Nuestros hijos: 29
Escena II
editarMercedes. -¡Ah! Perdón.
SR. DÍAZ. -Adelante, hija. No hablamos nada reservado.
DOCTOR. -Y por otra parte, le he robado ya mucho tiempo al señor Díaz.
MERCEDES. -¿No se lo habrá robado él a sus enfermos?
DOCTOR. -Adiós, señor. (A Mercedes.) A usted no la volveré a ver...
MERCEDES. -En calidad de médico, creo entender.
DOCTOR. -Por supuesto. Adiós.
SR. DÍAZ. -¿Sabes dónde estará aquel cuaderno con los apuntes sobre la delincuencia precoz?
MECHA. -A ver... a ver... Aquí está. ¿Para qué lo quieres?
SR. DÍAZ. -La otra mañana, cuando discutía con tu ex futura suegra, se me quedaron muchas cosas por decirle con respecto a los institutos del Patronato, y entre ellas la constatación de que la mayoría de los niños delincuentes se han educado y han recibido la protección de aquellos asilos. Y pienso darles una broma pesada mandando un resumen de mis estadísticas a la sociedad «Pro infancia desvalida».
MECHA. -Lo harás después. Ahora tenemos que hablar. El comité está reunido en sesión plena.
SR. DÍAZ. -¡ Ah, sí!
MECHA. -Como lo oyes. Parece que tratan gravísimos asuntos.
SR. DÍAZ. -Me alegro mucho. Al fin se resolverán a adoptar una actitud de paz o de guerra.
MECHA. -Ha de ser de guerra. Encuentro a mamá hostilísima. Laura está llena de moños y en cuanto a Alfredo me acaba de maltratar.
SR. DÍAZ. -¡Cómo! ¡Se ha atrevido!...
MECHA. -No. De palabra, no más, No me hieren sus injurias. Se está operando un cambio tan grande en mí que empiezo a creer que no tardarán en serme indiferentes. Todos, empezando por mamá. Comienzo a darme cuenta de la inanidad de los sentimientos cimentados en una simple convivencia.
SR. DÍAZ. -Bravo, hijita.
MECHA. -Me hubiera explicado que en el primer momento, al conocer mi falta descargaran sobre mí todas las violencias de su indignación pero después han debido reaccionar ante lo irremediable y reintegrarme en su afecto. Mi cariño por ellos me obligaba ayer a ofrecerles un acto de desagravio recluyéndome en una casa de corrección, pero el cariño de ellos ni siquiera los ha inducido al perdón.
SR. DÍAZ. -A ese respecto tal vez prejuzgues un poquito. Debes comprender que todavía no se han repuesto de la sorpresa y que nuestra actitud debe haber llevado un poco de confusión a esos espíritus habituados a las soluciones hechas.
MECHA. -Podría haber notado ya algunos síntomas de reacción. Pero sucede lo contrarío. A mamá la veo convertida en un monumento de dignidad social agraviada, con una rigidez académica que en otras circunstancias me haría cosquillas, Laura con todas sus apariencias de tilinguita inofensiva está siempre erizada como un puercoespín y nada digo del otro, posesionado como está de su papel de dogo guardián del honor de la familia que ya ha ladrado fuerte.
SR. DÍAZ. -Veo que empiezas a irritarte. Eso ofusca, hija mía.
MECHA. -Sí. A sentirme incomodada. De manera que sería conveniente apresurar la solución del conflicto. Necesito tranquilidad y reposo completos. Ya sabes que no me pertenezco.
SR. DÍAZ. -¡Nervios! ¡Nervios!
MECHA. -Serán los nervios. Hay que calmarlos entonces. Tú me has ofrecido un asilo. ¡Llévame cuanto antes, cuanto antes!... Desde allí podemos continuar la batalla. Te quedas tú si quieres. Yo voy tomándole miedo a la cara del enemigo. Llévame.
SR. DÍAZ. -¡Ay, ay, ay! ¡Con qué sobresaltos y caprichos!... Esto es muy sintomático. Ven acá. Dame un beso. Así. ¡Bravo por la madrecita!
MECHA. -No vayas a pensar que esto es accidental y momentáneo.
SR. DÍAZ. -No, no, no. ¡De ningún modo!
MECHA. -¿Te burlas?
SR. DÍAZ. -Me has puesto de buen humor, hija. ¡Te aseguro que tenía una luna!... Bien. Voy a ver como andan las cosas en el hall... Mucho juicio ¿eh?