Nubes de estío/Capítulo XVII

Capítulo XVII

Que Irene andaba mal de salud, con fuertes jaquecas y grandes trastornos del estómago, y que por eso no había ido a la estación a recibirlos a ellos, ni se les había presentado después en las tres, o cuatro visitas que la habían hecho; que en estas tres o cuatro ocasiones ni Petrilla ni su madre parecían «las de otras veces», por su sequedad de frase, su actitud violenta y su falta de ingenuidad en cuanto hacían o trataban; que don Roque no daba pie con bola delante de ellos, y torpe y desconcertado como nunca, se emperraba en corregir cada atrocidad de las que se le escapaban, con otra de mayor calibre; que reía sin ton ni son hasta por lo que era más digno de ser deplorado, y se estremecía de pies a cabeza en cuanto le nombraban o nombraba a su egregio amigo, que estaba para llegar de un día a otro; que les había puesto su carruaje «a la orden,» y todas las mañanas les enviaba al hotel alguna cosa de regalo: flores, hortalizas raras o merluza fresca, pero en cantidades enormes; y, en fin, que el pobre hombre, en hechos y en palabras, estaba fuera de sus quicios, y además muy ojeroso, macilento y sobresaltado.

Evidentes y notorios eran todos éstos y otros muchos síntomas tan anormales como ellos en la familia Brezales. Pero ¿y qué? La duquesa vieja, desde las alturas en que tenía el castillo de sus vanidades, no alcanzaba a ver esas pequeñeces que se arrastraban entre el polvo vil de los bajos suelos que no hollaban sus pies; y si las columbraba por casualidad y se dignaba parar la atención en ellas, las daba todas las interpretaciones imaginables menos la verdadera. Los duques jóvenes todo lo hallaban adecuado a las circunstancias: lo menos que podía sucederle a una modesta y oscura familia provinciana, a la cual se la dispensara de golpe y porrazo el honor de entroncar con otra de lo más ilustre y resonado de Madrid, era aquello; es decir, la enfermedad de la novia, y el atolondramiento y el marasmo de todos los de su casa. En cuanto a la «espiritual» María, habitaba en el mismo empingorotado e inaccesible castillo de su madre, y además no tenía punto de sosiego para detenerse a considerar mezquindades del vulgo con la guerra que la daba Ponchito, empeñado en ser dulzón y pegajoso con ella, cuando ella le quería para usos y destinos muy diferentes.

Pero Nino, que, con excepción de su padre, era entre todos los de su casta el que menos turbia veía la realidad de las cosas, por no ser miope del entendimiento ni tenerle ofuscado por el relumbrón de ciertas pompas, y con mayor motivo en casos como aquél, que tan particularmente y en lo vivo le interesaba, cogiendo hilos y atando cabos llegó a caer muy pronto en la cuenta de que en aquella familia pasaba algo que tenía mucho que ver con él y con los risueños proyectos que su padre le había pintado a dos dedos de realizarse; y que ese algo era de tal monta, que había trascendido fuera de los linderos del hogar. Y creía él que había trascendido tanto, porque sus íntimos de la crema, y sus amigas de la playa, y el azucarado cronista de la Estafeta local de El Océano, los mismos gomosos y gomosas que a su llegada de Madrid, de palabra y en letras de molde, le habían colmado de zalamerías y de plácemes, en atrevidas y bien transparentes metáforas, por el acordado suceso que parecía ser del dominio público, al día siguiente de llegar cesaron de mencionársele. Pero ¿qué más? Las tres cotorras de Sotillo, las mujeres más charlatanas de este mundo, que daban lo imposible por hacedero y lo hacedero por consumado en su vicio de hallar temas de expansión para su fiebre de juicios y comentos, al visitar a su familia a los dos días de llegada, hablaron de todo lo imaginable menos de ello; y eso que él estaba presente, y, de propio intento, porque ya comenzaban a inquietarle las aprensiones, les puso el cebo tentador delante de la lengua. Pues huyeron de él como unas condenadas, después de contemplarle de reojo. Y tras esta prueba tan concluyente, pasaron más días con el caso siempre perdido entre misterios en derredor de Nino, y siempre enferma e invisible Irene para él, y su padre turulato, y su madre hecha una esfinge, y la locuaz y bullanguera Petrilla, muda y recelosa y alarmante.

