Nubes de estío/Capítulo XXII
Capítulo XXII
Para que todo estuviera en punto de caramelo y nada faltara en aquella coruscante fiesta de la high life, así trashumante como indígena, quiso la buena fortuna que llegara a tiempo de concurrir a ella Alhelí, el cronista más almibarado y oloroso de todos los cronistas de salones madrileños; la más competente, indiscutible y respetada autoridad en materia de moños aristocráticos, picadillos y contorsiones pschout, y sauteries y faive o'clocks. Díjose que había venido, no solamente invitado, sino con dietas y estancias pagadas, préalablement, por algunos amigos y otros valientes apasionados, suyos de la crema de allí, que le reputaban por el único mortal digno de manejar la estrofa de gancho fino y punto de Flandes a la altura que pedía el caso; en fin, que había venido para aquello, como Homero al mundo para cantar lo de Troya. Cierto o no cierto el dicho, el hecho fue que apareció la víspera de aquel día en la vía pública, rodeado de admiradores que le devoraban con los ojos el terno de tricot fantasía, el sombrerillo de paja y los botines de dril; todo en conjunto y cada cosa de por sí, de la más «alta y atrevida novedad,» como decía él. El mozo (pues lo era, aunque linfático y de pocas creces) se dejaba admirar con entera conciencia de merecerlo, no sólo por lo admirable del vestido, sino por tener plato en todas las mesas de lustre y acceso a todos los cotarros del «buen tono;» moneda en que pagaban las gentes del «gran mundo» las lisonjas de su pluma, que no valía para otros destinos ni vivía de otra cosa.
Al día siguiente fue de los primeros en concurrir a la explanada del embarcadero; pero con otro vestido y otros requilorios muy diferentes de los de la víspera: llevaba encima un atalaje adecuado a las exigencias de la ocasión; algo así como «a la marinera» de teatro; guantes de muchos cosidos, borceguíes a la inglesa, grandes anteojos de mar colgando de una bandolera, y entre manos una bocina descomunal de reluciente azófar, sobre cuyo destino guardaba el obstinado secreto; secreto que era la desesperación de sus amigos, a los cuales consolaba asegurándoles que el detalle «había de quedar,» porque, como irían viéndolo, compondría distinguidísimamente en el cuadro. Era una novedad que quería introducir él, tomándola de otros del sport de Madrid, en los que acababa de adoptarse con gran éxito.
La verdad es que con aquellos atalajes y aquel cortejo que le envolvía y escuchaba y le seguía en cada parada, en cada discurso y en cada vuelta por el andén, el mozo parecía amo, jefe y director de todo aquello; y más lo pareció cuando, por aproximarse la hora de la cita, comenzaron a llegar hasta los menos diligentes de los invitados, y él a salir a su encuentro para hacerles agasajo y cortesía, según las prendas y merecimientos de cada uno... ¡Oh, cómo se crecía allí y se agrandaba a los ojos de los chicos de su séquito! No parecía sino que en el apretón de manos, en la ceremoniosa cabezada, en el familiar apóstrofe, en la sonrisa afable o en la mirada sutil, daba a cada recién llegado la credencial de suficiencia para formar en aquella legión de escogidos, y que, al acompañarlos hasta el borde de la escalera de embarque, decía a la comisión que funcionaba abajo sobre la cubierta del vapor allí atracado: «Podéis recibirlos sin escrúpulo: van garantizados por mí.»
De este modo fue desfilando por aquel tablero, en poco más de un cuarto de hora, la flor y nata de la colonia forastera y de la gente de la ciudad... con alguna que otra excepción que no hubiera merecido el pase del superfino Alhelí si se hubiera sometido el punto a su dictamen. Por ejemplo, la excepción de Fabio López. No supo nunca el remilgado cronista lo que se perdió con no haberse enterado el otro de la cara que él le puso al verle atravesar el tablero y acometer la escalera hacia el vapor, con su puro entre los dientes, media oreja debajo del apabullado calabrés, su garrote de acebo del país, sus zapatos amarillos, su levisac de carteras y sus navajeros clásicos.
«Pero ¿qué pito iba a tocar allí Fabio López?» -preguntará el lector, que conoce su modo de pensar sobre ciertas flaquezas de la vida humana.- «¿Por qué tomaba parte en una fiesta de aquella catadura un hombre tan incompatible con ella?» Pues Fabio López estaba allí, principalmente, porque no debía de estar: era de los hombres más tentados de la atracción de los abismos; y el diablo parecía complacerse en prodigárselos por donde quiera que andaba. En aquella ocasión se valió, para tentarle, de la pasión que la víctima tenía por sus dos sobrinos. No podía pasarse sin ellos en la mesa, ni dejar de acompañarlos con la atención a todas partes. Sabía él que en la jira que tantas y tan sangrientas burlas le debía, representaban papeles de mucha cuenta; y ardiendo en curiosidad de ver cómo se portaban en ellos, y no pudiendo disimularla, explotáronle la flaqueza los dos diablejos, y cayó el pecador otra vez más. «Sé que no vuelvo a casa vivo -les afirmó con voz y cara de tempestades,- porque aunque juro no tomar ni el aire de vuestra mesa ridícula, he de morir de indigestión de algo que yo barrunto; pero voy, voy, ¡reconcho! siquiera porque me dejéis en paz... y por adquirir con mis propias uñas más pruebas que meteros por los ojos cuando me digáis que muerdo de vicio y sin saber lo que muerdo.»
Y por eso iba, es decir, creía que iba por eso a la jira elegante aquella... como había ido en su vida a tantas otras partes, de donde no siempre había vuelto tan descalabrado como esperaba al empezar a caer; pero, en rigor de verdad, iba porque así se cumplía su destino.
