O'Donnell/II
Echose a reír la moza con el airado discurso de Centurión, y llegándose al dueño de la cerería, don Gabino Paredes, que arrobado la contemplaba, los codos en el mostrador, el rostro en las palmas de las manos, le dijo: «¿Verdad, Gabinico, que tú no me echas de tu casa?». Y el cerero, revolviendo algo en su boca, completamente desdentada, le contestó: «Ni yo ni el amigo Centurión te arrojamos de esta humilde tienda. Ha sido un decir, rica: no te enfades... Y para que veas que me acuerdo de ti, toma este caramelito...». Cuando los sacaba del hondo bolsillo de su chaqueta, alargó Centurión la mano diciendo: «Deme otro a mí, don Gabino, que del berrinche que he cogido con esta tragedia, se me ha secado la boca». Hizo el cerero ronda de caramelos, dando la mayor parte a Rafa y a su compañera, que con Sebo platicaba, y chuparon todos, refrescando sus secos paladares. La segunda pájara, de apodo Jumos, mujerona en el ocaso de la juventud, con restos manidos de un gallardo tipo de majeza, tomó la palabra en contra del señor de Centurión, desarrollando sus argumentos con razones no mal concertadas: «Pues si el pueblo no hace la justiciada en ese capataz de los guindillas, ¿quién la hará?... ¡contra con Dios! ¿El Gobierno nuevo que venga le había de castigar? Y vostedes los patriotas nuevos, ¿qué serían más que lameplatos del Chico? Hala con él, y reviéntenle para que no haga más maldades... Él comía con el Gobierno, comía con el ladronicio... ¿Que robaban a vostedes el reloj? Pues para recobrarlo, no tenían más que abocarse con don Francisco, que devolvía la prenda por un tanto más cuanto, según el por qué de la persona... Alhajas muchas pasaron de sus dueños a los ladrones, y de los ladrones a sus dueños, todo con su porsupuesto, menos cuando las alhajas le gustaban a Chico, que tan fresco se quedaba con ellas. De sus ganancias prestaba dinero, a seis reales por duro al mes, mediando el portero Mendas y uno de la calle de la Palma, con trazas de clérigo, que le llaman don Galo, y también el Chato de Pinto, por ser de Pinto mismamente...
-Invenciones de la plebe -dijo Centurión menos fiero que antes-; malquerencia de los que Chico perseguía por revoltosos.
-Algo habrá de eso -observó en tonos de templanza el gran Sebo-, sin que deje de ser verdad lo que cuenta esta Jumos. Testigos hay de que el pobre don Francisco no jugaba con limpieza.
-Jugaba con cartas señaladas -afirmó la mujerona-, y era el primer puerco del mundo. El Gobierno le pagaba para defender a cada hijo de vecino, y él ¿qué hacía? cobrar el barato al vecino y al Gobierno y al Sulsucorda. A todos engañaba, y no era fiel más que con la Cristina y su marido, el de Tarancón, porque estos, cuando los Ministros estaban hartos de Chico y querían darle la puntera, sacaban la cara por él... Como que Chico era el hombre de confianza de los Muñoces, y el que estaba al quite por si venían cornadas... que el pueblo hacía por ellos, ¡vaya!
-Exageraciones, mujer -dijo Centurión-, y desvaríos de la pasión popular... Algún día se hará la luz, y la Historia pondrá la verdad en su punto.
-Historias ya tenemos -prosiguió la Jumos-: pídaselas a don José de Zaragoza y a don Melchor Ordóñez, que por saber bien de historia han querido limpiarle el comedero a don Francisco Chico. Pero no podían, que la Cristina le echaba un capote, y Chico tan fresco, se reía, se reía, con aquella cara de sayón... Pues el muy marrajo, para dar gusto al Gobierno, se cebaba en los que caían en su mano, por amor del conspirar y de la política. El que era masón y andaba en algún enredo para echar proclamas o escribir contra la Reina, ya podía encomendarse a Dios. A nadie metía en la cárcel sin darle antes un pie de paliza para hacerle confesar la verdad, o mentiras a gusto de él, con las que se abría camino para prender a otros, y abarrotar la cárcel... A un primo mío, Simón Angosto, zapatero en un portal de la calle de la Lechuga, que los lunes solía ponerse a medios pelos y cantaba coplas en la calle, con música del izno de Espartero y letra que él sacaba de su cabeza, le cogió una noche saliendo de la casa de Tepa, y tal le pusieron el cuerpo de cardenales, que vomitó el alma a los dos días.