Apurando más la materia de sus recelos, y exprimiendo y comparando síntomas y cataduras, llegó a ver claro que en el conflicto o dificultad, o lo que fuera aquello que ocurría en el seno de la familia de don Roque Brezales, éste se encontraba en desacuerdo con todos los demás; y, colocado ya en estas alturas, y siéndole bien notoria la fatuidad del pobre hombre, y recordando que él solo era quien había negociado con su padre aquel arreglo, con afirmaciones tan extrañas para Nino como la de que Irene se había calado intenciones que jamás le pasaron por las mientes, sin gran esfuerzo de su dialéctica se plantó con los supuestos en medio de la verdad.

Admirado de que las gentes de su familia no hubieran caído en las mismas sospechas, sacolas a relucir él en ocasión de hallarse todos reunidos; pero ninguno participó de sus aprensiones. No le disgustó la discrepancia, aunque no se la fundaron en razones sólidas; porque el corazón humano es así. Sin embargo, como en aquel asunto se interesaba la cabeza más que el corazón, Nino insistió en su tema cada vez que el ajetreo de visitas, de baños y de correspondencia epistolar en que vivían sus gentes, le ponía a tiro de su palabra a alguno de ellos; pero nadie le hacía caso. Entonces resolvió escribir a su padre cuanto le estaba pasando, para que viniera apercibido; mas todos, unánimemente, se apresuraron a quitárselo de la cabeza. Si había algo, él lo desvanecería con un soplo en cuanto lo notara; y si no lo había, ¿a qué molestarle ociosamente?

Nino se sometió a este dictamen, que resultó cuerdo por casualidad; y así fue pasando, entre serias dudas y ligeras esperanzas, hasta que ocurrió el encuentro de que dio noticia a Irene su hermana, según se ha visto en el capítulo anterior.

-Pues si Irene -pensó Nino al oír lo que de ella le decían doña Angustias y su hija en aquella ocasión,- enferma e invisible para mí desde que vine, sana hoy de repente y se deja ver de todo el mundo, y esto me lo cuentan tan frescas y campechanas estas mismas señoras que ayer hacían de ello misterio impenetrable y tenebroso, ¿por qué no he de creer yo que anduve equivocado en mis supuestos, y que nada tiene que ver conmigo lo que tan malos ratos me está dando?

Y hétele ya tan satisfecho y a punto de pensar que todo ha sido mera alucinación de su fantasía, y que las cosas estaban dónde y cómo debían estar y se las había pintado a él en Madrid su padre.

Con estas ilusiones, que el más inaprensivo se habría forjado en su lugar; un terno de color de lila, corto de mangas y ancho de perneras; un sombrerete de cazo, del matiz del vestido y casi sin alas, y unos brodequines tan grandes, tan gordos y tan groseros de forma como lo permitía la costumbre entre los galanes distinguidos y elegantes de entonces... y de ahora, tras una larga batalla, reñida sin gran fruto en el campo de su tocador contra la roña de sus dientes y el despoblado de su cabeza y otras máculas y deformidades que la naturaleza y el mal vivir habían impreso en lo más visible de su persona, a las seis de la tarde estaba llamando a la puerta de don Roque Brezales para cumplir la oferta que por la mañana había hecho en la calle de la Negra a doña Angustias y a Petrilla, que por cierto la habían oído como una amenaza.

Un poco le temblaba el pulso y le latía el corazón al llamar... ¡a él! ¡a Nino Casa-Gutiérrez! ¡al mozo despreocupado y corrido aristócrata del gran mundo!... ¡y a las puertas de una sencillota provinciana! Pero, como él se decía al notar el fenómeno: «hay que considerar la importancia de esta visita con relación a los planes que me sacaron de Madrid, y lo que ha estado sucediéndome desde entonces hasta hoy en esta casa. Es el asunto éste a manera de premio gordo escapado de las manos y casi vuelto a recobrar... Pero ¿y si me equivoco otra vez, o, mejor dicho, resulta que continúo equivocado?... Por lo pronto, mucho ojo al terreno para no pisar en falso... y ello dirá.»