Iba, como de costumbre en tales casos, poniéndose en el peor de los imaginables, y echándose la cuenta del perdido: que se viera solo entre la muchedumbre de la ratonera en que se dejaba coger; y peor que solo, mal acompañado, sin una cara amiga a qué volver los ojos, ni una persona de gusto con quien cambiar media docena de comentarios crudos, que necesariamente habían de sugerirle tipos y escenas que no faltarían en su derredor. ¡Y cuidado que la jornada era breve, en gracia de Dios, para pasada en un potro y sin un resquicio de escape en un extremo insufrible!
Por éstas y semejantes alturas de imaginación andaba el hombre cuando salió de casa aquella mañana, y llegó al muelle de los Pitorras y atravesó el ancho tablero en que hormigueaban invitados y curiosos, y le vio pasar derecho a la escalerilla el almibarado Alhelí, sin que López le viera a él, ni tampoco a persona que le fuera simpática entre las varias que conoció en dos miradas de reojo que lanzó a diestro y a siniestro. Sabía que sus dos sobrinos formaban parte de la comisión receptora del vapor, y en ello iba confiado para salvar el primer escollo de los varios que para él tenía el mar de las aventuras en que había empezado a meterse: la entrada en el barco, lleno ya de gentes desconocidas, amén de elegantes del «gran mundo» muchas de ellas. Eso de tener a quién preguntar algo, con quién hablar, y hablar recio si era preciso, en un trance tan crítico como aquél, valía más de lo que parecía. Del modo de empezarlas depende el éxito, bueno o malo, de casi todas las empresas de la vida.
Cuando llegó a poner el pie en el primer peldaño de la escalera, el Pitorra cuarto... o quinto, porque en esto hay sus dudas, lucía un poco más abajo todos sus trapitos de gala y lanzaba a borbotones el humo por la chimenea, como si despilfarrara el carbón en honra de tanta fiesta; y a la sombra de los toldos, si no nuevos, lavaditos y estirados, bullían los elegidos en pintoresco desorden, tremolando las gasas de los sombrerillos de las damas al impulso de la ventolina que soplaba, y confundiéndose en un olor solo y en una sola algarabía, el salitre de la mar, el perfume de las mujeres, el tufo de la maquinaria, y el rumor de las conversaciones; el chapoteo de la resaca al batir los pilares y escalones del embarcadero, y las fugas del vapor de la caldera por todos los resquicios que le franqueaban las llaves mal cerradas.
A Fabio López le pareció el cuadro muy vistoso, y se detuvo unos momentos con el doble fin de contemplarle y de descubrir a sus sobrinos, o de ser visto por ellos. Sucedió lo último. Conoció la voz del apodado Juan Fernández; viole en seguida venir hacia la plancha tendida entre la escalera y el vapor, y bajó, con paso resuelto como quien pisa ya terreno conocido y hasta de su legítima propiedad. Entró en la ratonera, aprovechando el pretexto de algunos apóstrofes a su deudo para echar unas cuantas ojeadas al cuadro y empezar a orientarse de él, y no quedó pesaroso de la exploración. ¡Mucha mujer guapa había por allí! Fueran de allá, fueran de acá, fueran crema fina o fueran requesón, vulgar, ellas eran guapas; y en tratándose de mujeres guapas, no había que pararse en fronteras ni en jerarquías: todas eran de todas partes y para admiración y recreo de todos los hombres de buena voluntad y mejor gusto. Con este puntalillo en los ánimos, se sintió más brioso y se atrevió a un poco más: vio sitios desocupados en el castillete de proa, y fue en demanda de uno de ellos. Hervía aquel espacio de mujeres en animado revoltijo. Mejor para él: podía hartarse de mirar sin ser observado de nadie. Pues a mirar y empezando por lo de más cerca y más a tiro de los ojos: por los pies. ¡De lo bueno a lo superior, reconcho! Pero no se podía andar despacio ni en bromas con la vista por allí. Arriba con ella: el talle. Le tenía a él sin cuidado ese particular. Al otro piso... De molde; pero ¡fuera usted a saber!... Las caras. ¡Allí sí que no cabía engaño para él, que era ya perro viejo y sabía distinguir de colores! Podía certificar que había las necesarias para perder el gusto el hombre de más cachaza, puesto a escoger entre todas las de primera. ¡Canastos, cómo abundaban las de esta clase! Y los trajes eran vistosos y hasta elegantes; pero sencillos a más no poder. Le gustaba esta circunstancia. En cambio, los hombres, sobre todo los de cierta edad, tumbaban de espaldas: unos por carta de más, y otros por carta de menos... Volviendo a las mujeres, ninguna de ellas le era enteramente desconocida. A todas las había visto alguna vez, o en la playa o entre calles en lo que iba de verano, o desde que se habían vestido de largo; porque en el montón las había forasteras y de casa. Procediendo en el examen por comparación, buenas las hallaba entre las primeras; pero ¡cuidado con algunas de las segundas! Allí estaba, entre otras, la Africana de Brezales... ¡Reconcho, qué mujer aquélla!... En el mundo no se daba otra de más adobo picante... Buena era su hermana en clase de rubia; pero ¡quiá! ni con cien leguas... ¡Qué contraste el de las dos con las tres cotorras de Sotillo, que estaban a su lado charla que te charla con unas forasteras que conocía él mucho de vista! El segundo sobrino suyo, el sportman platónico, muy soplado de smoking y cuellos de pajarita, que se le había acercado momentos antes, deprisa y corriendo, porque lograba aquel vagar en sus tareas, le informó de que las que hablaban con las de Sotillo eran las de Gárgola, guapas chicas, amén de acaudaladas... Según el mismo informante, lo de Irene Brezales con Nino Casa-Gutiérrez había concluido, sin haber comenzado propiamente; y para que no le quedara a nadie la menor duda, estaba ella presente allí, convaleciendo de la enfermedad que le había costado el susto... El gran duque se había conformado con una indemnización de cinco mil duros. Se sabía esto porque él mismo había cobrado en el Banco un talón de esa cantidad, firmado por don Roque; y debió de publicarlo el dependiente que pagó... Bien le vendría la guita al hijo del personaje, que llevaba tres días de malas en la ruleta... porque había ruleta a diario, aunque se dijera otra cosa... En lo del malogro de la boda, punto para Pancho Vila.
