que estaba provisto de un escabel para los pies, y al momento interrogó á su marido con estas palabras:

138 «¿Sabemos ya, oh Menelao, alumno de Júpiter, quiénes se glorían de ser esos hombres que han venido á nuestra morada? ¿Me engañaré ó será verdad lo que voy á decir? El corazón me ordena hablar. Jamás vi persona alguna, ni hombre, ni mujer, tan parecida á otra—¡me quedo atónita al contemplarlo!—como éste se asemeja al hijo del magnánimo Ulises, á Telémaco, á quien dejara recién nacido en su casa cuando los aqueos fuisteis por mí, cara de perra, á empeñar rudos combates con los troyanos.»

147 Respondióle el rubio Menelao: «Ya se me había ocurrido, oh mujer, lo que supones; que tales eran los pies de aquél, y las manos, y el mirar de los ojos, y la cabeza, y el pelo que la cubría. Ahora mismo, acordándome de Ulises, les relataba cuantos trabajos sufrió por mi causa, y ése comenzó á verter amargas lágrimas y se puso ante los ojos el purpúreo manto.»

155 Entonces Pisístrato Nestórida habló diciendo: «¡Menelao Atrida, alumno de Júpiter, príncipe de hombres! En verdad que es hijo de quien dices, pero tiene discreción y no cree decoroso, habiendo llegado por vez primera, decir palabras frívolas delante de ti, cuya voz escuchamos con el mismo placer que si fuese la de alguna deidad. Con él me ha enviado Néstor, el caballero gerenio, para que le acompañe, pues deseaba verte á fin de que le aconsejaras lo que ha de decir ó llevar al cabo; que muchos males padece en su casa el hijo cuyo padre está ausente, si no tiene otras personas que le auxilien como ahora le ocurre á Telémaco: fuése su padre y no hay en todo el pueblo quien pueda librarle del infortunio.»

168 Respondióle el rubio Menelao: «¡Oh dioses! Ha llegado á mi casa el hijo del caro varón que por mí sostuvo tantas y tan trabajosas luchas y á quien me había propuesto amar, cuando volviese, más que á ningún otro de los argivos, si el longividente Júpiter Olímpico permitía que nos restituyéramos á la patria, atravesando el mar con las veloces naves. Y le asignara una ciudad en Argos, para que la habitase, y le labrara un palacio, trayéndolo de Ítaca á él con sus riquezas y su hijo y todo el pueblo, después de hacer evacuar una sola de las ciudades circunvecinas sobre las cuales se ejerce mi imperio. Y nos hubiésemos tratado frecuentemente y, siempre amigos y dichosos, nada nos habría separado hasta que se extendiera sobre nosotros la nube sombría de la muerte. Mas de esto debió de tener envidia el dios que ha privado á aquel infeliz, á él tan sólo, de tornar á la patria.»

183 Así dijo, y á todos les excitó el deseo del llanto. Lloraba la argiva Helena, hija de Júpiter; lloraban Telémaco y Menelao Atrida; y el hijo de Néstor no se quedó con los ojos muy enjutos de lágrimas, pues le volvía á la memoria el irreprochable Antíloco á quien matara el hijo ilustre de la resplandeciente Aurora. Y, acordándose del mismo, pronunció estas aladas palabras:

190 «¡Atrida! Decíanos el anciano Néstor, siempre que en el palacio se hablaba de ti, conversando los unos con los otros, que en prudencia excedes á los demás mortales. Pues ahora pon en práctica, si posible fuere, este mi consejo. Yo no gusto de lamentarme en la cena; pero, cuando apunte la Aurora, hija de la mañana, no llevaré á mal que se llore á aquel que haya muerto en cumplimiento de su destino, porque tan sólo esta honra les queda á los míseros mortales: que los suyos se corten la cabellera y surquen con lágrimas las mejillas. También murió mi hermano, que no era ciertamente el peor de los argivos; y tú le debiste conocer—yo ni estuve allá, ni llegué á verle—y dicen que descollaba entre todos, así en la carrera como en las batallas.»

203 Respondióle el rubio Menelao: «¡Amigo! Has hablado como lo hiciera un varón sensato que tuviese más edad. De tal padre eres hijo, y por esto te expresas con gran prudencia. Fácil es conocer la prole del varón á quien el Saturnio tiene destinada la dicha desde que se casa ó desde que ha nacido; como ahora concedió á Néstor constantemente, todos los días, que disfrute de placentera vejez en el palacio y que sus hijos sean discretos y sumamente hábiles en manejar la lanza. Pongamos fin al llanto que ahora hicimos, tornemos á acordarnos de la cena, y dennos agua á las manos.»

216 Así habló. Dióles aguamanos Asfalión, diligente servidor del glorioso Menelao, y acto continuo echaron mano á las viandas que tenían delante.

