Nota: Se respeta la ortografía original de la época

VI.

LA ESMERALDA.


Tenemos el placer de decir á nuestros lectores que, durante toda esta escena, Gringoire y su drama habian permanecido firmes. Sus actores, acosados por él, no habian cesado de representar su pieza, y él no habia cesado de escucharla: valeroso é intrépido, determinóse á llegar hasta la pared de enfrente, no desesperando de recuperar la atencion del público; vislumbre de esperanza que se reanimó cuando vió á Quasimodo, Coppenole y la comitiva atronadora del papa de los locos salir con estruendo de la sala. El gentio se precipitó de tropel detras de ellos:—¡Bien!— dijo el poeta para su capote, ya se van todos los alborotadores desgraciadamente todos los alborotadores eran el público. En un abrir y cerrar de ojos aquella grande sala quedó vacia.

Si hemos de decir verdad, todavia quedaban algunos espectadores, unos esparramados, otros agrupados en torno de los pilares, ancianos, mujeres y niños, cansados ya sin duda de desórden y barabunda.— Algunos estudiantes se habian quedado á caballo sobre el entablamiento de las ventanas, y tendian la vista hácia la plaza.

— Pues señor, dijo Gringoire, todavia queda la gente suficiente para oir el fin de mi misterio. Pocos son, pero tengo un público escogido, un público literato.

Un momento despues faltó una sinfonia que debia producir el mayor efecto á la llegada de la Sta. Virgen; con suma amargura advirtió Gringoire, que la procesion del papa de los locos se habia llevado su música...—¡Adelante!—dijo con estóica firmeza.

Acercóse á un grupo de gente que le pareció se ocupaba en su moralidad; hé aqui el trozo suelto de su conversacion que cogió al paso.

— ¿Ya conoce vuestra merced, maese Chenetean, el palacio de Navarra, que pertenecia á Mr. de Nemours?

— Si, frente por frente de la capilla de Draque.

— Pues señor, el fisco acaba de alquilarlo á Guillermo Alixandre, historiador por seis libras y ocho sueldos parisies al año.

— ¡Que carestia!

— Vamos,—dijo Gringoire suspirando;—puede que los otros escuchen.

— Compañeros,—gritó de repente uno de los diablillos de las ventanas,—¡la Esmeralda! ¡la Esmeralda! ¡la Esmeralda! ¡en la plaza!

Estas palabras produjeron un efecto mágico; la poca gente que quedaba en la sala se precipitó á las ventanas, trepando por las paredes, y repitiendo: ¡la Esmeralda! ¡la Esmeralda!

Oíase al mismo tiempo en la calle un gran estruendo de aplausos.

— ¿Qué diablos quiere decir con su Esmeralda?— exclamó Gringoire cruzando las manos, desolado.— ¡Dios mio! ¡Dios mio! parece que les llega ahora su turno á las ventanas.

Volvióse hácia la mesa de mármol y vió que estaba interrumpida la representacion. Habian llegado precisamente al momento en que debia presentarse Júpiter con su rayo, y es el caso que Júpiter estaba inmóvil en el fondo del teatro.

— Miguel Giborne,—gritó el poeta irritado,—¿qué haces ahi? ¿es ese tu papel? despacha y subo.

— No puedo,—dijo Jupiter,—un estudiante acaba de llevarse la escalera.

Tendió la vista Gringoire; demasiado cierta era esta calamidad; toda comunicacion estaba interceptada entre su enlace y su desenlace.

— ¡Canalla!—murmuró,—¡y por qué se la ha llevado!

— Para ir á ver á la Esmeralda,—respondió Júpiter contrito y luego:—¡Calla! aqui hay una escalera que no sirve para nada,—y se la llevó.

Este fue el golpe mortal: Gringoire le recibió con resignacion.

— ¡Llevaos el diablo!—dijo á los comediantes,— y si me pagan, os pagaré.

Tocó entónces á retirada, cabizbajo y pensativo, pero el último, como un general que ha cumplido con su deber.

Y mientras bajaba la tortuosa escalera del palacio:—¡Valiente cáfila de brutos y de pollinos son los tales parisienses!—refunfuñaba entre dientes,— ¡vienen á oir un misterio y no le escuchan! Todo les ha ocupado, Clopin Truillefou, el Cardenal, Coppenole. Quasimodo, el diablo que los cargue: pero la Sra. Virgen Maria, ni pizca. A haberlo sabido, ya los hubiera yo dado virgenes Marias, ya, salvajes. ¡Y yo! venir á ver caras, ¡y no ver mas que espaldas! ¡Ser poeta, y lucirlo como un boticario! Verdad es que Homero mendigó el pan de su sustento por los pueblucos de la Grecia, y que Naso murió desterrado entre Jos moscovitas. ¡El diablo me lleve si sé lo que quieren decir con su Esmeralda! ¿Qué palabra es esa? ¡Eso es egipcio!!