Y con esto se fue el mozo del smoking y de los cuellos de pajarita a cumplir con sus deberes galantes, y se quedó su tío comenzando a temer que aunque aquello, por lo tocante a mujeres, estaba de lo mejor, había de aburrirse pronto por falta de espacio en que revolverse y de un amigo con quien desahogar sus humores. Buscando lo uno y lo otro, había dejado su sitio y andaba en dirección al departamento de popa y mirando a todas partes. Muchas caras conocidas veía; pero ni una sola «de cristiano.» ¡Reconcho, si le entraba la fiebre después de desatracarse el vapor! ¿Se desembarcaría antes de verse en tal peligro?... Faltaba el modo de hacerlo, aunque quisiera. ¡Cuidado con el alud de gentes que caía sobre el vapor en aquel instante!... ¡Uf! El gran duque de la Camama... y la merluza de su hija con el novio memo detrás... y el otro duque de hueso arranciado... y el perdis de Nino... Por lo visto, las dos grandes duquesas se habían quedado en casa. Muy bien hecho... Para escaparates de droguería, sobraban algunos que ya estaban a bordo... El tonto de don Roque, que les había salido al encuentro, venía delante, como el pertiguero de la procesión, abriendo paso... Pues los llevaba hacia proa... Si era verdad lo de los cinco mil duros por vía de indemnización, Fabio López no entendía aquella ocurrencia de Brezales... Habría que darse una vuelta por allí para ver cómo se las arreglaban las dos familias frente a frente, si las noticias del gomoso eran exactas... Detrás de los personajes, Sancho Vargas, vestido de dril, con zapato bajo y sombrerito a la marinera; el periodista de marras y Pepe Gómez: los tres coleros de Su Excelencia. ¡Qué gloria para ellos! Pues ¿y para los chicos de la comisión que les hacían los honores de la casa con una solemnidad que enternecía? ¡Reconcho con la suerte que les había caído... a unos y a otros!... Pues ¡anda con el nuevo alud que se despeñaba por la escalera!... Un tipejo estrafalario y anémico, agarrado a una trompeta como la del juicio final, y seguido de una piara de gomosos...
Ese es Alhelí, -dijo a Fabio López Juanito Romero que acababa de entrar en el vapor.
-¿El de la trompeta? -preguntó López hecho una pólvora ya.
-El mismo -respondió el otro.- Verá usted qué monísimo está y qué gracia tiene visto de cerca.
-Algo así me había figurado yo -repuso Fabio López, arrancando con los dientes medio cuarterón de tripa a su cigarro,- por las noticias que tenía de él. Pero la culpa de que se consientan mamarrachos como ese entre personas formales, la tenéis tú y otros tontos distinguidos como tú, ¡reconcho! que los aplaudís, en lugar de tirarlos al agua, como voy yo a tirar a ese si no me desembarco en seguida...
Aquí le interrumpió una voz pausada y suave que le dijo por el oído del lado opuesto:
-Véngase usted conmigo, señor don Fabio, a un rinconcito muy cómodo que está desocupado cerquita de aquí, y desde donde podremos ver sin que nadie nos incomode...
Y al mismo tiempo, el que así le hablaba, que era Pancho Vila, le cogía suavemente por un brazo; Pancho Vila, con su puro sempiterno enarbolado en la pipa, y su continente impasible, tal y como el lector le vio acercarse a cierta mesa de café en los comienzos de este relato, aunque ignorando entonces cómo se llamaba, y le adivinaron por el modo de pisar, en casa de las de Sotillo, Casallena y Juanito Romero, algunos capítulos más adelante.
Dejose conducir Fabio López sin grandes resistencias; pero a condición de que también le acompañara Juanito Romero, porque no era para sufrida por él una situación tan especial como aquélla sin dos puntales, por lo corto.
Complaciole de buen grado el aludido, que no le estimaba menos que Pancho Vila; y desaparecieron los tres en las espesuras de aquel lado, mientras la comparsa de Alhelí atropellaba las del opuesto para dirigirse a proa, como una horda de caribes.
-No está mal este departamento -dijo Fabio López a Pancho Vila después de tender una mirada por los alrededores;- pero se me antoja que en el otro, en el de proa, ha de haber mayor entretenimiento para usted.
-Es posible -respondió Vila serenamente;- pero como hay tiempo para todo, todo se andará si fuere necesario...
Carraspeó Fabio López, dando con el codo al mismo tiempo a Juanito Romero, y asomáronsele a los ojos y a los labios unas ideas y unas palabras que no llegaron a conocerse, porque en aquel instante se desató en pitidos el silbato del vapor; rasgaron los aires hasta media docena de cohetes a un tiempo; rompió a tocar en el puente el paso doble de Pan y Toros la banda del Hospicio, en la que muy pocos pasajeros habían reparado hasta entonces; lanzaron fieros hurras los más entusiastas expedicionarios de tierra adentro; agitáronse pañuelos y jipijapas en el aire; silbaron desaforadamente los cien granujas congregados en el muelle al olor del espectáculo, y comenzó a desatracarse el Pitorra... cuarto o quinto.
