Nuestros hijos: 26


Escena XI

editar

SRA. DE ÁLVAREZ. -Le parecerá extraña, Eduardo, esta visita. No era destinada a usted, pero ya que lo encuentro significa lo mismo a mis propósitos.

SR. DÍAZ. -Tome usted asiento, Edelmira.

SRA. DE ÁLVAREZ. -Habrá adivinado el motivo que me trae.

SR. DÍAZ. -No, señora.

SRA. DE ÁLVAREZ. -Por favor, señor. Podríamos suprimir asperezas. Le aseguro que después de oírme será usted más benévolo.

SR. DÍAZ. -La escucho, Edelmira,

SRA. DE ÁLVAREZ. -Empezaré por decirle que si a ustedes les ha tomado de sorpresa esta catástrofe, la sorpresa nuestra ha sido igualmente grande.

SR. DÍAZ. -Le aseguro que no ha tenido necesidad de decirlo.

SRA. DE ÁLVAREZ. -Muchas gracias. ¿Quién iba a decirnos cuando discutíamos tan inocentemente sobre el tópico, que en cuestión de horas iba a presentarse un caso a prueba?

SR. DÍAZ. -Efectivamente.

SRA. DE ÁLVAREZ. -Acabo de hablar con mi hijo. Regresaba del duelo con Alfredo. Dios ha querido que no ocurriera ninguna desgracia mayor. Los muchachos no se han reconciliado pero no se olvida así no más una amistad de infancia. Enrique volvió afectadísimo y así que pudimos interrogarlo nos confesó la verdad con toda hombría. Está arrepentido de su botaratada y honestamente dispuesto a reparar el agravio que les ha hecho. Créame, Eduardo, Todo ha sido una muchachada. Su viaje a Europa, que provocó la catástrofe, era cierto puedo hacerle ver la carta del padre.

SR. DÍAZ. -Creo que podría haber pensado un poco antes en reparar su... eso, su agravio.

SRA. DE ÁLVAREZ. -Tiene razón. Resulta casi imperdonable

SR. DÍAZ. -No, no haga un reproche. Pienso que es mejor que las cosas hayan pasado tal cual han ocurrido.

SRA. DE ÁLVAREZ. -No soy de esa opinión. Enrique ha podido ser más decente.

SR. DÍAZ. -No se habría conseguido otra Posa que la infelicidad de los dos.

SRA. DE ÁLVAREZ. -¿Qué quiere usted decir, Eduardo?

SR. DÍAZ. -Que no se quieren, que no se han querido nunca.

SRA. DE ÁLVAREZ. -Conozco los sentimientos de Enrique y...

SR. DÍAZ. -Tenga usted la seguridad de que se los ha disimulado. De otro modo le habría ahorrado a la pobre muchacha las angustias de una incertidumbre de meses ya que no pudieron ambos dominar el estallido del instinto. En cuanto a ella puedo afirmarle que no siente la menor inclinación afectiva por su hijo, por más que estuviera dispuesta a someterse a un yugo que le pesaría toda la vida.

SRA. DE ÁLVAREZ. -Es muy extraño lo que usted dice. Quisiera hablar con Jorgelina.

SR. DÍAZ. -Puede hacerlo si gusta y la autorizo hasta a dudar de mis facultades mentales pero le advierto que los destinos de Mercedes están en mis manos y que no la entregaré jamás, por ningún precio, al sacrificio de una unión que no resuelve ningún punto de honor y, sobre todo, que la condena a una servidumbre odiosa y deprimente por toda su existencia. Sabiendo esto puede usted verse con Jorgelina y apreciar mi actitud conforme a su criterio, que mucho respeto por cierto.

SRA. DE ÁLVAREZ. -Es la primera vez que oigo hablar así, Eduardo. No le sospechaba semejantes ideas. ¿No cree usted en la sinceridad de este paso que damos?

SR. DÍAZ. -No la pongo en duda.

SRA. DE ÁLVAREZ. -Entonces... (Poniéndose de pie.) sólo tengo que lamentar que este deplorable episodio venga a cortar nuestra vieja y afectuosa amistad.

SR. DÍAZ. -Por lo que a mí respecta, Edelmira, puedo asegurarle que permanece invariable... Y que conservo su palabra de continuar en cualquier circunstancia aquella discusión sobre....nuestros hijos naturales.

SRA. DE ÁLVAREZ. -Adiós. Eduardo.

SR. DÍAZ. -Adiós, Edelmira.