O'Donnell/XXIV
Fue Tuste a casa de Teresa, y la criada le anunció de este modo: «Ahí está un pobre muy asqueroso: dice que la señorita le mandó venir. Si la señorita tiene que hablar con él, echaré un poco de sahumerio». Ya había escogido Teresa las ropas usadas que debía mandar a la calle de Ministriles. Salió presurosa al recibimiento, donde la esperaba el más miserable de los hombres, quien al verla se inclinó respetuoso, mudo, pues toda palabra le parecía insuficiente para expresar su gratitud. «Ha venido usted demasiado pronto -le dijo Teresa-. La ropa mía de desecho, aquí está; lo demás, tengo que salir a comprarlo.
-Volveré cuando la señora me mande. ¿Qué tengo que hacer más que obedecer a la señora?». Esto dijo Tuste. La voz del pobre no era como su facha, sino una voz espléndida, de timbre sonoro, dulce, varonil. Así lo advirtió Teresa la segunda vez que la oía; en la primera no advirtió nada. En aquel punto de apreciar la bella voz del sujeto, un ligero brote de curiosidad en el espíritu de Teresa la movió a formular esta pregunta: «¿Usted cómo se llama? ¿Su nombre de pila...?
-Yo me llamo Juan. Mi apellido es Santiuste. La mala pronunciación de aquellas niñas me ha convertido en Tuste... Lo mismo da, señora. He venido tan a menos, que ya no me detengo a recoger ni las letras de mi nombre que se caen al suelo». Avivada con esto la curiosidad de Teresa, se acercó a él para verle mejor; apartose al instante, y dijo: «Cuénteme usted: ¿qué familia es esa y cómo ha venido a tanta postración? Y usted, ¿qué relación tiene con esa familia?
-Se lo contaré en pocas palabras para no cansar a la señora...
-Aguárdese un poco... Antes tiene que decirme por qué es usted tan sucio...
-No lo soy, lo estoy... Permítame decirle que no debe juzgarme por lo que ve. Dentro de estas apariencias inmundas hay otra persona. De algún tiempo acá vivo, si esto es vivir, como si me hubiera entregado a la tierra para que me descomponga. Mis desgracias me han inspirado el horror del aseo. Abandonado de todo el mundo, sin nadie que me socorra, el tener una facha desagradable ha sido para mí como un desquite, como una venganza... ¿Quería usted que saliera a pedir limosna vestido y peinado como un señorito? Nadie me hubiera hecho caso. ¡La miseria! Quien no conoce la miseria, quien no ha vivido en ella, quien no se ha revolcado en ella, no puede apreciar el goce de ser repugnante...».
La curiosidad de Teresa, con cada uno de los extraños dichos del sucio se avivaba. Quería saber más. Tuste le ofreció un resumen de su infortunada existencia. Nació en la Habana, de padre burgalés y madre andaluza; dos años tenía cuando le trajeron a la Península; pasó su niñez en Alicante, donde quedó huérfano; recogiéronle unas tías residentes en Chiclana; allí corrió su adolescencia, allí estudió todo lo que estudiarse podía en un pueblo de escasa cultura; casi hombre, le llevaron a Cádiz, donde siguió estudiando y adquirió ardiente afición a la lectura; hombre ya, y no cabiendo en aquella ciudad su espíritu ambicioso, se vino a Madrid, solo, con escasísimo dinero que le dieron sus tías. Estas habían empobrecido, y él no quiso serles gravoso... A la mitad del camino se quedó sin blanca y tuvo que continuar a pie. En Madrid buscó el amparo de un pariente de su madre a quien las tías le recomendaron: era un impresor llamado Quintana, que le acogió muy bien, ocupándole en su establecimiento como corrector; le daba de comer, le vestía pobremente, porque no podía más, y le matriculó en la Universidad para que estudiara las dos Facultades de Derecho y Filosofía y Letras. Trabajaba Juan y leía con insaciable anhelo cuanto libro caía en sus manos, que no eran pocos. Tres años cursó en la Universidad, donde hizo amistades con chicos aplicados y con otros que no lo eran. El 56 murió el bueno de Quintana de un repentino mal del corazón, y esta