Firme en este cuerdo propósito, lo primero que observó fue que le pasaban a la sala, como de costumbre en aquel verano, y no al gabinete de confianza, donde, cuando menor debieran de tenerla con él, le recibían en otros tiempos. Por este lado, el aspecto de las cosas había mejorado bien poco; pero cabía la racional hipótesis de que el caso fuera obra de la doncella que le había metido allí, sin advertencia previa ni complicidad alguna de las señoras. Las cuales fueron entrando una a una en la visita, como en lenta y forzada procesión, primero doña Angustias, después Petrilla, y, por último, Irene. Doña Angustias, demasiado solemne; Petrilla, afectadamente cortés (lo propio que en los días anteriores), e Irene muy pálida, con grandes ojeras, y la luz de sus pupilas africanas desperdiciándose cobarde entre la espesura de sus pestañas negrísimas; esbelta, escultural, gallarda, como siempre, pero con cierta languidez en el andar, y una cobardía de voz tan grande como la de la mirada.

¡Cómo se le afilaron los dientes al encanijado madrileño delante de aquel manjar tan exquisito! ¡Cáspita, qué real moza le pareció, y con qué modestia tan disculpable tradujo en propio beneficio el cuadro de síntomas que fue leyendo en ella en cuanto la tuvo delante! Las ojeras, la palidez, el desmayo en el moverse, rastros eran evidentísimos de una enfermedad verdadera. Pues y aquella cobardía en el mirar, y en el hablar, y en acercársele, y en tenderle la mano ebúrnea y tibia, si no era síntoma de gratas y hondas emociones de pudorosa enamorada, o de novia consentida siquiera, al verse por primera vez enfrente de su galán, ¿de qué otra cosa podía serlo? Si no había nada de lo dicho, o no habría salido ella a recibirle, o le hubiera recibido de muy distinta manera; porque, en opinión de aquel mozo, las repugnancias y los anhelos del corazón humano tienen manifestaciones tan propias y peculiares, que no pueden confundirse jamás.

Ello fue que tradujo así los síntomas observados en Irene, y que, a la luz de estos síntomas, todo lo vio de color de rosa; por lo cual quedó sin importancia a sus ojos el haber sido recibido en la sala; lo triste de la procesión de las señoras al presentarse en ella, y los sospechosos continentes de Petrilla y de su madre.

Ésta le brindó, con ademanes más bien que con palabras, a que se sentara en el sofá, junto al cual estaban ambos de pie; y para darle ejemplo, sentose ella en la otra cabecera. Irene y su hermana se fueron dejando caer maquinalmente en los dos sillones contiguos al sofá, pero eligiendo Irene el más cercano a su madre; elección que halló Nino muy en consonancia con el estado de espíritu en que suponía él a la garrida moza. Hasta allí, gangas a un lado, todo iba lo mejor de lo posible para el escamado visitante. «Vamos a ver» -se dijo entonces,- «si esto se endereza ahora por los cauces sospechosos de todos los días, o por otros nuevos y más de mi gusto.»

Y comenzaron en el acto las reglamentarias preguntas por la salud de los ausentes. Mayor impavidez y frescura hubo, a juicio de Nino, en la voz y en el acento de doña Angustias y de Petra en aquella ocasión, que en otras idénticas bien recientes y memorables para él; pero en el fondo, en la falta de interés cariñoso y de expansiva franqueza, allá se anduvieron las preguntantes en la actual y las pasadas ocasiones. En cuanto a Irene, ni desplegó los labios ni mostró la menor curiosidad por las respuestas.