219 Entonces Helena, hija de Júpiter, ordenó otra cosa. Echó en el vino que estaban bebiendo una droga contra el llanto y la cólera, que hacía olvidar todos los males. Quien la tomare, después de mezclarla en la cratera, no logrará que en todo el día le caiga una sola lágrima en las mejillas, aunque con sus propios ojos vea morir á su padre y á su madre ó degollar con el bronce á su hermano ó á su mismo hijo. Tan excelentes y bien preparadas drogas guardaba en su poder la hija de Júpiter por habérselas dado la egipcia Polidamna, mujer de Ton, cuya fértil tierra produce muchísimas, y la mezcla de unas es saludable y la de otras nociva. Allí cada individuo es un médico que descuella por su saber entre todos los hombres, porque vienen del linaje de Peón. Y Helena, al punto que hubo echado la droga, mandó escanciar el vino y volvió á hablarles de esta manera:

235 «¡Atrida Menelao, alumno de Júpiter, y vosotros, hijos de nobles varones! En verdad que el dios Júpiter, como lo puede todo, ya nos manda bienes, ya nos envía males; comed ahora, sentados en esta sala, y deleitaos con la conversación, que yo os diré cosas oportunas. No podría narrar ni referir todos los trabajos del paciente Ulises y contaré tan sólo esto, que el fuerte varón realizó y sufrió en el pueblo troyano donde tantos males padecisteis los aqueos. Infirióse vergonzosas heridas, echóse á la espalda unos viles harapos, como si fuera un siervo, y se entró por la ciudad de anchas calles donde sus enemigos habitaban. Así, encubriendo su ser, transfigurado en otro hombre que parecía un mendigo, quien no era tal ciertamente junto á las naves aqueas, fué como penetró en la ciudad de Troya. Todos se dejaron engañar y yo sola le reconocí é interrogué, pero él con sus mañas se me escabullía. Mas cuando lo hube lavado y ungido con aceite, y le entregué un vestido, y le prometí con firme juramento que á Ulises no se le descubriría á los troyanos hasta que llegara nuevamente á las tiendas y á las veleras naves, entonces me refirió todo lo que tenían proyectado los aqueos. Y después de matar con el bronce de larga punta á buen número de troyanos, volvió á los argivos, llevándose el conocimiento de muchas cosas. Prorrumpieron las troyanas en fuertes sollozos, y á mí el pecho se me llenaba de júbilo porque ya sentía en mi corazón el deseo de volver á mi casa y deploraba el error en que me pusiera Venus cuando me condujo allá, lejos de mi patria, y hube de abandonar á mi hija, el tálamo y un marido que á nadie le cede ni en inteligencia ni en gallardía.»

265 Respondióle el rubio Menelao: «Sí, mujer, con gran exactitud lo has contado. Conocí el modo de pensar y de sentir de muchos héroes, pues llevo recorrida gran parte de la tierra; pero mis ojos jamás pudieron dar con un hombre que tuviera el corazón de Ulises, de ánimo paciente. ¡Qué no hizo y sufrió aquel fuerte varón en el caballo de pulimentada madera, cuyo interior ocupábamos los mejores argivos para llevar á los troyanos la carnicería y la muerte! Viniste tú en persona—pues debió de moverte algún numen que anhelaba dar gloria á los troyanos—y te seguía Deífobo, semejante á los dioses. Tres veces rodeaste, tocando la hueca emboscada y llamando por su nombre á los mejores argivos de cuyas mujeres remedabas la voz. Yo y el Tidida, que con el divinal Ulises estábamos en el centro, te oímos cuando nos llamaste y queríamos salir ó responder desde dentro; mas Ulises lo impidió y nos contuvo á pesar de nuestro deseo. Entonces todos guardaron silencio y sólo Anticlo deseaba contestar, pero Ulises tapóle la boca con sus robustas manos y salvó á todos los aqueos con sujetarle continuamente hasta que te apartó de allí Palas Minerva.»

290 Replicóle el prudente Telémaco: «¡Atrida Menelao, alumno de Júpiter, príncipe de hombres! Más doloroso es que sea así, pues ninguna de estas cosas le libró de una muerte deplorable, ni la evitara aunque tuviese un corazón de hierro. Mas, ea, mándanos á la cama para que, acostándonos, nos regalemos con el dulce sueño.»

296 Dijo. La argiva Helena mandó á las esclavas que pusieran lechos debajo del pórtico, los proveyesen de hermosos cobertores de púrpura, extendiesen por encima colchas, y dejasen en ellos afelpadas túnicas para abrigarse. Las doncellas salieron del palacio con hachas encendidas y aderezaron las camas, y un heraldo acompañó á los huéspedes. Así se acostaron en el vestíbulo de la casa el héroe Telémaco y el ilustre hijo de Néstor; mientras que el Atrida durmió en el interior de la excelsa morada y junto á él Helena, la de largo peplo, la divina sobre todas las mujeres.

306 Mas, al punto que apareció la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, Menelao, valiente en el combate, se levantó de la cama, púsose sus vestidos, colgóse al hombro la aguda espada, calzó sus blancos pies con hermosas sandalias y, parecido á un dios, salió de la habitación, fué á sentarse junto á Telémaco, llamóle y así le dijo:

312 «¡Héroe Telémaco! ¿Qué necesidad te ha obligado á venir aquí, á la divina Lacedemonia, por el ancho dorso del mar? ¿Es un asunto del pueblo ó propio tuyo? Dímelo francamente.»