-No fue así, Pepa Jumos, no fue así -dijo Sebo gravemente, poniendo en su acento todo el respeto a la verdad histórica-. A Simón Angosto se le hicieron los cardenales y se le aplicó de firme el vergajo, porque anduvo en aquellas trapisondas... bien me acuerdo... cuando mataron a Fulgosio... Se le encontró una carta con garabatos masónicos y razones en cifra que parecían... así como un conato de atentado contra Narváez...
-Para conatos tú, reladronazo -replicó la mala mujer, roja de ira-. ¿Qué es conato?
-Es intento de delito, delito frustrado...
-Me frustro yo en ti y en el conato de tu madre. Sales a la defensa de Chico, porque tú eras de los del vergajo, que deslomaban al infeliz que cogían. Tal eres tú como el otro, que ahora paga sus conatas y fustratas... y con él te debíamos llevar.
-Yo no estoy con él, ni estuve -dijo Telesforo palideciendo-. Pepa Jumos, mira lo que hablas: ten en cuenta que yo, si cumplí mi deber en la Seguridad, luego me dio asco de aquel oficio, y me pasé al partido de los señores generales de Vicálvaro, que nos han traído la Libertad, verbigracia, la Justicia.
-Justicia contra ti, arrastrao -dijo Rafaela Hermosilla, terciando en la conversación-. Ándate con tiento, Sebito, y no pintes el diablo en la pared, que como te huela el pueblo, hará contigo un conato.
-El amigo Telesforo -indicó Centurión extendiendo una mano protectora sobre el renegado de la Policía-, es hombre de principios, que jamás atropelló al pueblo soberano. Si alguna vez impuso castigos, fue mirando por el Ornato Público, que llamamos también Policía Urbana».
Saltó al oír esto la Jumos con briosa protesta, diciendo: «¡Buenas ornatas públicas nos dé Dios! Lo que hacía este tuno era bailarle el agua a don Francisco Chico, y andar siempre agarrado a los faldones de su levosa... Y esto no me lo ha contado nadie, sino que lo han visto estos ojos, porque yo, aunque no soy vieja, ni lo quiera Dios, he visto mucho mundo, y pillería mucha; tanto, que de ver canalladas sin fin, cada lunes y cada martes, paréceme que soy vieja, lo cual que no lo soy, sino que lo viejo es el mundo y las malas partidas que se ven en él... Pues el día aquel, ya van para seis años, en que el pobre zapatero de la calle de Toledo le tiró un ladrillo a don Francisco Chico, desde el primer piso bajando del cielo, yo estaba en la acera de enfrente hablando con mi comadre la Venancia, que tenía cacharrería donde hoy están los talabarteros... Pues como allí estaba una servidora, todo lo vi, y nadie me lo cuenta... Y digo que el ladrillo no fue ladrillo, sino un pedazo de cascote, y que no le cayó a don Francisco en la canoa, como dijeron y mintieron, sino que se espolvoró en el aire, y sólo unas motas fueron a dar en el hombro del Chico, y otras salpicaron al que le acompañaba, que era el señor de Sebo, aquí presente. Atrévase a decirme que esto no es verdad... Se calla y rezonga, como los perros... Un perro fue entonces. ¿Quién subió como un cohete a la casa de donde tiraron las mundicias? ¿Quién bajó en seguida trayendo al zapaterín cogido por el pescuezo? ¿Quién...?