desgracia fue como el preludio de las innumerables que estaban aguardando al pobre Juan para devorarle y consumirle... Ya no hubo para él un día de reposo, ni una hora que no le trajera inquietudes y fatigas. Trató de buscar algún recurso con su trabajo; pero difícilmente allegar podía un pedazo de pan. En diferentes periódicos solicitó colocación; en algunos escribía de materias diferentes: Política extranjera, Toros, Literatura, Música, Salones, Hacienda... No le leían ni le pagaban. Escribió después aleluyas, compuso versos para novenas... Todo resultaba trabajo perdido, infecundo. Aunque ya no iba a la Universidad porque no tenía ropa presentable, solicitó de alguno de sus amigos estudiantes, y de otros que ya no lo eran, apoyo y recomendación para obtener algún destino. Nada consiguió: ni moderados ni progresistas le hacían maldito caso. Trató de meterse a hortera; pretendió plaza en una Sacramental; se arrimó a un memorialista. Nada: no había manera de luchar contra el hambre y la muerte. De patrona en patrona iba rodando por Madrid, tolerado en algunas casas, rechazado en otras por su irremediable insolvencia, hasta que fue a poder de la más infeliz de las pupileras, Jerónima Sánchez, que tenía su hospedería en la calle de Mesón de Paredes. Era el marido de esta señora un incorregible borrachín que espantaba a los huéspedes con sus groserías y malas palabras. La casa iba de mal en peor... Desertaron los demás pupilos, dos chicos de Veterinaria y uno de Medicina; sólo quedó Juan, que por entonces pudo allegar algunos cuartos llevando las cuentas en una tienda de patatas y huevos, y en un establecimiento de ataúdes y mortajas. Así las cosas, en Marzo del año mismo en que esto refería Santiuste, reventó Cuevas, el bebedor esposo de la patrona, muerte que fue como incendio del alcohol que llevaba en sus entrañas, y Jerónima, descansada ya de aquella cruz, tomó otra casa; puso papeles llamando huéspedes, y estos no picaban. Perdió Juan su colocación miserable en los dos establecimientos referidos; pero Jerónima no le despidió, esperando mejor suerte para el desamparado joven. La suerte ¡ay! no vino para él ni para ella, porque Juan cayó enfermo de calenturas y estuvo a la muerte, siendo tan desgraciado que hasta la muerte le despreció y no quiso llevársele... y la pobre Jerónima, cuando él iba saliendo adelante, resbaló en la cocina (encharcada del agua de jabón que rebosaba de la artesa), y cayendo torcida y en mala disposición, se rompió una pierna por bajo de la rodilla... Era Juan agradecido, y no abandonó a la que a él le había tan noblemente amparado. Reunidas quedaron desde entonces ambas desdichas, y recíprocamente se apoyaron, corriendo juntos el temporal. La rotura de pierna de Jerónima excluía todo trabajo patronil. Se acabaron los recursos, y empezó el rápido descender de escalón en escalón hasta la miseria lacerante y angustiosa. Por diferentes casas pasaron, y de una en otra iban llevando su mala sombra, su pavoroso sino; siempre a peor, a peor: cada día más desnudos, cada día más hambrientos, hasta llegar al horrible extremo en que les vio y descubrió la señora. Cuando ya les faltaba poco para morir, se les apareció un ángel que les dijo de parte de Dios: «Vivid, pobres criaturas, que también para vosotros existo».
-Haga usted el favor, señor Santiuste -dijo Teresa, que con algo de broma quería disimular su emoción-, de no llamarme a mí ángel, pues no lo soy ni por pienso, y paréceme que se burla usted de mí... Pero dejemos eso, que es tarde y tengo que salir de tiendas. Lleve usted ahora esta ropa para Jerónima; también le van medias y un par de zapatos de mi madre, que tiene el pie mucho mayor que el mío... No vuelva usted hoy por lo demás, sino mañana, que así tendré yo más tiempo de reunir lo que quiero mandarles... Vamos, que algo habrá para usted también, grandísimo Adán.