A las cuales siguió un ratito de embarazoso silencio. Durante él, discurrió el visitante, entre serios amagos de sudores fríos, que siendo aquella visita suya consagrada exclusivamente a Irene, como se lo había declarado a su hermana y a su madre en medio del arroyo algunas horas antes, podía muy bien, sin descubrir el fondo de sus verdaderas intenciones, echar todo el asunto hacia aquel lado; y de este modo, no solamente resultaría tema abundante de conversación en aquel trance, con tantas señales de acabar de extenuación fastidiosa, sino que conseguiría él colocarse en mejor y más abreviado camino para llegar a los fines que iba persiguiendo y tan de veras le interesaban.

A ello, pues. Se removió un poco en el sofá para quebrarse por los riñones hacia adelante; juntar más una pierna con la otra; pegar bien los codos a los ijares; alargar el pescuezo y poner las manos palma con palma, con los guantes entre las dos hechos una torcida; y con la voz más flauteada, y el mirar más expresivo, y la sonrisa menos antipática que pudo hallar en su pobre repuesto de estos ingredientes, preguntó a Irene, encarándose con ella en la susodicha forma, la siguiente vulgaridad:

-¿Conque tan famosa ya y tan campante?

A lo que respondió la interrogada con otro lugar común, a medias palabras y tres cuartos de voz.

-Y ¿qué ha sido ello? -insistió Nino, devorando a la joven con la mirada vidriosa.

-Poco más de nada, -respondió Irene, de cualquier modo y por responder algo.

-¡Ay, la pobre! -exclamó entonces doña Angustias, tomando el caso más a pechos que su hija,- ¡qué amargas las ha pasado!

-¡Atroces! -añadió Petrilla, acudiendo muy gustosa a reforzar las posiciones de su madre.

-Lo esencial es, para todos -repuso Nino, subrayando muy fuerte esta palabra,- que el mal se haya vencido pronto y hasta casi de repente, para no darle tiempo a que hiciera estragos, que a veces llegan a ser en la convalecencia una nueva enfermedad. Verdaderamente ha sido un fenómeno digno de notarse, y muy feliz... para todos, lo repentino del restablecimiento... ¿no es verdad? porque todavía ayer tarde, según se me dijo en la portería, continuaba usted con fiebre y en la cama...

-Es que -se apresuró a responder Petrilla, temiendo que ni Irene ni su madre lo hicieran enteramente al caso,- la mayor parte de las veces, y ésta ha sido una de ellas, el mejor médico para entender bien una enfermedad y curarla en el aire es el enfermo mismo.

-¿Quién lo duda? -exclamó el visitante, volviéndose hacia Petrilla y replegándose sobre sí mismo un poquito más todavía.

-Muchos lo dudan -replicó su maliciosa interlocutora enardeciéndose poco a poco,- y aquí se ha visto. Irene, desde que empezó a malear hace ya algún tiempo, ha estado empeñándose en que el único remedio que había para curarse bien y pronto, era el que ella proponía; pero los que andaban a su lado tenían más fe en otro que era todo lo contrario, y así ha venido la infeliz pasando la pena negra hasta esta misma mañana, en que se ha obrado el milagro...

-¿En virtud del remedio que ella proponía? -la preguntó Nino, escapándosele por los ojos la curiosidad que ya le devoraba.

-Menos que eso todavía -respondió Petrilla valerosamente:- en virtud de la promesa que se la hizo de darla gusto. Con esto sólo... vamos, con oler la medicina, y desde lejos, se puso de repente tan buena como usted la ve.

-¡Qué exageradora! -exclamaron casi al mismo tiempo, en son de chanza, Irene y su madre.

-Es la pura verdad -insistió Petrilla;- créame usted a mí.