Puesto en franquía ya, y dado el ¡avante! por el patrón encaramado en el puente y con ambas manos en la rueda, comenzaron a palpitarle al barco todas las entrañas, y las paletas de sus ruedas exteriores a batir y remover el agua, con fatiga y estridor de los pulmones caldeados, como si no pudiera con la carga. Al fin, hincó las uñas a su gusto; hizo un esfuerzo de gigante, salió del atolladero y tomó el andar que deseaba, puesto el rumbo a la frontera costa, que se desvanecía un poco entre la bruma tenue y luminosa cernida allí por las brisas del Nordeste.
Sin haberse alejado el Pitorra del embarcadero medio cable todavía, no volvió a subir otro cohete por los aires, y se calló la banda del Hospicio, y volvieron todos los pañuelos a sus bolsillos y todos los sombreros a sus cabezas correspondientes; cesó la gritería de los más locuaces y ardorosos, y hasta el mismo Alhelí puso coto a sus payasadas, y arrimó a un lado el trompetón para desenfundar los gemelos que llevaba en bandolera; los escasos asientos que iban desocupados fueron ocupándose; entró en caja todo el mundo, y sólo quedaron de pie, en el centro del castillo de proa, el duque del Cañaveral, Froilán, Gorgonio y Perico, hablando como los simples mortales, y don Roque, el periodista y Sancho Vargas, que saboreaban en silencio el jugo de sus ocurrencias. Y no se obró este cambio, casi repentino, porque no hubiera a bordo más cohetes, ni se agotaran las fuerzas pulmonares de los músicos, ni se nublara el buen humor de los pasajeros; sino porque en el escenario grandioso en que iba entrando el vapor; sobre aquella extensísima y transparente llanura en que chisporroteaba la luz y dejaba la brisa, por huellas de su paso, copos de espuma y ondas rizadas; ante aquellas barreras colosales de montes que iban alzando sus crestas a medida que se alejaban del mar, hasta desvanecerse en el ambiente del último confín de aquel seno espléndido y maravilloso, en que dormían tranquilas y apacibles las aguas indomables del Cantábrico, ni los cohetes se oían, ni la charanga sonaba, ni resultaban los chistes de los hombres que parecían allí gusanejos de corral, como siempre que la Naturaleza se ofrece en espectáculo: ella lo canta, ella lo dice, ella lo expresa todo; y ella sola es el rumor, y la armonía, y el estruendo, y la luz, y la elocuencia, y la poesía, y el arte, y la hermosura; ella lo absorbe y lo domina y lo produce todo, y es fuente y objeto a la vez de la inspiración y del sentimiento de los hombres, por livianos que sean de meollo.
Pero como también, por ley de la misma Naturaleza, los hombres son tornadizos y débiles, los de aquel día fueron sacudiendo poco a poco el yugo de la contemplación que les había impuesto la grandeza del panorama, y comenzó a despertarse en ellos el ansia de moverse y de hablar recio... de volver, en suma, a lo de antes; y reaparecieron los chistes de los graciosos, y los discreteos de los agudos, y la algarabía de las mujeres; y volvió Alhelí a hacer de las suyas, con la variante de recitar versos en francés delante de María Casa-Gutiérrez, que hallaba la ocurrencia de un gusto muy distinguido; y hasta un señor, nativo de Salamanca, que era magistrado del Supremo, y por eso llevaba sombrero de copa y levita negra, después de prorrumpir en himnos de admiración, mirando tan pronto a la mar por la boca del puerto, cuyo eje iba cortando el Pitorra entonces, como al fondo interminable de la bahía, rompió a cantar, abriéndose de brazos, con bastón y todo, y enarcando mucho las cejas, aquello de la inmensa llanura del mar... con la misma fe que si no se hubiera repetido nunca en el mundo de la realidad el cántico aquel desde que había envejecido Marina en el teatro.
Precisamente entonces fue cuando Nino Casa-Gutiérrez, aprovechando el vocerío y el movimiento de aquellos instantes y un lugar desocupado que había junto a Irene, se apresuró a ocuparle. No le satisfacían ni los datos de propia observación ni las reflexiones de su padre, para dar su pleito por perdido: quería apurar el último trámite, y que se fallara en regla. Para eso había acudido él allí. De todas maneras, un ratito de conversación con Irene era de necesidad hasta para caer él con relativa gracia delante del público, si estaba decretado que cayera. A ese fin tendía igualmente la intimidad en que parecía estar allí su hermana con las hijas de don Roque. Para lograr su objeto, no turbaría la serenidad de Irene llevándola de golpe al punto escabroso: la conduciría a él por extraños derroteros, de modo que los fisgones del concurso los creyeran departiendo tan descuidadamente como los mejores amigos. Y así vino a suceder, con levísimos errores de cálculo. Irene llegó al fin de la jornada, tan fresca y en sus cabales como estaba cuando la había comenzado. Lejos de temerle, parecía que deseaba entrar cuanto antes en el terreno a que visiblemente la conducía su interlocutor, algo más desconcertado que ella.
Estando ya los dos en lo más áspero de ese terreno, la dijo él:
-¿De manera que entre usted y yo no queda a estas horas ningún asunto pendiente?
-Absolutamente ninguno, -respondió Irene con gran entereza.
-¿Ni, con respecto a mí -insistió Nino, más sereno de semblante que de espíritu,- de nada le remuerde a usted la conciencia, ni cree haber faltado a ninguna consideración ni a ninguna palabra?
-¡Con respecto a usted... ni a nadie? -le interrumpió Irene con un dejo de repugnancia que trascendía.- ¿Cómo ha podido usted soñarlo siquiera?
-¿Luego no me reconoce usted derecho para quejarme de nada?...
-De nada, por lo que a mí toca.
-¿Quién ha tenido entonces la culpa de lo que ha pasado y usted no puede ignorar?
-Cualquiera, menos yo. Esto le baste a usted, y sea ello lo último que se hable entre nosotros de un asunto tan desagradable para mí y tan de lamentar para todos.
