O'Donnell/XIV
Debe decirse, para mejor conocimiento del proceder y fines de Teresita, que esta, en los últimos días de su intimidad con Valeria, se había hecho cargo con sutil adivinación de que el Marqués de Loarre declinaba rápidamente hacia el cansancio en sus relaciones con la hija de Socobio. No lo advertía la dama; su amiga sí, por virtud de una ciencia no aprendida, a la que daban viveza su admiración del caballero y su ardiente anhelo de serle grata. Y algo más sabía Teresa, que en aquel aprendizaje sacaba, como quien dice, los pies de las alforjas, probando y ejerciendo su nativa aptitud para las artes de amor. Sabía que su persona penetraba en los gustos del Marqués: se lo revelaron ciertos medios de experimentación existentes en el alma de toda mujer, y principalmente en la suya, que era de las más afinadas y conspicuas para estas cosas. Por encima de todas las hipocresías y de las conveniencias que ambos guardaban en la casa de Valeria, Teresa sabía que agradaba al Marqués, y que este se lo habría manifestado si no se lo vedara su exquisita delicadeza. ¿Qué invisible enlace psicológico, qué magnetismo pudo establecer entre ellos este preliminar estado de amistad que tuvo repentino acuerdo en medio de una calle? Ni frase furtiva ni mirada indiscreta pudieron delatar la volubilidad del amante o la traición de la amiga. Miradas y frases hubo de gran sutileza, sólo de los criminales comprendidas por clave misteriosa, y con tales antecedentes no más, se lanzó Teresa a la busca y captura del Marqués de Loarre. Acometió la señorita con fe ciega y ardor esta persecución cinegética, y el éxito fue tan rápido como decisivo.
A los diez días o poco más de estos sucesos, que maldito lo que tienen de históricos, habitaba Teresa un pisito muy mono, calle de Lope de Vega, amueblado con elegante sencillez. Mañana y tarde invadía la casa una caterva de tapiceros, modistas y prenderas, que iban a completar el decorado, a tomar medidas a la señora para diferentes vestidos, o a ofrecerle objetos diversos, gangas y proporciones con que especula el corretaje a domicilio. Gozosa estaba Teresa, la verdad sea dicha, por verse libre, o en esclavitud que no lo parecía, y con ancho camino por delante para correr tras de la risueña Fortuna que desde rosados horizontes le decía: «Ven; aquí estoy». Rota la cadena que la sujetaba al desabrido estado señoritil, ya podía campar a sus anchas, y dar el debido valor a su belleza y a las demás prendas que poseer creía: inteligencia, bondad de corazón, finura social. Bastante tiempo había perdido en la tienta de novios sin encontrar ninguno que le sirviera: el que no era tonto, era malo; el listo pecaba de pobretón, y si algún feo resultaba despejadito, los guapos se caían de bobos. Bien los había examinado ella en el veloz desfile; breve y superficial trato le bastaba para catarlos y calarlos. Si no lo encontró en las condiciones necesarias para fundar un sólido edificio matrimonial con la honradez y ventura consiguientes, no era culpa suya. Su destino le marcaba los caminos irregulares, y por ellos se lanzaba, afirmada su conciencia en la persuasión de que no podría andar por otros. Cada ambición tiene su espacio propio para volar. Que el de la suya era de los más extensos, se lo probaba la grandeza y poder de sus alas.
Del Marqués de Loarre debe decirse que en aquella nueva caída de su voluntad inválida, tuvo más parte la pasión que la vanidad. Infundíale Teresa un amor travieso, juvenil, de continua ilusión, que constantemente se renovaba empalmando lo más espiritual con lo que al parecer no lo es. Ninguna mujer, como aquella, le había llevado al puro éxtasis contemplativo de la humana belleza, y a la poesía del amor, que inspira elevados pensamientos y gallardas acciones. Preciosa era Teresita antes de meterse en aquel enredo; metida en él, y habiendo soltado ya la compostura y encogimiento de señorita del pan pringado, como las culebras sueltan su piel gastada quedándose con la nueva reluciente, su persona resplandecía en todos los grados y matices de la belleza, desde los más delicados a los más incitantes. Era un libro de poesía incomparable, tan superior en los pasajes de absoluta seriedad, como en los amenos y graciosos... libro satánico, encuadernado en piel de serafines.