Nino, que, como ya se ha dicho, no era lerdo, al punto caló que lo del remedio de que hablaba la pizpireta chiquilla era pura metáfora, y dio por innegable que en aquella figura retórica andaba danzando él. Pero ¿danzando bien o danzando mal? Esto era lo grave del caso. Si, según sus observaciones anteriores, don Roque se encontraba solo enfrente de toda su familia en el conflicto doméstico que tanto le había preocupado a él, no podía ser él mismo la medicina propuesta por Irene para curarse, sino la que su padre la recetaba; porque el parecer de éste era el único que Nino conocía a las claras en el delicado asunto que le había sacado de Madrid lleno de ilusiones. ¿Se habría equivocado él en sus primeras indagaciones, y estarían los pareceres de la familia divididos de otro modo... por ejemplo, Irene y su padre contra doña Angustias y Petra? Pero ¿cómo se compaginaba esto con la fruición de la última al referirle a él el milagro de la medicina, si la tal medicina era él mismo en cuerpo y alma? ¡Ah! si hubiera podido hablar a solas con Irene, o con las dos hermanas siquiera, como lo traía calculado, pronto saldría de sus dudas mortificantes; pero la presencia de su madre le obligaba a guardar allí ciertos miramientos... Sin embargo, ¿no era él oficialmente, según lo tratado y acordado entre su padre y don Roque, con aquiescencia y beneplácito de ambas familias, el novio de Irene? ¿No había venido de Madrid llamado para terminar personalmente lo que por cartas se había puesto allá a punto de terminarse? Pues siendo esto evidente, como lo era, y aquélla la primera vez que él veía a Irene desde su venida, estaba hasta obligado a conducirse en aquella ocasión de muy distinto modo que un simple amigo de la casa, fuera cual fuese la manera de sentir sobre el delicado tema, de las personas que tenía delante. Si había repugnancias en alguna de ellas o en las tres, él no tenía noticias oficiales de semejante cosa, al paso que las tenía de lo otro toda la familia de don Roque, y a esto debía de atenerse Nino. Y a esto se atuvo para buscar por de pronto una callejuela por donde deslizarse medio a escondidas y caer luego de plano en el asunto, si lo juzgaba oportuno y conveniente.

Con estos propósitos y después del brevísimo tiempo que necesitó para pensar todas estas cosas, volviose Nino otra vez hacia Irene, y díjola, encorvándose otro poco más y manoseando mucho los guantes arrugados:

-De todas maneras, y sean cuales hayan sido la enfermedad y el remedio, me felicito de todo corazón, como deben de felicitarse cuantos a usted la quieren bien, aunque nadie tanto como yo seguramente, de verla a usted libre de cuidados y de dolores y en plena convalecencia.

Se le agradeció la felicitación, pero con demasiada etiqueta, a juicio del felicitante; por lo cual, sin dejar éste que se enfriara el hierro que había puesto sobre el yunque, le descargó a suerte o a muerte este nuevo martillazo:

-Sentiría en el alma que dudaran ustedes de la cordialidad de mis palabras, conociendo, como conocen, los singulares motivos que yo tengo... o debo de tener, para que no puedan salir de otra parte que del fondo de mi corazón.

Diciendo esto, pensaba Nino: «ahora, si las cosas van por los carriles de mi gusto, la madre hará una salida discreta de la sala para dejarnos a Irene y a mí en libertad de entendernos, aurque su hermana esté presente, por el bien parecer.»

Pero también le falló este cálculo. Doña Angustias no se movió de su sitio, ni sus hijas ni ella mostraron en palabras ni en gestos la menor señal de que les inquietara poco ni mucho semejante duda. Antes al contrario, hubiera jurado Nino que hubo en Petrilla un movimiento, algo como sacudida nerviosa de mal agüero, que se conjuró con cierta mirada elocuente y una carrasperilla sospechosa de su madre. Indudablemente, Petra le era hostil; de doña Angustias no sabía qué pensar; pero, en cambio, Irene, por su actitud de sobresalto y de notoria mortificación, le daba racionales bases para otros cálculos más halagüeños. ¿Por qué no había de significar aquella extremada tirantez de espíritu la violencia en que la tenían delante de él, y la mudez a que la obligaban allí su hermana y su madre? Y siendo fundada esta suposición, ¿qué le importaban al hijo del ilustre prócer las repugnancias de aquellas dos mujerzuelas? Con estos alientos (que buena falta le hacían), y apurado ya por las necesidades de la escena, que podía acabar en ridícula para él, se encaró resueltamente con Irene, y la preguntó, disfrazando su despecho con cierto airecillo de broma:

-Con toda franqueza, Irene: usted, que es la más interesada en ello, ¿qué es lo que piensa?