-¿Lo último, así como suena? -preguntó Nino, que recibía las claridades de Irene como otras tantas puñaladas.
-Así como suena, -respondió Irene secamente.
-¿De modo que, de hoy en adelante, usted y yo como si jamás nos hubiéramos conocido?
-No veo la necesidad de extremar tanto las cosas. Con volver a donde estaban algunos meses hace...
-Gracias por el obsequio.
-Pues no puedo hacérsele a usted mayor, si ese le parece poco, ni estoy obligada a más.
Y con esto quedó rematado aquel pleito, que deseaba Nino ver sentenciado en toda regla.
Iba, en la expedición un señor de Palencia, que veraneaba todos los años en aquella ciudad y había concurrido a todas las jiras de pago al Pipas, desde la invención de ese esparcimiento. Era hombre locuaz y sumamente impresionable, y pretendía conocer los rumbos de la bahía mejor que el patrón del Pitorra, y las márgenes del río tan bien como los nativos de ellas. Con esta presunción, muy bien fundada, y el entusiasmo que le poseía de pies a cabeza, andaba como un azogado de acá para allá, arrimándose a todos los grupos y cortando todas las conversaciones para cantar un detalle del panorama o pronosticar una nueva maravilla; y esta fiebre se le insinuó principalmente en cuanto el Pitorra, a la media hora escasa de haber salido del muelle, se colaba entre las dos enormes mandíbulas de la ancha boca del río.
-Estas alturas de los lados -decía temblando de emoción sobre los pies, con el sombrero echado atrás y ambas manos sobre los riñones, pero debajo de la americana cenicienta;- estas alturas que asombran y obscurecen las aguas en un buen trecho, durarán poco... En seguida verán ustedes por esta parte de la derecha una pradera verde... con un palacio en lo más lejos y empinado de ella, ¡cosa bonita! como no...
Aquí le cuajó la voz en la garganta un berrido estupendo que despertó los dormidos ecos de todas las concavidades de la tranquila comarca. Era la sorpresa elegante que había prometido Alhelí a sus amigos, Admiráronle éstos y le vieron muchos más, incluso el palentino, sentado en el molinete de proa, con el trompetón arrimado a la boca y los carrillos inflados. Un elegante, que estaba en el secreto, declaró al concurso que aquello lo había tomado Alhelí de los breaks y mailcoach aristocráticos, que habían dado en usarlo en los desfiles de las carreras. Pareció bien la ocurrencia, y hasta se aplaudió la novedad por la crema circundante; pero el palentino, con el debido respeto, se atrevió a manifestar que, no habiendo estorbo alguno semoviente delante del Pitorra en todo el Pipas, no veía la necesidad de aquel aviso, muy conveniente en una desbandada de carruajes; pero, en fin, que si aquello divertía a los señores concurrentes, por su parte podía continuar.
Y continuó en efecto, como continuó él las interrumpidas explicaciones.
-Lo que yo no he podido averiguar hasta la presente -dijo por vía de digresión,- es si hay propiamente Pipas aquí... Vamos, qué representan las aguas del río en este caudal de ellas: o si son las de un río que sale a la mar, o las de la mar que se meten por este caño que se llama el Pipas; porque siempre las vi mansas y abundantes, y me supieron a saladas... Por lo demás, al río, como ustedes observarán, no hay nada que pedirle en punto a hermosura; sobre todo por los que somos de los llanos de Castilla... Pensarán ustedes que ahora se nos parte en dos. Pues no hay nada de eso, si bien se mira...
Un nuevo estampido le interrumpió en este punto de su disertación; pero no de la trompeta de Alhelí, sino de la banda del Hospicio, que comenzaba a tocar una tanda de valses.
Al compás de la música, que no le disgustaba, continuó el palentino:
-Eso que parece dividir en dos al río, es una isla... el Pitorra pasará por el lado de acá... Cabalmente: ya está disponiéndose a ello... ¡Si conozco yo esta mecánica del río y de la embarcación como los pasadizos de mi casa! ¡Qué recreo tan hermoso por esta parte de la derecha! Acaba un verde y empieza otro mejor... Acá, una iglesia; allá, unos caseríos; y arboledas por aquí, y cercados vivos por allí... Pues dejen ustedes que el vapor revuelva aquella punta de la izquierda y tome el recodo que la sigue... ¡Cosa superior también!
Mientras en estos comentarios y noticias se enredaba el palentino, y tocaba la música del Hospicio, y berreaba el trompetón de Alhelí de tarde en cuando, y comenzaban a aburrirse algunas damas, y la tropa de gomosos agotaba el caudal de dulcedumbres destinado a entretenerlas, y Pepe Gómez se sonreía algunas veces desde lejos con Petrilla, y las de Sotillo no cerraban boca, y Ponchito Hondonada bostezaba con la suya por no tener cosa mejor en que emplearla, y Fabio López, después de despellejar vivo a Alhelí y a otros tales, se había ido animando, entre el copioso cortejo de amigos, parientes y congeniantes que le rodeaba ya, a la vista de aquellos paisajes que tan conocidos y estimados le eran desde mucho antes y por muy distintas causas que al palentino, y, sobre todo, con la reflexión de que se acercaba por momentos el término de su viaje, Sancho Vargas se había enredado de lleno en una conversación con el prócer sobre los supuestos daños que las supuestas arenas del (en opinión del señor palentino) supuesto río Pipas causaban en el puerto.
-Mi proyecto, señor duque -decía Vargas contoneándose,- para evitar estos graves inconvenientes, y que, por más señas, forma el número cuatro de los que pueden llamarse colosales y tengo en cartera, es bien sencillo... Consiste en obstruir el cauce por una estrechura que verá usted más arriba, y dar a las aguas del Pipas una nueva dirección.