Alelado de gratitud y admiración, Santiuste no dijo nada. Teresa prosiguió así, más burlona que compasiva: «¿Pero por pobre que esté un hombre, Señor, ha de faltarle un real para cortarse esas greñas?... y en último caso, buscar un barbero caritativo, que ya los habrá. Felisa, trae un peine tuyo... Empecemos desde hoy a desenmascarar este esperpento. Cuidado que es usted horroroso... Ea, tome el peine y métalo en ese bosque...». Después de besar el peine, Juan lo guardó entre el pecho y la camisa, único bolsillo practicable en su astrosa vestimenta... Y partió balbuciendo expresiones de exquisita ternura, que ama y criada apenas entendieron. Creían que lloraba... ¡y ellas le compadecían riendo, pobres mujeres que no conocían más que la superficie del mal humano!
Volvió puntual Santiuste a la mañana siguiente, y al salir Teresa al recibimiento, se maravilló de ver extraordinaria transformación en la cabeza y rostro del infeliz hombre. Se había lavado la cara, pescuezo y manos, sin duda con muchísimas aguas y con fuertes restregones, porque no quedaba ni el más leve rastro de la suciedad que le desfiguró. Era como una resurrección. De las tinieblas salía una cabeza admirable, un rostro hermoso, grave, tan escaso de barba y bigote, que con un ligero pase de navajas quedaba limpio; salía también la juventud. De asombro en asombro con tales descubrimientos, Teresa decía: «A mí no me engaña usted, señor Tuste. No es usted el de ayer, sino otro... o el mismo con distinta cabeza... Hoy trae la cabeza joven... y la boca joven, y joven toda la carátula... que me parece viene también afeitadita.
-Sí, señora -replicó Juan con infantil orgullo, confundido por los elogios de la hermosa mujer-. Del dinero que la señora dio a Jerónima, Jerónima apartó un real para que yo me afeitara. Ayer compramos jabón... El jabón es un ingrediente que no habíamos podido ver en mucho tiempo.
-¡Vaya, que no se ha lavoteado usted poco!... Así, así me gusta a mí la gente... -decía Teresa, acercándose a él con menos repugnancia que el día anterior-. Y otra cosa veo, que me deja atónita. ¡La camisa limpia! ¡Qué lujo! Bien, bien. La habrá lavado Jerónima.
-No, señora: la he lavado yo mismo, anoche... ¡qué noche, señora! No hemos dormido... las niñas tampoco han dormido. La aparición de usted en aquel mechinal indecente nos ha trastornado a todos. Ni Jerónima, ni las niñas, ni yo, acabábamos de convencernos de que la señora es persona humana... Todavía hoy... las niñas hablan de usted como de un ser sobrenatural... Es el hada de los cuentos de niños, o el ángel de las leyendas cristianas.
-Vuelvo a decirle que a mí no me llame usted ángel ni hada...
-No es usted, no, como las demás personas -dijo Tuste, soltando poco a poco su timidez-. Bajo esa vestidura mortal se esconde un ser que tiene por morada la inmensidad de los cielos, un ser que en su aliento nos trae el propio hálito del Padre de toda criatura...
-¡Ay, ay, ay! cállese por Dios. ¿Pero es usted también poeta?
-No, señora: cuando Dios quiso, yo no escribía versos, sino prosa.
-Prosa con la cara sucia, versos con la cara limpia... No me haga reír... ¿Pero usted cree que se puede ser poeta ni prosista con esas botas? ¿No le da vergüenza de andar por el mundo con calzado tan indecente?