315 Respondióle el prudente Telémaco: «¡Atrida Menelao, alumno de Júpiter, príncipe de hombres! He venido por si me pudieres dar alguna nueva de mi padre. Consúmese todo lo de mi casa y se pierden las ricas heredades: el palacio está lleno de hombres malévolos que, pretendiendo á mi madre y portándose con gran insolencia, matan continuamente las ovejas de mis copiosos rebaños y los flexípedes bueyes de retorcidos cuernos. Por tal razón vengo á abrazar tus rodillas, por si quisieras contarme la triste muerte de aquél, ora la hayas visto con tus ojos, ora la hayas oído referir á algún peregrino, que muy sin ventura lo parió su madre. Y nada atenúes por respeto ó compasión que me tengas; al contrario, entérame bien de lo que hayas visto. Yo te lo ruego: si mi padre, el noble Ulises, te cumplió algún día su palabra ó llevó al cabo una acción que te hubiese prometido, allá en el pueblo de los troyanos donde tantos males padecisteis los aqueos, acuérdate de la misma y dime la verdad de lo que te pregunto.»

332 Y el rubio Menelao le contestó indignadísimo: «¡Oh dioses! En verdad que pretenden dormir en la cama de un varón muy esforzado aquellos hombres tan cobardes. Así como una cierva puso sus hijuelos recién nacidos en la guarida de un bravo león y fuése á pacer por los bosques y los herbosos valles, y el león volvió á la madriguera y dió á entrambos cervatillos indigna muerte; de semejante modo también Ulises les ha de dar á aquéllos vergonzosa muerte. Ojalá se mostrase, ¡oh padre Júpiter, Minerva, Apolo!, tal como era cuando en la bien construída Lesbos se levantó contra el Filomelida, en una disputa, y luchó con él, y lo derribó con ímpetu, de lo cual se alegraron todos los aqueos; si, mostrándose tal, se encontrara Ulises con los pretendientes, fuera corta la vida de éstos y las bodas les resultarían muy amargas. Pero en lo que me preguntas y suplicas que te cuente, no querría apartarme de la verdad ni engañarte; y de cuantas cosas me refirió el veraz anciano de los mares, no te callaré ni ocultaré ninguna.

351 »Los dioses me habían detenido en Egipto, á pesar de mi anhelo de volver acá, por no haberles sacrificado hecatombes perfectas; que las deidades quieren que no se nos vayan de la memoria sus mandamientos. Hay en el alborotado ponto una isla, enfrente del Egipto, que la llaman Faro y se halla tan lejos de él cuanto puede andar en todo el día una cóncava embarcación si la empuja sonoro viento. Tiene la isla un puerto magnífico desde el cual echan al ponto las bien proporcionadas naves, después de hacer aguada en un manantial profundo. Allí me tuvieron los dioses veinte días, sin que se alzaran los vientos favorables que soplan en el mar y conducen los navíos por su ancho dorso. Ya todos los bastimentos se me iban agotando y también menguaba el ánimo de los hombres; pero me salvó una diosa que tuvo piedad de mí: Idotea, hija del fuerte Proteo, el anciano de los mares; la cual, sintiendo conmovérsele el corazón, se me hizo encontradiza mientras vagaba solo y apartado de mis hombres, que andaban continuamente por la isla pescando con corvos anzuelos, pues el hambre les atormentaba el vientre. Paróse Idotea y díjome estas palabras:

371 «¡Forastero! ¿Eres así, tan simple é inadvertido? ¿Ó te abandonas voluntariamente y te huelgas de pasar dolores, puesto que detenido en la isla, desde largo tiempo, no hallas medio de poner fin á semejante situación á pesar de que ya desfallece el ánimo de tus amigos?»

375 »Tal habló, y le respondí de este modo: «Te diré, seas cual fueres de las diosas, que no estoy detenido por mi voluntad; sino que debo de haber pecado contra los inmortales que habitan el anchuroso cielo. Mas revélame—ya que los dioses lo saben todo—cuál de los inmortales me detiene y me cierra el camino, y cómo podré llegar á la patria, atravesando el mar en peces abundoso.»

382 »Así le hablé. Contestóme en el acto la divina entre las diosas: «¡Oh forastero! Voy á informarte con gran sinceridad. Frecuenta este sitio el veraz anciano de los mares, el inmortal Proteo egipcio, que conoce las honduras de todo el mar y es servidor de Neptuno: dicen que es mi padre, que fué él quien me engendró. Si, poniéndote en asechanza, lograres agarrarlo de cualquier manera, te diría el camino que has de seguir, cuál será su duración y cómo podrás restituirte á la patria, atravesando el mar en peces abundoso. Y también te relataría, oh alumno de Júpiter, si deseares saberlo, lo malo ó lo bueno que haya ocurrido en tu casa desde que te ausentaste para hacer este viaje largo y difícil.»

394 »Tales fueron sus palabras; y le contesté diciendo: «Enséñame tú la asechanza que he de tender al divinal anciano: no sea que me descubra antes de tiempo ó llegue á conocer mi propósito, y se escape; que es muy difícil para un hombre mortal sujetar á un dios.»