-¿De qué? -preguntó a su vez Irene con muy escasa voz.

-De la cordialidad de mis palabras, de la calidad de mi satisfacción al verla a usted restablecida... y de los motivos que tengo...

-Pues que supongo -le interrumpió Irene de muy mala gana,- que habrá dicho usted lo que siente.

-¿Nada más que suponerlo? -insistió Nino trasudando.

-Y ¿por qué ha de pasar de ahí? -saltó de golpe Petrilla, que ya no cabía en su butaca,- ¿ni por qué ni para qué se ha de apurar tanto un asunto que no vale dos cominos?

-Verdaderamente -dijo doña Angustias, disimulando mal con una sonrisa forzada lo que le iba cargando el tema,- que no veo la necesidad de que se ventile con tanto empeño una cosa tan insignificante.

Nino sabía por demás que, tomadas sus palabras como habían sido tomadas allí, enderezar otras semejantes por el mismo camino era caer él en un despeñadero de majaderías. Viose de pronto acorralado en esta asfixiante estrechez; sintió el sudorcillo del bochorno; sublevósele la negra honrilla, y dispuesto a hacer una salida airosa, aunque no saliera triunfante en su litigio, decidió en el acto dejarse de paños calientes y plantear de lleno la cuestión con toda la frescura y seriedad que su importancia requería.

Sin dar tiempo a que se le enfriara la resolución, cambió su postura violenta y afectadamente distinguida por otra más natural y desembarazada, y dijo así, con voz entera y no desagradable continente:

-Señoras mías... ¿a qué andarnos, a estas alturas, con finezas resobadas y circunloquios trasnochados, como si me fueran ustedes conocidas desde ayer tarde, y pretendiera yo ganarme su estimación con travesuras y discreteos de enamorado cursi?... Hace ya mucho tiempo que nos conocemos, y yo no puedo aparentar en esta ocasión, sin hacer un triste papel y sin inferir a ustedes un agravio, que ignoran las especialísimas razones que hay para que a mí me sea muy cara la salud de Irene. ¿Estoy o no en lo cierto, señoras mías?

-Hágame usted el obsequio de explicarse un poquito más -contestó doña Angustias, acudiendo placentera al terreno a que la arrastraba Nino, mientras Irene se estremecía en su sillón y Petrilla se relamía de gusto,- para que de una vez nos entendamos y se le pueda dar a usted la respuesta que pide y necesita. También a mí... y a todas nosotras, nos gustan las cosas claras; y cuanto más entre amigos, mejor.

-Pues con eso sólo -repuso Nino sin amilanarse cosa maldita,- tenemos andada la mitad del camino. Vaya, pues, por lo claro y sin estorbos; a salvo siempre, y por supuesto, la buena, mutua y desinteresada amistad de antes...

-Eso, por entendido, -repuso doña Angustias muy cortés.

-Yo salí de Madrid -prosiguió Nino Casa-Gutiérrez,- pocos días hace, formal y honradamente convencido de que aquí se me aguardaba con parecidas ansias a las que yo tenía de que se sancionaran de palabra entre todos nosotros ciertos planes trazados por escrito poco antes. Si estos planes hubieran sido obra de mi iniciativa o de mi ingenio, yo habría temido siempre que no acabaran en bien, porque no fío nunca gran cosa de la solidez de mis cálculos; pero los habían hilado otras manos harto más diestras, más firmes y más venerables que las mías, y yo no podía dudar de la solidez de la obra; por lo cual la di desde luego por intachable y perfecta; la acogí con todo mi corazón, y hasta me permití fundar sobre ella las ilusiones más nobles, más honradas y más tentadoras que he logrado forjarme en toda mi vida... Porque es lo cierto, y lo declaro con el alma entera puesta entre mis labios, que el beneficio me parecía superior a mis merecimientos, si no se me tomaba en cuenta, como moneda de buena ley, lo inmenso de la gratitud con que le recibía... ¿Me van ustedes entendiendo mejor ahora?