-Antes de que la señora se nos apareciera, me daba vergüenza de acicalarme: la fealdad y el desaseo eran la mueca con que yo hacía burla del mundo que me abandonaba. Ahora, deslumbrado por el ángel de luz... perdone usted... por la divina mensajera del Dios de piedad... es todo lo contrario... Me avergüenza mi facha repugnante, y toda el agua del mundo me parece poca para mi limpieza, y cien Jordanes no me bastarían para purificarme.
-¡Ya escampa!... Basta de poesía, y venga, véngase a la prosa -dijo Teresa, conduciéndole con Felisa a una estancia inmediata, el despacho de la casa convertido en guardarropa-. Pase y verá lo que tiene usted que llevarse. Irá cargadito como un burro; pero ¿qué le importa?... Mire, mire: un trajecito para cada niña... camisas, delantalitos, medias y zapatos... Para usted dos mudas completas de ropa interior... La exterior quedará para más adelante, que no se puede todo de una vez... ¿Qué le parece todo esto? Y dos cajas de galletas finas para las chiquillas... para Jerónima un refajo... para todos dos mantas... ¿Qué dice?... Eche, eche poesía...
-Si pudiera traer a mi mente la inspiración de Homero -dijo Tuste con arrobamiento no afectado-, expresaría una parte no más de la gratitud que debemos a nuestra bienhechora. Nuestra bienhechora reúne en sí toda la belleza de las divinidades paganas y toda la esencia sublime de la Ley evangélica.
-Pues pagana y evangélica, ¿sabe usted lo que se me ocurre? Pues que le voy a obsequiar con unas botas... Usted mismo se las comprará. Aquí tiene cuatro napoleones... Ha de prometerme que no empleará este dinero en otra cosa...
-Si yo contraviniera las órdenes de nuestra deidad tutelar, merecería la muerte; algo peor que la muerte, el desprecio de la señora.
-No se remonte tanto y tome los napoleones... ¿Esa costumbre de besar las monedas, la adquirió usted cuando pedía limosna?
-Beso el metal que ha sido tocado por la mano caritativa. La caridad, hija del cielo, es la cadena de oro que une al Criador con la criatura.
-Bueno, bueno. Usted siempre tan poético... Por unas tristes botas baratas que le regalo, saca a relucir a Dios y a los santos... ¿Dónde ha aprendido usted, Juanito, a expresarse de esa manera tan superfirolítica?
-Se lo explicaré, si tiene paciencia para oírme un rato.
-Sí que le escucho. Siéntese en ese banco... A ver... ¿Cómo...?
-Pues este lenguaje mío es el reflejo del espíritu de la elocuencia sobre mi pobre espíritu. Tres años ha, el 55, estudiando yo en la Universidad, y reunido siempre con otros chicos, ávidos de saber y amantes de la literatura, me metía... nos metíamos en todo sitio público donde hubiera lectura de versos, explicación de doctrinas nuevas o viejas, discursos... Un día caímos en el teatro de Oriente... gran fiesta de la inteligencia... concurso de oradores para cantar la Democracia. ¡Qué día, señora! Lo tengo por el más memorable de mi vida; día solemne, día grande, porque en él vi salir el sol de la elocuencia, el Verbo del siglo XIX, Emilio Castelar... Habían hablado no sé cuántos oradores, que nos parecieron bien... Y concluía la sesión, cuando pidió vez y palabra un joven regordete, tímido, a quien nadie conocía. El buen público, ya cansado de tanta oratoria, remuzgaba con murmullo de impaciencia, casi casi de burla... Pues, Señor, rompe a hablar el hombre, y a las primeras cláusulas ya cautivó la atención de la multitud... ¡Qué voz, qué gesto oratorio, qué afluencia, que elegancia gramatical, qué giro de la frase, qué aliento soberano, qué colosal riqueza de imágenes, encarnadas en las ideas, y las ideas en la palabra! El público estaba absorto; yo, embelesado, creía que no era un hombre el que hablaba, sino un mensajero del cielo, dotado de una voz que a ninguna voz humana