398 »Así le dije, y respondióme la divina entre las diosas: «¡Oh forastero! Voy á instruirte con gran sinceridad. Cuando el sol, siguiendo su curso, llega al centro del cielo, el veraz anciano de los mares, oculto por negras y encrespadas olas, salta en tierra al soplo del Céfiro. En seguida se acuesta en honda gruta y á su alrededor se ponen á dormir, todas juntas, las focas de natátiles pies, hijas de la hermosa Halosidne, que salen del espumoso mar exhalando el acerbo olor del mar profundísimo. Allí he de llevarte, al romper el día, á fin de que te pongas acostado y contigo los tuyos por el debido orden; que para ello escogerás tres compañeros, los mejores que tengas en las naves de muchos bancos. Voy á decirte todas las astucias del anciano. Primero contará las focas, paseándose por entre ellas; y, después de contarlas de cinco en cinco y de mirarlas todas, se acostará en el centro como un pastor en medio del ganado. Tan pronto como le viereis dormido, cuidad de tener fuerza y valor, y sujetadle allí mismo aunque desee é intente escaparse. Entonces probará de convertirse en todos los seres que se arrastran por la tierra, y en agua, y en ardentísimo fuego; pero vosotros tenedle con firmeza y apretadle más. Y cuando te interrogue con palabras, mostrándose tal como lo visteis dormido, abstente de emplear la violencia: deja libre al anciano, oh héroe, y pregúntale cuál de las deidades se te opone y cómo podrás volver á la patria, atravesando el mar en peces abundoso.»

425 »Cuando esto hubo dicho, sumergióse en el agitado ponto. Yo me encaminé á las naves, que se hallaban sobre las arenas del
Salvóme una diosa, Idotea, la cual me salió al encuentro y me dijo...
(Canto IV, versos 364 á 370.)
litoral, mientras mi corazón revolvía muchos propósitos. Apenas hube llegado á mi bajel y al mar, aparejamos la cena; vino en seguida la divinal noche y nos acostamos en la playa. Y, así que se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, me fuí á la orilla del mar, de anchos caminos, haciendo fervientes súplicas á los dioses; y me llevé los tres compañeros en quienes tenía más confianza para cualquier empresa.

435 »En tanto, la diosa, que se había sumergido en el vasto seno del mar, sacó cuatro pieles de focas recientemente desolladas; pues con ellas pensaba urdir la asechanza contra su padre. Y, habiendo cavado unos hoyos en la arena de la playa, nos aguardaba sentada. No bien llegamos, hizo que nos tendiéramos por orden dentro de los hoyos y nos echó encima sendas pieles de foca. Fué la tal asechanza molesta en extremo, pues el malísimo hedor de las focas, criadas en el mar, nos abrumaba terriblemente. ¿Quién podría acostarse junto á un monstruo marino? Pero ella nos salvó con idear un gran remedio: nos puso en las narices algo de ambrosía, la cual, despidiendo olor suave, quitó el hedor de aquellos monstruos. Toda la mañana estuvimos esperando con ánimo paciente; hasta que al fin las focas salieron juntas del mar y se tendieron por orden en la ribera. Era mediodía cuando vino del mar el anciano: halló las obesas focas, paseóse por entre las mismas y contó su número. La cuenta de los cetáceos la comenzó por nosotros, sin que en su corazón sospechase el engaño; y, luego, acostóse también. Entonces acometímosle con inmensa gritería y todos le echamos mano. No olvidó el viejo sus dolosos artificios: transfiguróse sucesivamente en melenudo león, en dragón, en pantera y en corpulento jabalí; después se nos convirtió en agua líquida y hasta en árbol de excelsa copa. Mas, como lo teníamos reciamente asido, con ánimo firme, aburrióse al cabo aquel astuto viejo y díjome de esta suerte:

462 «¡Hijo de Atreo! ¿Cuál de los dioses te aconsejó para que me asieras contra mi voluntad, armándome tal asechanza? ¿Qué deseas?»

464 »Así se expresó; y le contesté diciendo: «Lo sabes, anciano. ¿Por qué hablas de ese modo, con el propósito de engañarme? Sabes que, detenido en la isla desde largo tiempo, no hallo medio de poner fin á tal situación y ya mi ánimo desfallece. Mas revélame—puesto que los dioses lo saben todo—cuál de los inmortales me detiene y me cierra el camino, y cómo podré llegar á la patria atravesando el mar en peces abundoso.»

471 »Así le dije. Y en seguida me respondió de esta manera: Debieras haber ofrecido, antes de embarcarte, hermosos sacrificios á Júpiter y á los demás dioses para llegar sin dilación á tu patria, navegando por el vinoso ponto. El hado ha dispuesto que no veas á tus amigos, ni vuelvas á tu casa bien construída y á la patria tierra, hasta que tornes á las aguas del Egipto, río que las lluvias celestiales alimentan, y sacrifiques sacras hecatombes á los inmortales dioses que poseen el anchuroso cielo: entonces te permitirán las deidades hacer el camino que apeteces.»

481 »De esta suerte habló: Se me partía el corazón al considerar que me ordenaba volver á Egipto por el obscuro ponto, viaje largo y difícil. Mas, con todo eso, le contesté diciendo:

485 «Haré, oh anciano, lo que me mandas. Pero, ea, dime sinceramente, si volvieron salvos en sus galeras los aquivos á quienes Néstor y yo dejamos al partir de Troya, ó si alguno pereció de cruel muerte en su nave ó en brazos de los amigos, después que se acabó la guerra.»

