Nuestros hijos: 31


Escena IV

editar

MECHA. -¿Llamabas, papá?

SR. DÍAZ. -Alfredo quiere hablarte.

MECHA. -Dí.

ALFREDO. -Ignoro si tú sabes, Mecha, que ayer estuvo aquí Misia Edelmira.

SR. DÍAZ. -Lo sabe.

MECHA. -Sí. Me contó papá.

ALFREDO. -¡Espero que te habrá contado todo!.. Que Enrique vuelve sobre sus pasos y desea casarse enseguida.

MECHA. -¡Sí, sí, sí!...

ALFREDO. -La visita de la señora de Álvarez no obedecía a escrúpulos caritativos. El señor Gutiérrez me lo ha demostrado esta mañana. Vino a ofrecerme una entrevista con Enrique quien desea a toda costa sincerarse con nosotros. ¿Qué piensas tú?

MECHA. -Alfredo, yo... francamente... en estas circunstancias, no sé que responderte.

SR. DÍAZ. -Sí que lo sabes.

ALFREDO. -No intervengas, papá.

MECHA. -Mira, hermano: Yo estoy muy atribulada y después de la catástrofe no he logrado asentar bien mis ideas. No pongo en duda la buena voluntad de Enrique. Es lógico que trate de reparar. Pero el caso es que tengo hecha ya mi composición de lugar, estoy dispuesta a consagrarle la vida a mi hijo, y no me hace falta el apoyo de Enrique. Ya no lo amo, por otra parte.

ALFREDO. -Y si no tuvieras más remedio que casarte, si se te dijera que esa unión nos salva a todos ¿qué harías?

MECHA. -¿Por qué he de ser yo la sola víctima?

ALFREDO. -¡Ah, sí! ¡Pretendes arrastrarnos en tu caída!... Hacernos solidarios de tu crimen. ¡No faltaba otra cosa!

MECHA. -Perdóname. No sé lo que me digo. ¿Mi sacrificio es condición indispensable para el bienestar de ustedes?

ALFREDO. -Naturalmente.

MECHA. -¿Pero podré imponer condiciones?

ALFREDO. -Según el género...

MECHA. -Bien. Me caso con Enrique. Pero siempre que, terminada la bendición o lo que sea, se me deje en libertad completa.

ALFREDO. -¡Oh, eso es absurdo!...

SR. DÍAZ. -¡Sí; hijita! Absurdo. Para salvar las apariencias es necesario que tú te cases, que vayas al domicilio conyugal, que aguantes el mal gesto de un marido por la fuerza, o el gesto sonriente de una bestia; que compartas la mesa de un eterno malhumorado, que aguantes sus desaires y sus reproches, ya que no sus violencias, y cuando el vaso esté colmado, recién entonces te permitirán ir a buscar un poco de paz en el seno de los tuyos. Ese es el programa que te espeta.

ALFREDO. -¡No exageres. papá, no mientas! Enrique....

MECHA. -¡Oh! De Enrique no espero mucho más.

ALFREDO. -Bien. Contesta categóricamente; que la paciencia se me agota. ¿Qué resuelves?

MECHA. -¡Que no me caso!

SR. DÍAZ. -Bravo, hija, Ya ves, Alfredo, que aun cuando me hagan declarar loco o incapaz no podrán consumar el atentado.

ALFREDO. -La has sugestionado con tus extravagancias. ¡Ah! Te advierto que hay muchos medios para impedir que un hombre prostituya su familia. ¡Podría arrojarte de esta casa!

SR. DÍAZ. -¡Arrojarme de mi casa!...

ALFREDO. -Sí. Una persona que atenta contra el decoro y el honor de los suyos no merece otra cosa. Es un loco o es un pervertido.

SR. DÍAZ. -¡Has perdido el juicio, muchacho! Insultarme a mí, injuriarme a mí. A mí que con una palabra, con un soplo puedo echar abajo el castillo de naipes de nuestro honor.

ALFREDO. -¿Qué quieres decir? Explícate. ¡Te lo exijo!... ¡Pronto!...

SR. DÍAZ. -Anda y pregúntaselo a tu madre.

ALFREDO. -¡Mi madre!.. ¡Oh! Has de probar el cargo o responderás de esa injuria! (Mutis violento.)