Nuestros hijos: 02


Escena II editar

SEÑORA y SEÑOR DÍAZ


SR. DÍAZ. -(Que ha descendido tambaleante la escalera.) ¡Jorgelina!

SRA. DE DÍAZ. -(Con un movimiento nervioso.) ¡Jesús! ¡Me has asustado!

SR. DÍAZ. -Dime: ¿has dado orden a los criados de que no me atiendan?

SRA. DE DÍAZ. -¿Cómo puedes pensar semejante cosa, Eduardo? Precisamente acabo de observarle a Juana que...

SR. DÍAZ. -Hace muchos días que no me sirven como es debido. Tengo que llamar media hora para que acudan; me suben los periódicos cuando se les antoja, y ponen mal gesto o rezongan si algo les observo. Todo esto no está en razón puesto que los trato bien.

SRA. DE DÍAZ. -Pero encuentras razonable atribuirme las faltas de los criados.

SR. DÍAZ. -Pienso que sería más lógica en ustedes que en ellos esa hostilidad.

SRA. DE DÍAZ. -¡Oh! Sería curioso que empezara a atacarte ahora la manía de las persecuciones.

SR. DÍAZ. -Mecha ya no sube a ayudarme.

SRA. DE DÍAZ. -Bien sabes que está enferma.

SR. DÍAZ. -He notado además que se están tomando demasiado interés por mí y por mis asuntos Eso me perturba. Desearía no tener que repetir estas observaciones. Si molesto, me voy. No quiero ser molestado.

SRA. DE DÍAZ. -En verdad, sería preferible una separación definitiva, a este divorcio deprimente en que vivimos.

SR. DÍAZ. -¿Lo desean ya?

SRA. DE DÍAZ. -No, Eduardo: no lo deseamos. Lo que queremos es que vuelvas a la vida de antes, a ocupar tu lugar en el seno de los tuyos y en la consideración de las gentes. ¡Esto no debe continuar así!

SR. DÍAZ. -¿Sabes si ha llegado la correspondencia de Europa?

SRA. DE DÍAZ. -No sé. No, no te vayas. Escúchame.

SR. DÍAZ. -Tú debes salir, yo tengo que hacer. Nos distraeríamos.

SRA. DE DÍAZ. -No. Atiende. ¡Te exijo que me atiendas!

SR. DÍAZ. -Te advierto que no me negaba por descortesía, sino por sentido práctico. Salvo que tengas algo que comunicarme.

SRA. DE DÍAZ. -No te robaré mucho tiempo. Respóndeme categóricamente. ¿Tienes algún agravio conmigo?

SR. DÍAZ. -No. ¿Por qué me haces esa pregunta?

SRA. DE DÍAZ. -Porque cada vez me resulta más inexplicable tu conducta.

SR. DÍAZ. -Creo haberla explicado satisfactoriamente.

SRA. DE DÍAZ. -Pero no la justificas. Eres demasiado normal, demasiado equilibrado para convencer a nadie de tu extraña misantropía.

SR. DÍAZ. -¿Misántropo, yo?

SRA. DE DÍAZ. -¿Quieres que nos entendamos? Esta vida nuestra se hace cada vez más dolorosa. Hace un momento te quejabas de los criados. ¿Cómo te han de respetar si ven que has abdicado tu autoridad; sí para ellos no eres más que un pobre ente sin voluntad a quien su familia ha relegado al último piso de la casa por sabe Dios qué lacras morales?

SR. DÍAZ. - ¡Oh!

SRA. DE DÍAZ. -¡Eso! Un pobre diablo a quien no toman en cuenta quizá por creer que nos halagan, que eso entra en sus obligaciones. No eres mucho más para nuestras relaciones. Un extravagante cuando no un monomaniático lastimoso.

SR. DÍAZ. -Me interesa igualmente poco lo que puedan pensar unos y otros: criados y amigos.