491 »Así le hablé; y me respondió acto seguido: «¡Atrida! ¿Por qué me preguntas tales cosas? No te cumple á ti conocerlas, ni explorar mi pensamiento; y me figuro que no estarás mucho rato sin llorar tan luego como las sepas todas. Muchos de aquellos sucumbieron y muchos se salvaron. Sólo dos capitanes de los aquivos, de broncíneas lorigas, han perecido en la vuelta; pues en cuanto á las batallas, tú mismo las presenciaste. Uno, vivo aún, se encuentra detenido en el anchuroso ponto. Ayax sucumbió con sus naves de largos remos: primeramente acercóle Neptuno á las grandes rocas llamadas Giras, sacándole incólume del mar; y se librara de la muerte, aunque aborrecido de Minerva, si no hubiese soltado una expresión soberbia que le ocasionó gran daño: dijo que, aun á despecho de los dioses, escaparía del gran abismo del mar. Neptuno oyó sus jactanciosas palabras, y, al instante, agarrando con las robustas manos el tridente, golpeó la roca Girea y partióla en dos: uno de los pedazos quedó allí, y el otro, en el cual hubo de sentarse Ayax anteriormente para recibir gran daño, cayó en el piélago y llevóse el héroe al inmenso y undoso ponto. Y allí murió, después que bebiera la salobre agua del mar. Tu hermano huyó los hados en las cóncavas naves, pues le salvó la veneranda Juno. Mas, cuando iba á llegar al excelso monte de Malea, arrebatóle una tempestad, que le llevó por el ponto abundante en peces, mientras daba grandes gemidos, á una extremidad del campo donde antiguamente tuvo Tiestes la casa que habitaba entonces Egisto Tiestíada. Ya desde allí les pareció la vuelta segura y, como los dioses tornaron á enviarles próspero viento, llegaron por fin á sus casas. Agamenón pisó alegre el suelo de su patria, que tocaba y besaba, y de sus ojos corrían ardientes lágrimas al contemplar con júbilo aquella tierra. Pero vióle desde una eminencia un atalaya, puesto allí por el doloso Egisto que le prometió como gratificación dos talentos de oro, el cual hacía un año que vigilaba—no fuera que Agamenón viniese sin ser advertido y mostrase su impetuoso valor;—y en seguida se fué al palacio á dar la nueva al pastor de hombres. Y Egisto urdió al momento una engañosa trama: escogió de entre el pueblo veinte hombres muy valientes y los puso en emboscada, mientras, por otra parte, ordenaba que se aparejase un banquete. Fuése después á invitar á Agamenón, pastor de hombres, con caballos y carros, revolviendo en su ánimo indignos propósitos. Y se llevó al héroe, que nada sospechaba acerca de la muerte que le habían preparado, dióle de comer y le quitó la vida como se mata á un buey junto al pesebre. No quedó ninguno de los compañeros del Atrida que con él llegaron, ni se escapó ninguno de los de Egisto, sino que todos fueron muertos en el palacio.»

538 »Tal dijo. Sentí destrozárseme el corazón y, sentado en las arenas, lloraba y no quería vivir ni contemplar ya la lumbre del sol. Mas, cuando me sacié de llorar y de revolcarme por el suelo, hablóme así el veraz anciano de los mares:

543 «No llores, oh hijo de Atreo, mucho tiempo y sin tomar descanso, que ningún remedio se puede hallar. Pero haz por volver lo antes posible á la patria tierra y hallarás á aquél, vivo aún; y, si Orestes se te adelantara y lo matase, llegarás para el banquete fúnebre.»

548 »Así se expresó. Regocijéme en mi corazón y en mi ánimo generoso, aunque me sentía afligido, y hablé al anciano con estas aladas palabras:

551 «Ya sé de éstos. Nómbrame el tercer varón, aquél que, vivo aún, se encuentra detenido en el anchuroso ponto, ó quizás haya muerto. Pues, á pesar de que estoy triste, deseo tener noticias suyas.»

554 »Así le dije, y me respondió en el acto: «Es el hijo de Laertes, el que tiene en Ítaca su morada. Le vi en una isla y echaba de sus ojos abundantes lágrimas: está en el palacio de la ninfa Calipso, que le detiene por fuerza, y no le es posible llegar á su patria tierra porque no dispone de naves provistas de remos ni de compañeros que le conduzcan por el ancho dorso del mar. Por lo que á ti se refiere, oh Menelao, alumno de Júpiter, el hado no ordena que acabes la vida y cumplas tu destino en Argos, país fértil de corceles, sino que los inmortales te enviarán á los campos Elíseos, al extremo de la tierra, donde se halla el rubio Radamanto—allí se vive dichosamente, allí jamás hay nieve, ni invierno largo, ni lluvia, sino que el Océano manda siempre las brisas del Céfiro, de sonoro soplo, para dar á los hombres más frescura,—porque siendo Helena tu mujer, eres para los dioses el yerno de Júpiter.»

570 »Cuando esto hubo dicho, sumergióse en el agitado ponto. Yo me encaminé hacia los bajeles, con mis divinales compañeros, y mi corazón revolvía muchos propósitos. Así que hubimos llegado á mi embarcación y al mar, aparejamos la cena; vino muy pronto la divina noche y nos acostamos en la playa. Y al punto que se descubrió la hija de la mañana, la Aurora de rosáceos dedos, echamos las bien proporcionadas naves en el mar divino y les pusimos sus mástiles y velas; después, sentáronse mis compañeros ordenadamente en los bancos y comenzaron á herir con los remos el espumoso mar. Volví á detener las naves en el Egipto, río que las celestiales lluvias alimentan, y sacrifiqué cumplidas hecatombes. Aplacada la ira de los sempiternos dioses, erigí un túmulo á Agamenón para que su gloria fuera inextinguible. En acabando estas cosas, emprendí la vuelta y los inmortales concediéronme próspero viento y trajéronme con gran rapidez á mi querida patria. Mas, ea, quédate en el palacio hasta que llegue la undécima ó duodécima aurora y entonces te despediré, regalándote como espléndidos presentes tres caballos y un carro hermosamente labrado; y también he de darte una magnífica copa para que hagas libaciones á los inmortales dioses y te acuerdes de mí todos los días.»