-Póngalo usted más claro todavía, si le es posible, -respondió muy templada doña Angustias, con visible aprobación de su hija Petra.

-Pues allá va como usted lo desea y a mí me gusta -dijo Nino inalterable.- Con estas ilusiones tan disculpables y estas esperanzas tan bien garantidas, llegué...

Aquí se detuvo Nino de pronto, cuando más aguzada estaba la curiosidad de sus oyentes, muy complacidas las tres, y particularmente Irene, en considerar que, con el giro que iba tomando el asunto, se llegaría al fin anhelado por ellas mucho antes de lo concertado entre doña Angustias y su marido. Y se detuvo Nino, porque se abrieron las puertas de la sala y apareció de golpe en escena don Roque Brezales, moviendo mucho estrépito.

-¡Hombre, hombre! -decía esforzando su extenuada voz y queriendo dar a su cetrino rostro una animación que no le salía de adentro.- ¡Tanto bueno en mi casa y sin saberlo yo hasta que me lo ha dicho la muchacha al abrirme la puerta!... Vaya, vaya... Y ¿cómo va, mi querido don Antonino?

A todos los presentes les supo a rejalgar la interrupción de don Roque en lo más sabroso de la conversación aquella; pero Nino estaba resuelto a terminarla a todo trance, y por eso, mientras daba la mano al recién venido, le dijo por única respuesta a su saludo:

-Estábamos tratando aquí, señor don Roque, un punto delicadísimo cuando usted ha llegado...

Por la cara y la voz de Nino y las actitudes alarmantes de las mujeres, y especialmente porque ya hacía mucho tiempo que todas las caras, y todos los ademanes, y todos los ruidos de este mundo le sonaban a él a una misma cosa, dedujo el pobre hombre que el punto delicadísimo a que se refería el hijo del prócer, era su dedo malo. En esta creencia, muy bien fundada, tembláronle las carnes; y después de pedir a su mujer cuentas de su deslealtad con una mirada de agonía, se desbordó en chanzonetas que le resultaron atrocidades en su mayor parte, con el honrado fin de meter a barato el «punto delicadísimo.» Y lo consiguió; pero con el auxilio de su mujer, que procedió así un poco por caridad, otro poco por justicia, y el resto por muy justificables temores de que su marido se lo echara todo a perder si tomaba cartas con ella en aquel importante juego.

Puestas aquí las cosas y más tranquilo don Roque, dio a todos los allí presentes la gran noticia de que había tenido carta aquella misma tarde de su ilustre amigo, anunciándole su salida de Madrid al día subsiguiente.

-Es decir, mañana, -concluyó don Roque, sacando la carta del bolsillo.

-Ya he tenido el gusto -observó Nino,- de dar a estas señoras la misma noticia. Lo sabía desde ayer...

-De manera -continuó don Roque, sin hacerse cargo de lo dicho por el otro y pasando la vista por la carta,- que en el exprés de pasado mañana...

-Justamente, -interrumpió Nino.

-Tendremos la dicha -continuó don Roque,- de verle entre nosotros. Aquí lo asegura. (Leyendo la carta.) «Mi querido amigo...» ¡Siempre tan parcial y cariñoso!...

-Ya, ya -dijo doña Angustias entonces, haciendo como que echaba a broma la tenacidad de su marido;- ya estamos enterados de que la cosa no tiene duda.

-Cabalmente, -concluyó don Roque entendiendo a su mujer y diciéndola con una mirada que también fue bien comprendida por ella: «¡si tú supieras qué tripas se me han puesto a mí con la noticia de la llegada esa!...»

Nino se despidió poco después, llevándose la promesa de aquellas señoras de ventilar en ocasión más oportuna el tema que quedaba apenas esbozado allí, y sobre el espíritu una abrumadora carga de negros temores y de punzante curiosidad.