SRA. DE DÍAZ. -¿Y nosotros? ¿Y nuestra situación?

SR. DÍAZ. -Bien han podido habituarse en cuatro años. En menos tiempo llegamos hasta aburrirnos de tener un enfermo crónico en la familia.

SRA. DE DÍAZ. -¡Oh! Eso es una crueldad injusta.

SR. DÍAZ. -Es una vulgar constatación. Por lo demás aquí no se trata de un enfermo ni cosa que se le parezca, sino de un sujeto que no tiene necesidad de abrevar en la fuente común para hallar un poco de dicha y que nada hace ni hará en perjuicio de la dicha ajena. El caso no puede ser mas sencillo. Con partir de ese concepto y con preocuparse menos de lo que piensen y digan las gentes, nos ahorraríamos inquietudes y prevenciones. Tranquilícense, pues. Y tú déjate de cavilaciones. Nada me has hecho, nadie me ha hecho nada. Déjenme en la paz de mi mansarda con mis diarios y mis papelotes y no se empeñen en torcer una resolución que es irrevocable, y mucho menos en hostilizarla.

SRA. DE DÍAZ. -No sé por qué, cuando más te esfuerzas en justificar tu actitud, más enigmática me resulta. Por última vez, Eduardo, ¿debo pensar que somos ajenos a ella?... ¿Que soy ajena a ella?

SR. DÍAZ. -Debes pensarlo.

SRA. DE DÍAZ. -¿Y por qué me has abandonado?

SR. DÍAZ -Vuelta a subir la montaña con el peñasco a espaldas. ¿Para qué me lo haces caer?

SRA. DE DÍAZ. -Has podido dedicar a tu obra la atención necesaria sin necesidad de renunciar a la vida en común.

SR. DÍAZ. -No; la convivencia me exigiría una participación activa en el tráfico social. He empezado demasiado tarde la obra para derrochar tiempo en trivialidades.

SRA. DE DÍAZ. -No todo es tráfico social en la convivencia afectiva.

SR. DÍAZ. -Naturalmente, pero lo demás no les falta.

SRA. DE DÍAZ. -¡Oh! ¡Eduardo, Eduardo!... (Se detiene mirándolo fijamente. El señor Díaz distrae su mirada en cualquier sentido y luego se pone de pie encaminándose a la escalera.)

SRA. DE DÍAZ. -(Con cierta vehemencia.) ¡No te vayas! ¡No me hagas eso! ¡Ven acá! Díme: si es verdad que nada tienes que reprocharme, ¿por qué me has repudiado? ¿Por qué me repudias?

SR. DÍAZ. -¡Otra vez con el peñasco a cuestas! ¿Hasta cuándo he de decirte que considero terminada mi misión en este hogar?

SRA. DE DÍAZ. -Te equivocas. No ha terminado. Quizá nuestros hijos necesiten ya tus caricias. Pero yo sí. Ellos van a formar nuevos jardines, nosotros quedamos para cultivar nuestros viejos rosales ¿Por qué hemos de dejarlos secar antes de tiempo? (Con mucha ternura, apoyándosele en el hombro.) ¡Devuélveme tu ternura, Eduardo! Me hace falta, nos hace falta a los dos un poco de realidad afectiva.

SR. DÍAZ. -(Se aparta suavemente de sus brazos y detiene un instante la vista en el sombrero.)

SRA. DE DÍAZ -¿Qué pasa? ¿Qué tengo en el sombrero?

SR. DÍAZ. -(Sonriendo.) Nada, nada.

SRA. DE DÍAZ. -Pero...

SR. DÍAZ. -No te inquietes Una reminiscencia. Un relámpago mental.

SRA. DE DÍAZ. -(Va al espejo y se mira.)

SR. DÍAZ -(Se aleja escaleras arriba.)

SRA. DE DÍAZ. -(Al volverse, con un gesto de desilusión.) ¡Oh, Eduardo! ¡Esto no tiene nombre!...