593 Respondióle el prudente Telémaco: «¡Atrida! No me detengas mucho tiempo. Yo pasaría un año á tu vera, sin sentir añoranza por mi casa ni por mis padres—pues me deleita muchísimo oir tus palabras y razones;—mas deben de aburrirse mis compañeros en la divina Pilos y hace ya mucho que me detienes. El don que me hagas consista en algo que se pueda guardar. Los corceles no pienso llevarlos á Ítaca, sino que los dejaré para tu ornamento, ya que reinas sobre un gran llano en que hay mucho loto, juncia, trigo, espelta y blanca cebada muy lozana. Ítaca no tiene lugares espaciosos donde se pueda correr, ni prado alguno, que es tierra apta para pacer cabras y más agradable que las que nutren caballos. Las islas, que se inclinan hacia el mar, no son propias para la equitación ni tienen hermosos prados, é Ítaca menos que ninguna.»

609 Así dijo. Sonrióse Menelao, valiente en la pelea, y, acariciándole con la mano, le habló de esta manera:

611 «¡Hijo querido! Bien se muestra en lo que hablas la noble sangre de que procedes. Cambiaré el regalo, ya que puedo hacerlo, y de cuantas cosas se guardan en mi palacio voy á darte la más bella y preciosa. Te haré el presente de una cratera labrada, toda de plata con los bordes de oro, que es obra de Vulcano y diómela el héroe Fédimo, rey de los sidonios, cuando me acogió en su casa al volver yo á la mía. Tal es lo que deseo regalarte.»

620 Así éstos conversaban. Los convidados fueron llegando á la mansión del divino rey: unos traían ovejas, otros confortante vino; y sus esposas, que llevaban hermosas cintas en la cabeza, trajéronles el pan. De tal suerte se ocupaban, dentro del palacio, en preparar la comida.

625 Mientras tanto solazábanse los pretendientes ante el palacio de Ulises, tirando discos y jabalinas en el labrado pavimento donde acostumbraban ejecutar sus insolentes acciones. Antínoo estaba sentado y también el deiforme Eurímaco, que eran los príncipes de los pretendientes y sobre todos descollaban por su bravura. Y fué á encontrarlos Noemón, hijo de Fronio; el cual, dirigiéndose á Antínoo, interrogóle con estas palabras:

632 «¡Antínoo! ¿Sabemos, por ventura, cuándo Telémaco volverá de la arenosa Pilos? Se fué en mi nave y ahora la necesito para ir á la vasta Élide, que allí tengo doce yeguas de vientre y sufridos mulos aún sin desbravar, y traería alguno de éstos para domarlo.»

638 Así les habló; y quedáronse atónitos porque no se figuraban que Telémaco hubiese tomado la rota de Pilos, la ciudad de Neleo; sino que estaba en el campo, viendo las ovejas, ó en la cabaña del porquerizo.

641 Mas al fin Antínoo, hijo de Eupites, contestóle diciendo: «Habla con sinceridad. ¿Cuándo se fué y qué jóvenes escogidos de Ítaca le siguieron? ¿Ó son quizás hombres asalariados y esclavos suyos? Pues también pudo hacerlo de semejante manera. Refiéreme asimismo la verdad de esto, para que yo me entere: ¿te quitó la negra nave por fuerza y mal de tu grado, ó se la diste voluntariamente cuando fué á hablarte?»

648 Noemón, hijo de Fronio, le respondió de esta guisa: «Se la di yo mismo y de buen grado. ¿Qué hiciera cualquier otro, pidiéndosela un varón tan ilustre y lleno de cuidados? Difícil hubiese sido negársela. Los mancebos que le acompañan son los que más sobresalen en el pueblo, entre nosotros, y como capitán vi embarcarse á Méntor ó á un dios que en todo le era semejante. Mas, de una cosa estoy asombrado; ayer, cuando apuntaba la aurora, vi aquí al divinal Méntor y entonces se embarcó para ir á Pilos.»

657 Dicho esto, fuése Noemón á la casa de su padre. Indignáronse en su corazón soberbio Antínoo y Eurímaco; y los demás pretendientes se sentaron con ellos, cesando de jugar. Y ante todos habló Antínoo, hijo de Eupites, que estaba afligido y tenía las negras entrañas llenas de cólera y los ojos parecidos al relumbrante fuego:

663 «¡Oh dioses! ¡Gran proeza ha realizado orgullosamente Telémaco con ese viaje! ¡Y decíamos que no lo llevaría á efecto! Contra la voluntad de muchos se fué el niño, habiendo logrado botar una nave y elegir á los mejores del pueblo. De aquí adelante comenzará á ser un peligro para nosotros; ojalá que Júpiter le aniquile las fuerzas, antes que llegue á la flor de la juventud. Mas, ea, proporcionadme ligero bajel y veinte compañeros, y le armaré una emboscada cuando vuelva, acechando su retorno en el estrecho que separa á Ítaca de la escabrosa Samos, á fin de que le resulte funestísima la navegación que emprendió por saber noticias de su padre.»