Sabía muchas cosas de la vida y de la sociedad la despabilada Teresa, añadiendo los descubrimientos que hacía su natural penetración a lo que la experiencia le enseñaba. Pero sabiendo tanto, no se había dado clara cuenta de su situación ante el mundo, y sobre este particular tan interesante la ilustró Guillermo con discretas explicaciones: «Tu libertad está limitada al interior de tu casa; fuera de ella has de andar con mucha cautela y disimulo para que de la libertad no te resulte el escándalo. De poco te valdrá tener trajes lindos y variados, los sombreros más elegantes, y los prendidos y adornos más a la última, porque no podrás lucirlos en ninguna parte donde haya lo que llaman buena sociedad, y la otra sociedad, la de las que viven como tú, es muy reducida y no se muestra en público con alardes de riqueza. Coches no debo ponerte, y bien sabe Dios que lo siento, porque no está bien visto que las mujeres de vida irregular gasten otra clase de vehículos que los simones. Al teatro puedes ir, y como no has de ir sola, tienes que acompañarte de otras tales, y esto llama la atención. Has de presentarte muy modestamente en todo sitio público, dándote tus mañas para que nadie te conozca. Esto es difícil: tu belleza te delata, y la sencillez, la pobreza misma en el vestir, no te disfrazarían. Para que pudieras ir libremente a todas partes y echar facha con trajes bonitos y carruajes de lujo, necesitarías ser casada... ¡ya ves qué grande anomalía! Si hubieras entrado en esta vida con marido, o lo adquirieras después casándote con cualquier calzonazos, que te diera nombre y pabellón, ya podrías hacer tu contrabando libremente, y hasta te tratarían muchas señoras que hoy primero se cortan la cabeza que saludarte. Ya ves, chiquilla, qué diferencias tan absurdas en el proceder del mundo con las que no se ajustan a la moralidad. Eres soltera: vade retro. Que tuvieras un maridillo, pararrayos de las burlas y de las iras de la opinión, y ya sería otra cosa. No gozarías la consideración de persona de ley; pero serías tolerada, y tu presencia en los teatros y paseos, desafiando con tu lujo, a nadie chocaría... Con que ya sabes, Teresa: dentro de tu casa eres reina; fuera, esclava, sobre quien tiene puesto el pie la opinión y no te deja respirar».
Asimilándose al punto estas ideas, Teresa contestó que se conformaba con andar siempre de trapillo fuera de casa, pues si para engalanarse hacía falta marido, más parecido a un trasto portátil que a un hombre, se quedaba muy a gusto en su soltería mal mirada. Como estaban en la luna de miel, o poco menos, siempre que hablaban del porvenir daban por punto indiscutible que no habían de separarse nunca, y que serían los eternos amantes, eternamente embobados el uno con el otro. Lo malo fue que a poco de instalarse Guillermo y Teresa en aquel rincón de los dominios de Afrodita, enterose de ello Beramendi, y si se dice que al saberlo cogió el cielo con las manos, no se expresa bien toda su pena y cólera. Y razón tenía el enojo del caballero y fiel amigo. Sépase que a fines de Agosto revolvió a Roma con Santiago para conseguir la realización del tantas veces aplazado empréstito de Loarre y San Salomó. Gracias a su perseverancia y actividad, apencó al fin con el negocio del señor Sevillano, sin participación de otro alguno. Se firmó la escritura el 10 de Septiembre. Aransis quedó libre de la pesadumbre y esclavitud de onerosas deudas, y recibía el primer plazo de la renta que se le señalaba para vivir en decorosa medianía. ¿No era un dolor que casi en los mismos días de esta felicísima solución, que debía ser fundamento de nueva vida y principio de enmienda, recayese Guillermo en las mismas culpas, en los mismos desórdenes que habían motivado su ruina?
A la dura filípica de Beramendi, contestó con estos artificiosos argumentos: «Tienes razón, Pepe: yo reconozco que no merezco tu amistad... Quiero conservarla, y la fatalidad no me deja. Un poder superior me arrastra: contra él nada puedo. Cada uno lleva en sí desde el nacer el germen de la enfermedad de que ha de morir... Me he convencido de una cosa: la medicina que intenta curar estos males, que son la vida misma, es peor y más dolorosa que la enfermedad. Déjame vivir con mi muerte, Pepe... Te digo también que este delirio de ahora no es vanidad, sino pasión; la única de mi vida quizás... Ver pasar esta pasión, ver pasar estos rábanos y no comprarlos, ya comprendes que no puede ser... Tener el ideal cogido en la mano y dejarlo escapar, es locura tan grande, que no la tendrías igual sumando las locuras de todos los locos que están en Leganés... Y aunque me injuries, Pepe; aunque me mates, te diré que me apesta el orden acompasado; que odio la administración, y que ese desideratum de la vida práctica, al modo inglés, al modo extranjero, como decís, se me sienta en la boca del estómago... Morir, Pepe, morir en la cruz de... ¿cómo llamaré a esta cruz?... en la cruz del ideal único, del que sólo nos visita una vez...».
Esto, y algo más en el propio sentido sin sentido, dijo el de Loarre, provocando al de Beramendi a burlonas risas. Despidiéronse, asegurando Fajardo que era para no verse ni hablarse más. «Eres hombre perdido -le dijo-, y cansado de luchar inútilmente por ti, te abandono. Cuando te bailes en las últimas, cuando vayas a un hospital, o cuando mal trajeado y con las botas rotas te pasees en la acera del Casino, pidiendo un napoleón a cualquier transeúnte desdichado, volverás a verme; antes no, Guillermo. Quédate con Dios».