-Cierto que fuí yo... no puedo negarlo -dijo Sebo con trémula voz-. Pero como ha declarado el señor Centurión, lo hice por Ornato Público, o por Policía y Buen Gobierno, que era el Ramo en que yo servía entonces. Y dice el bando de 1839, en su art. 5º: «Los que arrojen a la calle basuras, cascos de loza o ceniza de braseros, pagarán cuarenta reales de multa, sin perjuicio de las penas en que incurran en el caso de causar daños a los transeúntes...».
-¿Y por qué bando fusilasteis al zapaterito...?
-Eso no es cuenta mía, ni tuve nada que ver. ¿Que el hombre fuera masón, y guardara papeles que le comprometían, y una estampa indecente de Fernando VII con orejas de burro... es acaso culpa mía?
-¿Y de que por eso le fusilaran -agregó Centurión-, es culpa de nadie... más que del sicario de Narváez?
-Sobre pintarle al Rey orejas que no eran las suyas -dijo Sebo defendiéndose con timidez-, el susodicho dibujó un letrero saliendo de la boca de Narizotas, que a la letra decía: «Marchemos, y yo el primero, por la senda borrical de la reacción».
El cerero don Gabino Paredes cortó con su desentonada voz la disputa histórica, sosteniendo que ninguno de los señores presentes tenía culpa de las barbaridades del 48. Todo ello se hizo para guarecernos de las revoluciones y tempestades que venían de Francia, de Italia y de Hungría, y cerrarle la puerta al maldito Socialismo. No se entendían las graves razones del buen Paredes, porque, deshabitada absolutamente de huesos su boca, el aire conductor de la voz hacía dentro de aquella caverna extraños pitidos, gorjeos y cambios de tono, que quitaban a las palabras su verdadero sentido, o las dejaban escapar con silbos desapacibles. Más claramente habló Centurión, despachando a las dos pajarracas con estas desahogadas expresiones: «Seguid vuestro camino, tú, Zorrera, y tú, Jumos, y no alternéis con hombres de principios, que os compadecen, pero no os escuchan. Id a ver cómo mata el pueblo a esos desgraciados, y si llegáis a tiempo, sed piadosas, ya que no podéis ser honradas, y decid al pueblo que no envilezca su patriotismo con el asesinato. Influye tú, Rafa, con tu hermana la otra Zorrera, para que a su vez interceda con ese Pucheta condenado, a ver si el hombre se ablanda, y evita ese crimen de leso Pueblo... Vosotras, zorreras, a quienes debo llamar, para daros más categoría, plumeros, que algo más vale el plumero que el zorro, y si lo dudáis preguntádselo a vuestro padre; vosotras, digo, y tú, Jumos, id hacia abajo en seguimiento de la chusma, y haced una buena obra. Sois lo que sois; pero no malas de mal corazón... creo que me entendéis... El diablo que lleváis dentro vuélvase compasivo, o escóndase para que un ángel se meta en vosotras por un ratito no más. Salvad a esos infelices, y después seguid escandalizando por el mundo; practicad la liviandad pública, hasta que os llegue la hora del arrepentimiento... Idos, dejadnos en paz».
Risas desvergonzadas provocó en ambas cortesanas del pueblo el agrio sermoncillo de Centurión, endulzado por cariños del cerero, que rasgando toda su boca hasta las orejas, y ahuecándola y haciendo buches con las palabras, decía: «Zorrerita, no te vendas tan cara. Ven mañana y te daré almendras de Alcalá». Presente estaba Ezequiel Paredes, arrimado a su padre, y el pobre chico miraba con encandilados ojos a las dos culebronas, sin expresar horror del infamante oficio de las tales. «Zequilete -dijo la Pepa Jumos acariciando con sus dedos ensortijados la barbilla del mancebo-, ¡qué callado estás!... Ven con nosotras, cara e cielo». De estas confianzas protestó don Gabino cogiendo al chico por un brazo: «No, no; dejadle, que es todavía una criatura. No os entiende...
-Sois libros que el pobrecito no sabe leer -dijo Centurión.
-Deletrea -indicó Sebo jovial-; pero más vale que no pase del a b c. En fin, idos al matadero y no volváis por aquí.