673 Así les dijo. Todos lo aprobaron, exhortándole á ponerlo por obra; y levantándose, se fueron en seguida al palacio de Ulises.

675 No tardó Penélope en saber los propósitos que los pretendientes formaban en secreto, porque se lo dijo el heraldo Medonte, que oyó lo que hablaban desde el exterior del patio mientras en éste urdían la trama. Entró, pues, en la casa para contárselo á Penélope; y ésta, al verle en el umbral, le habló diciendo:

681 «¡Heraldo! ¿Con qué objeto te envían los ilustres pretendientes? ¿Acaso para decir á las esclavas del divino Ulises que suspendan el trabajo y les preparen el festín? Ojalá dejaran de pretenderme y de frecuentar esta morada, celebrando hoy su postrera y última comida. Oh vosotros, los que, reuniéndoos á menudo, consumís los muchos bienes que constituyen la herencia del prudente Telémaco: ¿no oísteis decir á vuestros padres, cuando erais todavía niños, de qué manera los trataba Ulises que á nadie hizo agravio ni profirió en el pueblo palabras ofensivas, como acostumbran hacer los divinales reyes, que aborrecen á unos hombres y aman á otros? Jamás cometió aquél la menor iniquidad contra hombre alguno; y ahora son bien patentes vuestro ánimo y vuestras malvadas acciones, porque ninguna gratitud sentís por los beneficios.»

696 Entonces le respondió Medonte, que concebía sensatos pensamientos: «Fuera ése, oh reina, el mal mayor. Pero los pretendientes fraguan ahora otro más grande y más grave, que ojalá el Saturnio no lleve á término. Propónense matar á Telémaco con el agudo bronce, al punto que llegue á este palacio; pues ha ido á la sagrada Pilos y á la divina Lacedemonia en busca de noticias de su padre.»

703 Tal dijo. Penélope sintió desfallecer sus rodillas y su corazón, estuvo un buen rato sin poder hablar, llenáronse de lágrimas sus ojos y la voz sonora se le cortó. Mas, al fin hubo de responder con estas palabras:

707 «¡Heraldo! ¿Por qué se fué mi hijo? Ninguna necesidad tenía de embarcarse en las naves de ligero curso, que sirven á los hombres como caballos por el mar y atraviesan la grande extensión del agua. ¿Lo hizo acaso para que ni memoria quede de su nombre entre los mortales?»

711 Le contestó Medonte, que concebía sensatos pensamientos: «Ignoro si le incitó alguna deidad ó fué únicamente su corazón quien le impulsó á ir á Pilos para saber noticias de la vuelta de su padre, y tampoco sé cuál suerte le haya cabido.»

715 En diciendo esto, fuése por la morada de Ulises. Apoderóse de Penélope el dolor, que destruye los ánimos, y ya no pudo permanecer sentada en la silla, habiendo muchas en la casa; sino que se sentó en el umbral del labrado aposento y lamentábase de tal modo que inspiraba compasión. En torno suyo plañían todas las esclavas del palacio, así las jóvenes como las viejas. Y díjoles Penélope, mientras derramaba abundantes lágrimas: «Oídme, amigas; pues el Olímpico me ha dado más pesares que á ninguna de las que conmigo nacieron y se criaron: anteriormente perdí un egregio esposo que tenía el ánimo de un león y descollaba sobre los dánaos en toda clase de excelencias, varón ilustre cuya fama se difundía por la Hélade y en medio de Argos; y ahora las tempestades se habrán llevado del palacio á mi hijo querido, sin gloria y sin que ni siquiera me enterara de su partida. ¡Crueles! ¡Á ninguna de vosotras le vino á las mientes hacerme levantar de la cama, y supisteis con certeza cuándo aquél se fué á embarcar en la cóncava y negra nave! Pues de llegar á mis oídos que proyectaba ese viaje, quedárase en casa, por deseoso que estuviera de partir, ó me hubiese dejado muerta en el palacio. Vaya alguna á llamar prestamente al anciano Dolio, mi esclavo, el que me dió mi padre cuando vine aquí y cuida de mi huerto poblado de muchos árboles, para que corra á encontrar á Laertes y se lo cuente todo; por si Laertes, ideando algo, sale á quejarse de los ciudadanos que desean exterminarle el linaje, el de Ulises igual á un dios.»

742 Díjole entonces Euriclea, su nodriza amada: «¡Niña querida! Ya me mates con el cruel bronce, ya me dejes viva en el palacio, nada te quiero ocultar. Yo lo supe todo y di á Telémaco cuanto me ordenara—pan y dulce vino—pero hízome prestar solemne juramento de que no te lo dijese hasta el duodécimo día ó hasta que te aquejara el deseo de verle ú oyeras decir que había partido, á fin de evitar que lloraras, dañando así tu hermoso cuerpo. Mas ahora, sube con tus esclavas á lo alto de la casa, lávate, envuelve tu cuerpo en vestidos puros, ora á Minerva hija de Júpiter, que lleva la égida, y la diosa salvará á tu hijo de la muerte. No angusties más á un anciano afligido, pues yo no creo que el linaje del Arcesíada les sea odioso hasta tal grado á los bienaventurados dioses; sino que siempre quedará alguien que posea la casa de elevada techumbre y los extensos y fértiles campos.»