A pesar del severo propósito, como le amaba tan de veras, pasados algunos días volvió Beramendi a la carga con arsenal nuevo de razones y un plan que creía de grande eficacia. En su casa, recién salido del lecho, oyó Aransis con calma el nuevo rapapolvo de su amigo: «Ya sé que has agotado en tres semanas o poco más el primer trimestre de tu pensión, y que has tenido que acudir otra vez a los usureros para el sostén de la Villaescusa... Olvido lo que te dije aquella tarde en el Casino, y vuelvo a ti considerándote como un niño enfermo. No tendría yo perdón de Dios si te abandonara. Te salvaré, aunque para ello tenga que sacarte de Madrid entre guardias civiles, y encerrarte luego en un castillo, en una torre o casa de campo, como se encierra a los locos furiosos que se golpean a sí mismos y muerden a sus enfermeros. Prepárate, chico. Ahora verás cómo las gasto. Pedí a Pastor Díaz un puesto diplomático para ti, con el interés que puedes suponer. Atenas, Bruselas, Turín, lo mismo da. Me contestó que hay vacante, pero que nada puede hacer sin una indicación de O'Donnell. Fui a ver al General, que, como sabes, es mi amigo. En la Granja he tenido ocasión de tratarle con frecuencia. Vinyals y Vega Armijo tienen gran empeño en llevarme a la Unión Liberal. Don Leopoldo parece estimarme más de lo que yo merezco... Pues como te digo, fui a verle y le solté a boca de jarro mi pretensión. ¿Sabes lo que me contestó? 'Siendo cosa de usted, Beramendi, es cosa mía, y, por tanto, cosa hecha. Parece que una plenipotencia quedará vacante pronto. Se hará una combinación...'. Quedé en volver a Buenavista dentro de pocos días, y allá me voy mañana, pero no solo: irás conmigo, y darás las gracias al General por el honor que te hace».
El de Loarre nada dijo: creyérase que levantar repentinamente el vuelo hacia un país lejano, con airosa investidura diplomática, no le parecía mal. Antes que formulara una objeción tímida, más sugerida tal vez del disimulo que del convencimiento, Beramendi se precipitó a completar su plan: «Falta la segunda parte. Verás: mañana mismo escribes una carta a esa linda serpiente que te ha trastornado el seso. Ya comprenderás lo que tienes que decirle... Que no puedes seguir, que dé por terminado este chapuzón, pues a ti te saco yo a flote, y ella que busque otro imbécil con quien ahogarse... A la carta acompañarás una cantidad prudencial, que determinaremos, y si no la tienes, que no la tendrás, no has de pedirla a los usureros: yo te la doy... Con que ya ves que te estimo de veras. Te participo, querido Guillermo, que por si cerdeas tú, o se sale tu sílfide con algún ardid para retenerte, ya tengo preparado un lindísimo artificio judicial para meterla en la Galera, o mandarla desterrada lejos, muy lejos... Nada, nada. Hoy me he levantado con la idea y propósito de convertirme en sátrapa. No queda otro remedio. Contra la tontería y la inmoralidad reunidas; contra un loco y una perdularia, ambos sin conciencia, sin idea del honor, sin ninguna rectitud, no hay más que el palo absolutista... Aquí me tienes dispuesto a hollar todas las libertades, y a convertir en pajaritas las hojas del libro de la Constitución. Declaro que desde este momento has perdido todos los derechos del ciudadano, y eres mi vasallo, mi siervo. Aquí vengo a tu conquista y captura. Vístete, arréglate, y te llevo conmigo a mi casa, de donde no saldrás hasta que demos tú y yo cumplimiento a todo mi programa».
Oyó estas conminaciones Guillermo entre atontado y risueño, como si a veces las tomase a broma, a veces con harta seriedad y recelo. El tono brioso de Fajardo le persuadió al fin de que se las había con una voluntad enérgica, y sintió miedo. La suya, floja y pasiva, no sabía mantenerse en pie contra la razón erguida y brutal de su amigo... Más que nada temía la convivencia con su tirano. Siempre al lado suyo, acabaría por obedecerle, por ser un niño... Como pidiera más explicaciones de aquel cautiverio que le esperaba, Beramendi le dijo:
«Desde hoy vivirás en mi casa. Que no te suelto, que no te escapas. Verás con mis ojos, andarás con mis piernas y respirarás con mis pulmones. Pensaba yo que fuéramos hoy a ver al Presidente del Consejo, para que quedases cogido y amarrado en el compromiso de tu nombramiento de Ministro de España en una corte extranjera. Pero ahora caigo en que estamos a 10 de Octubre, cumpleaños de la Reina. Gran gala, besamanos; por la noche baile en Palacio. No hay que pensar hoy en visitar a gente política y militar. Para no perder el día, después de almorzar redactarás en mi despacho la carta explosiva que has de mandarle a tu coima... explosiva digo, a ver si revienta cuando la lea... Verdad que irá acompañada de los maravedises, y el topetazo será con algodones... Cree, Guillermo, en la virtud de los maravedises, que vienen a ser colchón blando para la caída de las que se derrumban de desesperación... Ea, vístete y vámonos... ¡Silencio! no se permiten observaciones. No hay derecho a protestar, no y no. Sólo concedo un derecho, el del pataleo... Arréglate, digo, y en casa patalearás a tu gusto».