se parecía. Avanzaba en la oración aquel hombre bendito, y el público electrizado le seguía, sin poder seguirle; iba tras él cuando se remontaba a las cimas más altas de la elocuencia, y desde aquella altura caía deshecho en aplausos, quebrantado de tanta emoción... Yo estaba como loco; yo adoraba la Democracia, cantada por el orador con la infinita salmodia de los ángeles, y cuando acabó, me sentí anonadado... me sentí grano de arena, que por un instante había estado en la cima de aquel monte... ¡y ya me encontraba otra vez en el llano!... ¡Castelar! Este nombre llenaba mi espíritu. Por muchos días siguieron retumbando en mi cerebro ideas, imágenes que le oí, y mi memoria reconstruyó trozos de aquella oración superior a cuanto han oído hasta hoy los hombres... Desde entonces, yo leía cuanto publicaba Castelar en los periódicos, y las reproducciones de sus discursos. Nunca le hablé... Si le veía en la calle, iba tras él hasta que se me perdía de vista... era mi ídolo, y lo será siempre, porque si en los días de mi atroz miseria se me borraron del espíritu las cláusulas arrebatadoras que yo recordaba, y todo se me obscureció, como si mi asquerosa naturaleza no fuera digna de contener tales hermosuras, en cuanto la mano de la señora me sacó de aquella inmundicia, volvieron a mi mente Castelar y su elocuencia sublime, y ya lo tengo otra vez en mí... Es mi sol, mi oxígeno, y el alma de mi alma.
-Cállese ya -dijo Teresa un poco sofocada de la emoción-. ¿Pues no me ha hecho llorar con esa cantinela? Vea, vea mis ojos... No me gusta llorar, no quiero afligirme por nada. En el mundo no estamos para eso».
Levantose Santiuste, creyendo sin duda que permanecía demasiado tiempo en la visita, y recogiendo los líos y paquete que había de llevarse, soltó así la vena de su facundia: «Anoche, el contento de verme redimido, por esa divina mano, de la esclavitud de esta pobreza embrutecedora, hizo renacer en mi alma toda la poesía castelarina, soberano monumento oratorio de la Democracia triunfante, de la Libertad iluminada por la idea cristiana. Mientras lavaba y fregoteaba, primero mi rostro, después mi camisa, yo, como todo el que está muy alegre, cantaba y rezaba, que rezo y canto era todo lo que salía de mi boca... Recitaba con amor y fe aquel pasaje del advenimiento del Redentor: «El que había de venir, viene; el que había de llegar, llega; pero no viene ni en el seno de la sonrosada nube ni en el de las estrellas, sino manso y humilde en el seno de la pobreza y de la desgracia. No viene acompañado de numeroso ejército, sino de su bendita palabra y de su eterno amor; no viene seguido de esclavos, sino ansioso de acabar con toda esclavitud; no viene blandiendo la espada del tirano, sino pronto a quebrantar todas las tiranías; no viene a levantar un pueblo sobre otro pueblo, ni una raza sobre los huesos de otra raza, sino a estrechar contra su pecho y a bendecir con el infinito amor de su corazón todos los pueblos y todas las razas...».
-Basta, basta, Juanito -le dijo Teresa interrumpiéndole y casi echándole con un gesto-. ¿No ve que se me saltan las lágrimas?... Retírese ya... ¡No quiero lágrimas, no las quiero, ea!... Adiós, adiós...».
Y el gran Tuste traspasó la puerta y descendió los pocos escalones que conducían al portal, cantando más que repitiendo con briosa voz el final de aquella sonora melopea: «Dios de paz y de amor, que después de haber extendido los inmensos cielos azules y haber derramado en los cielos, como una lluvia de luz, las estrellas, y haber hecho salir del obscuro seno del caos la tierra coronada de flores, ¡él! causa de toda vida, autor de toda existencia, se despoja de su vida, de su existencia, por la salud y la libertad de los hombres en el altar sublime del Calvario».