-¿Por dónde? -preguntó el duque, que era hombre tan fino como de buen ojo para calar a sus interlocutores a las pocas palabras.
-Por aquí mismo, en derechura a la mar.
-Me parece bien, aunque debe de haber hasta allá una buena tiradita.
-¡Psch! Sobre dos leguas... Cosa de poco, si hubiera hoy patriotismo en los hombres y buena voluntad en los gobiernos; pero ¡vaya usted a pedir esa friolera en España, y particularmente en este pueblo que casi me vio nacer!... Todo es aquí una pura miseria, señor duque; y basta que le vean a usted sus convecinos con un proyecto grandioso en la cabeza, proyecto que le haya costado largos días de cavilación y muchas noches de velo, para que le nieguen su ayuda, y hasta se le pongan en solfa, si a mano viene... Tocante a los gobiernos...
-Diga usted con franqueza todo su sentir, señor Vargas, y sin apurarle cosa maldita el que esté yo delante... Así como así, estoy deseando ver despellejado al que nos desuella ahora...
-Pues le diré a usted, señor duque, que he sido tan afortunado con los gobiernos en los particulares de mis proyectos, como con mis convecinos.
-De manera, señor Vargas, que, hasta la fecha, es usted un proyectista inédito.
-O mal comprendido... o lo que yo me sé y no ignora el señor don Roque, que nos está escuchando... Pero esto, aunque lo deploro por el país que casi me vio nacer, no me acobarda. Yo sigo adelante en mi idea de ser útil a la patria, y confiando en que algún día, y puede que entonces ya sea tarde, se hará la debida justicia a mis desvelos.
-Pero, hombre -dijo entonces el duque, después de aprobar con una cabezada las ocurrencias de su interlocutor,- y volviendo a la del río, ¿sabe usted que yo, que le he visitado tres veces con ésta de hoy, me siento muy inclinado a la opinión de ese caballero que habla tanto? Sí, señor: es posible que no haya aquí más aguas que las de la mar que van y vienen, y que, por tanto, no exista semejante río Pipas, ni las arenas del proyecto de usted, por consiguiente.
Don Roque Brezales, con los ojos muy abiertos y los labios en embudo, miró primero al duque y después a Sancho Vargas, y luego a cada uno de los cuatro o cinco escuchantes de la conversación, que acabaron por celebrar con una risotada la ocurrencia del señor duque, lo cual dejó en una pieza al gran proyectista, pero no convencido de que calzara un punto menos de los que creía calzar antes de la conversación.
En tanto seguía el de Palencia en su tarea sin cerrar boca ni estarse quieto un instante, habiéndose impuesto ya a la mitad del pasaje del vapor: a unos, porque los ilustraba con sus noticias; y a otros, porque les servía de entretenimiento con sus donosas genialidades.
-Ya está tomada la vuelta -decía cuando acabaron de reírse los del grupo del señor duque.- Vayan ustedes haciéndose cargo ahora de este pedacito de gloria que acabamos de descubrir a la izquierda... ¡Ni pintado en un papel!... Eche usted praderas; eche usted casitas, y tómense... ¿A que no saben ustedes lo que es aquel edificio de más allá, que está levantado sobre un puro pedregal cerrado con una pared?... Pues es un convento en toda regla y con sus monjas correspondientes... Como que puede que veamos alguna en carne mortal andando al aire libre... Pero hay que fijar mucho la atención; porque, como tienen hábitos blancos, se confunden con las peñas del huerto... ¿No lo dije? Allí hay... dos, tres... cuatro acurrucaditas al socaire del convento... Vean ustedes cómo se menean de vez en cuando... Estarán jugando, a las adivinillas... o a pares o nones con los dedos de la mano. ¡Pobrecitas de Dios, con que poco se contentan! ¡Y nosotros, pecadores, sin vernos hartos jamás, ni con estos recreos tan hermosos!...
-¡Ay, mamá! -exclamó un niño de los dos que iban allí con un matrimonio de Carabanchel,- ¿no son borreguitos aquéllos que se ven junto a la huerta de las monjas que dice ese señor?
-Sí, hijo mío -respondió la madre después de enterada;- cuatro borreguitos: dos blancos del todo, y dos con pintas negras.
-¡Y pacen! -exclamó el padre tomando parte en la conversación.- ¡Qué propios están!
-Dice que pacen, mamá... ¡que pacen!
-Sí, hijo mio, sí; pacen, ¡pacen! y los cuatro a un tiempo... ¡Qué monos!
Aquí metió baza el de Palencia.
-¡Oh! De esos cuadros rústicos y al natural, se ven grandes cosas en estas orillas -dijo, volviéndose a los de Carabanchel.- Ahí tienen ustedes, en esa junquera de nuestra derecha, tres bultos negros que no se sabe lo que son a primera vista. Pues son tres bestias mayores... y de la clase caballar, como puede notarse bien ahora que levantan la cabeza como asustadas... y no es para menos, con el piporrazo que acaba de largar ese caballero... porque al ruido del vapor ya deben de estar bien hechos los ganados de por aquí... ¡Cuidado si repompan bien en estas hondonadas todos los estruendos!... Pues los de la trompeta de ese joven son de primera. Menos mal si ello resulta divertido, siquiera para él... Ahora tenemos esta tiradita por derecho entre las dos junqueras, y cátanos en uno de los puntos más estrechos del río... o lo que sea esto... ¡Vea usted, vea usted ahí, sobre la izquierda, las ruinas de un molino maquilero, bien propio para un pintor de gusto!... No, señor, no: la cosa, por donde quiera que se la mire, es de recreo, mayormente para los que estamos hechos a la sosera de Castilla... Ya vamos llegando a la estrechura; y aunque no la viéramos, nos lo haría barruntar el cuidado que pone el capitán en que el barco mire bien dónde pisa... Y cómo se le oye el pisar, ¿eh?... «pla, pla, pla, pla...» a puro compás. Al mismo tiempo notarán ustedes que los bosques que empiezan desde aquí a un lado y a otro, asombran bastante a las aguas, y dan a la estrechura cierto... ¡Canario con el trompetazo ese, si ha retumbado bien!... El trompetero es el que no parece cosa mayor por la estampa; pero soplar, sopla que se las pela... ¡Toma! y hay una lancha allí arrimada a la orilla del bosque de la derecha, más acá de la primera islilla de las tres que tiene el río en esa parte... No sé si llegaremos hoy a pasar por entre ellas... Yo he pasado varías veces. Allí, la margen de acá es de peña viva, con muchos ramajes que suelen quedarse hasta con los sombreros de las señoras, a poco que ellas se descuiden... Pues ¡anda! que salen de la arboleda, muy cerquita de la lancha, unos caballeritos muy bien puestos... y que, o yo no sé ya lo que me miro, o por entre los troncos de los árboles descubro un tenderete blanco... ¿Apostamos a que va a ser aquí el festival?