-Lo que sentimos -declaró la Jumos- es no llevarte por delante, para que los fusiles hagan boca con tu cabeza pindonguera». Y la otra: «Con Dios, abuelo y Zequiel... Don Mariano, conservarse... Sebo, no ande hoy por esta calle, no sea que lo derritan».
Diciendo esto la Zorrera, se oyeron tiros lejanos. Don Gabino se santiguó; Centurión soltó un terno; se echaron a la calle despavoridas las del partido, ansiosas de alcanzar algo de la función, y Sebo humilló su cabeza y encogió su cuerpo como si quisiese meterse debajo del mostrador. En esto pasaba por la calle tropel de gente con aspecto medroso. Salió Ezequiel a la puerta, y oyó decir: «En la Fuentecilla les han despachado». Oyéndolo, redobló Centurión sus apóstrofes declamatorios, y proclamó la supremacía de los principios sobre las pasiones. Sebo callaba, y como su amigo le propusiera emprender la retirada hacia los barrios del centro, se fue derecho a la trastienda murmurando con ahilada voz: «También yo principios... hombre de principios... hombre de bien... ¿Pero cómo salgo a la calle?... ¡Me ven, se fijan en mí...! Amigo Paredes, escóndame en su casa hasta la noche...». Esto dijo acariciando el sombrero, que en la mano llevaba, e internándose por el pasillo. Tras él, Centurión trataba de aliviarle el miedo: «No hay cuidado, Telesforo... Yendo conmigo, podrá usted salir... Mi persona es la mejor fianza...
-¡Fíese usted de fianzas!... ¿Fianzas contra el pueblo? ¡Ni de la Virgen!... Aquí me quedo».
Retirose don Mariano, dejándole al cuidado de Ezequiel y de Tomás, el encargado de la cerería, pues don Gabino, completamente chocho ya del agobio de sus años, no hacía más que acopiar caramelos para obsequio de toda mujer que entraba en la tienda por cirios, agraciándola con su sonrisa lela, sin distinguir señoras de sirvientas, ni honradas de públicas, que para él todo ser con faldas, salvo los curas, era lo mismo. Cuando a don Mariano en la puerta despedía, vieron pasar al General San Miguel, con su séquito de militares y patriotas, a trote largo calle abajo. «A buenas horas, mangas verdes», dijo Centurión; y don Gabino daba toda la cuerda de sonrisa a su boca sin dientes, persignándose como cuando habían oído los tiros. Entraron luego dos señoras, hija y madre, ambas muy guapas, a comprar cerillos y mariposas, y como venían asustadas del tumulto de la calle, no se detuvieron más que el tiempo preciso para su negocio, y tomar los caramelos con que las obsequió baboso y risueño el bueno de don Gabino. Este las despidió enjuagándose la boca con palabras que ellas no entendieron, haciendo la señal de la cruz y besándose los dedos. «Angelote -dijo a Ezequiel apenas se quedaron solos-, ¿cuándo aprenderás a no ser huraño con las señoras? A tu edad yo no las dejaba salir de la tienda sin decirles alguna palabra fina y con aquel... Eres un ganso, y en cuanto ves a una mujer, se te alarga el hocico, te pones colorado y no sabes decir más que mu, mu, como un buey que no ha salido de la dehesa... ¡Y que no son poco lindas la madre y la hija!... No sabría uno con cuál quedarse si le dieran una de las dos... La madre es hija de un señor de Pez que tuvo la contrata de conducción de caudales. Casó con el coronel Villaescusa, que ahora irá para General... Conozco bien a esta familia... El coronel y su hermana Mercedes, casada con Leovigildo Rodríguez, son primos carnales de nuestro amigo Centurión, que acaba de salir de aquí... Pues la niña es una flor... ¿no te parece que es una flor?... Se llama Teresita. Ya viste con qué ojos tan tiernos me miraba, y qué cuchufletas tan graciosas me decía, ji, ji, ji... Y tú, grandísimo pavo, te quedaste lelo como un poste cuando la madre te pasó los dedos por la cara y te dijo: «Zequiel, qué guapín eres».