758 Así le dijo y calmóle el llanto, consiguiendo que sus ojos dejaran de llorar. Lavóse Penélope, envolvió su cuerpo en vestidos puros, subió con las esclavas á lo alto de la casa, puso las molas en un cestillo, y oró de este modo á la diosa Minerva:

762 «¡Óyeme, hija de Júpiter que lleva la égida; indómita deidad! Si alguna vez el ingenioso Ulises quemó en tu honor, dentro del palacio, pingües muslos de buey ó de oveja; acuérdate de los mismos, sálvame el hijo amado y aparta á los perversos y ensoberbecidos pretendientes.»

767 En acabando de hablar dió un grito; y la diosa escuchó la plegaria. Los pretendientes movían alboroto en la obscura sala, y uno de los soberbios jóvenes dijo de esta guisa:

770 «La reina, á quien tantos pretenden, debe de aparejar el casamiento é ignora que su hijo ya tiene la muerte preparada.»

772 Así habló; pero no sabían lo que dentro pasaba. Y Antínoo arengóles diciendo:

774 «¡Desgraciados! Absteneos todos de pronunciar frases insolentes; no sea que alguno vaya á contarlas á Penélope. Mas, ea, levantémonos y pongamos en obra, silenciosamente, el proyecto que á todos nos place.»

778 Dicho esto, escogió los veinte hombres más esforzados y fuése con ellos á la orilla del mar, donde estaba la velera nao. Ante todo echaron la negra embarcación al mar profundo, después le pusieron el mástil y las velas, luego aparejaron los remos con correas de cuero, haciéndolo como era debido, desplegaron más tarde las blancas velas y sus bravos servidores trajéronles las armas. Anclaron la nave, después de llevarla adentro del mar; saltaron en tierra y se pusieron á comer, aguardando que viniese la tarde.

787 Mientras tanto, la prudente Penélope yacía en el piso superior y estaba en ayunas, sin haber comido ni bebido, pensando siempre en si su irreprochable hijo escaparía de la muerte ó lo harían sucumbir los orgullosos pretendientes. Y cuantas cosas piensa un león al verse cercado por multitud de hombres que forman á su alrededor insidioso círculo, otras tantas revolvía Penélope en su mente cuando le sobrevino dulce sueño. Durmió recostada, y todos sus miembros se relajaron.

795 Entonces Minerva, la de los brillantes ojos, ordenó otra cosa. Hizo un fantasma parecido á una mujer, á Iftima, hija del magnánimo Icario, con la cual estaba casado Eumelo, que tenía su casa en Feras; y enviólo á la morada del divinal Ulises, para poner fin de algún modo al llanto y á los gemidos de Penélope, que se lamentaba sollozando. Entró, pues, deslizándose por la correa del cerrojo, se le puso sobre la cabeza y díjole estas palabras:

804 «¿Duermes, Penélope, con el corazón afligido? Los dioses, que viven felizmente, no te permiten llorar ni angustiarte; pues tu hijo aún ha de volver, que en nada pecó contra las deidades.»

808 Respondióle la prudente Penélope desde las puertas del sueño, donde estaba muy suavemente dormida: «¡Hermana! ¿Á qué has venido? Hasta ahora no solías frecuentar el palacio, porque se halla muy lejos de tu morada. ¡Mandas que cese mi aflicción y los muchos pesares que me conturban la mente y el ánimo! Anteriormente perdí un egregio esposo que tenía el ánimo de un león y descollaba sobre los dánaos en toda clase de excelencias, varón ilustre cuya fama se difundía por la Hélade y en medio de Argos; y ahora mi hijo amado se fué en cóncavo bajel, niño aún, inexperto en el trabajo y en el habla. Por éste me lamento todavía más que por aquél; por éste tiemblo, y temo que padezca algún mal en el país de aquellos adonde fué, ó en el ponto. Que son muchos los enemigos que están maquinando contra él, deseosos de matarle antes de que llegue á su patria tierra.»

824 El obscuro fantasma le respondió diciendo: «Cobra ánimo y no sientas en tu pecho excesivo temor. Tu hijo va acompañado por quien desearan muchos hombres que á ellos les protegiese como puede hacerlo, por Palas Minerva, que se compadece de ti y me envía á participarte estas cosas.»

830 Entonces hablóle de esta manera la prudente Penélope: «Pues si eres diosa y has oído la voz de una deidad, ea, dime si aquél desgraciado vive aún y goza de la lumbre del sol, ó ha muerto y se halla en la morada de Plutón.»

835 El obscuro fantasma le contestó diciendo: «No te revelaré claramente si vive ó ha muerto, porque es malo hablar de cosas vanas.»

838 Cuando esto hubo dicho, fuése por la cerradura de la puerta como un soplo de viento. Despertóse la hija de Icario y se le alegró el corazón porque había tenido tan claro ensueño en la obscuridad de la noche.

842 Ya los pretendientes se habían embarcado y navegaban por la líquida llanura, maquinando en su pecho una muerte cruel para Telémaco. Hay en el mar una isla pedregosa, en medio de Ítaca y de la áspera Same—Ásteris—que no es extensa, pero tiene puertos de doble entrada, excelentes para que fondeen los navíos: allí los aqueos se pusieron en emboscada para aguardar á Telémaco.