En esto crecieron todos los rumores del vapor; revolviéronse los pasajeros; saludaron con los pañuelos los jóvenes de la orilla, que eran cuatro; pitó tres veces el silbato del Pitorra, y rugió otras tres la trompeta de Alhelí en justa correspondencia; rompió a tocar la marcha real la banda del Hospicio, entre estallidos de cohetes y hurras de los mismos señores de la otra vez, cánticos tiernos del magistrado y vocerío de todas clases; púsose al costado del vapor la lancha que había traído éste a remolque, y a la cual habían saltado, antes que los dos marineros que la gobernaban, Fabio López, Pancho Vila, Juanito Romero y Juan Fernández; y comenzó un momento después el trasbordo de los expedicionarios, con asombro de una docena de aldeanos que atisbaban la escena desde el mismo robledal en que estaba la mesa del festín, respetuosamente custodiada por cuatro camareros con mandiles blancos y vestidos negros.
Fabio López saltó a tierra con los primeros expedicionarios trasbordados a la lancha, y se quedó a la orilla, encarado con el Pitorra, convertida en ojos de curiosidad toda su cara de vinagre. Pero si se había echado alguna cuenta galana, no le salió; porque el desembarco se hacía, por medio de las dos lanchas acoderadas, con suma facilidad, sin que diera nadie el más leve resbalón ni se descompusiera una falda... Desde allí vio, entre otras cosas que no le llamaron tanto la atención, que Irene Brezales aceptaba la ayuda de Pancho Vila para bajar a la primera lancha y saltar a tierra después desde la segunda, y que su hermana Petrilla se valía de Pepe Gómez para la misma faena. Por eso se habían presentado allí los dos en el momento oportuno, como salidos por escotillón.
Y dijo Pancho Vila a Irene entonces, muy bajito y con cara de decirla cualquiera insubstancialidad de las obligadas en tales casos (y esto no lo supo Fabio López, aunque taladró con los ojos a la Africana):
-Quisiera yo saber qué suerte ha corrido cierto memorial que me permití elevar a usted, en bien de un menesteroso.
-Ese memorial -respondió Irene en el mismo tono, pero con menos firmeza de voz,- llegó a su destino; y si no se ha dado noticia de ello al firmante, ha sido por ciertas desconfianzas en el correo; pero está despachado, puede usted creerlo.
-¿Tendría usted la bondad de decirme en qué sentido? -preguntó Vila entonces,- porque el asunto es de vida o muerte para el pobre necesitado.
-Pues... como se pedía, -respondió Irene, temblándole la voz, igual que la mano entre las dos del otro que se la oprimían ardorosamente, como la mejor y más elocuente expresión de gratitud...
-De manera -dijo Pancho Vila momentos después,- que no hay para qué volver a tratar de ese asunto por ahora, es decir, por hoy...
-Para nada -respondió Irene;- y me alegro infinito de que hasta en ese detalle seamos del mismo parecer.
-Entonces -concluyó Vila,- hasta mejor ocasión.
-Hasta siempre, -respondió Irene, subrayando la palabra con energía.
Y con esto, saludó ceremoniosamente el mozo, y se separaron ambos como si no pensaran en volverse a ver en los días de su vida.
Lo que se trató entre Petrilla y Pepe Gómez fue de muy distinta clase, aunque quizás no se diferenciara tanto en los fines; y esto no se trató casi por señas y deprisa desde el vapor a la orilla de la arboleda, sino dando por ella los dos unas vueltas, como a la descuidada y para hacer tiempo. Hay que advertir que Pepe Gómez llevaba aquel día un atalaje, aunque a la ligera y de confianza y con presunciones de campestre, de lo más refino y estirado que se podía inventar, y que Petrilla se daba a Barrabás al ver a su amigo tan esclavo dentro de él, como de los que usaba de ordinario.
-¿Sabe usted -le dijo de golpe,- que me gusta mucho el modo de vestir que empieza a usarse ahora entre ustedes?
-Pues me alegra infinito, -respondió Pepe Gómez muy risueño y echándose una mirada de arriba abajo.
-No lo digo por usted -repuso Petrilla abanicándose con brío,- lo que se llama precisamente por usted, sino por esos chicos en general... Me he fijado hoy mucho en ellos... Como había tan pocas cosas en que distraer la vista, fuera de esta madre Naturaleza de que tanto nos han venido hablando unos y otros, y que, por hermosa que sea, también llega a cansar en un camino tan largo como el que traemos, y en compañía de personas tan divertidas como ese majadero de Alhelí...
-Cuidado con la tijera, Petrilla, -dijo Gómez bromeándose.
-Gracias por el aviso, señor Licenciado -replicó ella ahuecando un poco la voz.- El caso es que, reparando en el nuevo modo de vestir de esos chicos, me ha parecido mejor que el que usaban no hace mucho... porque a mí me gusta que la ropa de los hombres sea abundante... hasta cierto punto... y suelta, y con sus correspondientes arrugas... y hasta con algo de rodillera en ocasiones... Si no hay un poco de todo esto, parecen los hombres palos vestidos y esclavos de la ropa... No saben algunos lo que se pierden por no vestirse mejor...
-Pero ¿de tan poca cosa depende -preguntó Pepe Gómez, que no sabia cómo tomar aquellas singulares ocurrencias de Petrilla,- la estimación de los hombres en el concepto de ustedes... o de usted, por lo pronto?
-Y aun de menos a veces -respondió Petrilla con la mayor formalidad.- Crea usted que da rabia ver a algunos hombres, bastante guapos por lo demás, hechos una lástima en ese punto, cuando podían lucir, y valer...
Pepe Gómez se echó a reír de todas veras.
-Con franqueza, Petrilla -la preguntó en seguida,- ¿qué le parece a usted de mi modo de vestir?
-Pues con franqueza -respondió Petrilla al instante,- rematadamente mal; de lo peor, vamos.
-¿Preferiría usted verme vestido más a la moda y con arrugas y hasta con rodilleras en ocasiones?
-Sí, señor, y también sin chanclos en el invierno.
Pepe Gómez volvió a reírse; y dijo después a su desenfadada interlocutora:
-Pues prometo que ha de verme usted así desde mañana, si ese testimonio de obediencia ha de levantarme algo en la estimación de usted.
-Vea yo la enmienda por de pronto -replicó Petrilla muy seria,- y después hablaremos; que de menos nos hizo Dios.
-¿Trato hecho? -preguntó Gómez con bastante más fuego seguramente en la mirada y en la voz que en las manos, frías de suyo.
-Y de lo más solemne -concluyó Petrilla,- como todo lo que yo prometo, aunque parezca mentira... Y vamos a averiguar ahora qué es lo que va a suceder aquí, y cuándo y cómo se acabará; porque es muy conveniente conocer el terreno que se pisa en estas jiras de placer, que suelen resultar una pesadumbre.
Cuando Pancho Vila se separó de Irene, encaminose hacia Fabio López que en aquel instante se acercaba a su sobrino Juan Fernández, al cual habló de esta suerte, después de conducirle por un brazo adonde no pudieran ser oídos de nadie:
-Necesito que me proveas de un panecillo, un trozo de salchichón y, si fúere posible, de media botella de vino... No me repliques, ¡reconcho! una palabra... Es plan que traigo formado desde medio camino acá, y ni san Pablo me apea de él... Esto no es para todos los estómagos, y por demás sabes tú cuál es el calibre del mío... Por lo pronto, no se empezará a comer en media hora; y cuando se empiece, tendrá que ver... Fortuna que la mitad de la gente que hormiguea por aquí, sorteando zarzas y espantándose los tábanos, no puede ya con la murria, y está de Pipas y de viaje de placer hasta el cogote. Pero, así y todo, quedan dos docenas de valientes en toda la fuerza de su majadería; y verás qué chistes, y verás qué bombas, y verás... Como que hasta fotógrafo hemos traído en el vapor. ¡Pues no tendrán poco que ver los niños guapos tomando posturas interesantes sobre el rústico tapiz y bajo el añoso y copudo roble, a los pies de la hermosa y elegante dama!... En fin, que he resuelto volverme a pie, y que voy a picar ahora mismo. Conozco bien el camino, porque le he andado más de dos veces, y cuento con llegar a la ciudad antes que vosotros, si es que llegáis, tomando el vapor en Pedretas a las cuatro de la tarde... Y sábete que me vuelvo a pie, además de lo otro, porque no quiero ir a presidio el día de mañana... a presidio he dicho, y lo sostengo; porque si volviera como he venido, tendría que tirar al agua a ese mamarracho que nos habéis traído de Madrid y viene haciendo payasadas todo el viaje... Pero ¡ya se ve! es el que lava la cara en los periódicos a las gentes de la crema, y dice cosas bonitas a las mujeres... y por eso se le tolera, y hasta se le aplaude, y hasta se le paga, ¡reconcho! cuando debían de... ¡Si un aldeano de estos lugares hiciera lo que él ha hecho hoy!... Y ahora dime que muerdo por vicio de morder... En fin, venga el panecillo...
-Tráete dos, -dijo Pancho Vila entonces a Juan Fernández.
-¿Por qué dos? -preguntó éste.
-Porque yo voy a acompañar a tu tío, si él me lo permite.
-¡Usted! -exclamó Fabio López, -¿con tanto como tiene que hacer aquí?
-Absolutamente nada -respondió en santa calma Pancho Vila.- Todo cuanto tenía que hacer queda hecho ya, y hasta bien hecho. Conque, si usted me lo permite, iremos juntos, y, con eso tocará a menos el camino.
-Pero en paz y en gracia de Dios -dijo Fabio López,- y sin murmurar de nadie. Con esa condición, acepto y hasta muy agradecido...
-Por de contado, -respondió Vila riéndose.
-Pues vengan las provisiones en el aire.
Fuese Juan Fernández, y volvió pronto con una cestilla bien repleta de todo lo pedido y algo más.
Apoderose de ella Fabio López, y dijo a Pancho Vila:
-Ya estamos aquí de más usted y yo. Conque andando, y sígame en la confianza de que conozco a palmos el terreno. Y a vosotros -añadió encarándose con sus parientes y con Juanito Romero,- que Dios os tenga de su mano, y no os dé todo lo que merecéis en este caso particular... y en otros muchos por el estilo; y por lo tocante a los demás del distinguido concurso..., hasta el Valle de Josafat, y como si hubiéramos andado a tiros.