Nubes de estío/Capítulo XV
Capítulo XV
La noticia que de este solemne y terminante acuerdo dio a sus hijas doña Angustias al otro día muy temprano, cayó sobre Irene como fecundante rocío en planta mustia, y alivió grandemente a Petrilla de sus intolerables impaciencias. Nunca se había mostrado con ellas su madre en aquel asunto tan franca, tan cariñosa ni tan resuelta.
Dirigiéndose a Irene, la dijo en conclusión:
-Ahora, hija mía, con estas seguridades que te doy, echa un puntal a tus ánimos, y empieza a sanar de esos pícaros males que te obligan a curarte en sana salud. No más encerronas a oscuras a lo mejor del día, ni más cama forzosa, ni más... ¡Virgen de las Angustias, lo ridículo que sería eso si no fuera tan amargo de paladear, para ti principalmente! Quiero decir que, si vienen esas gentes, las recibas como si tal cosa. Bien que delante de ellas hagas el papel de convaleciente; pero con buena cara, aunque la intención sea la que debe de ser: de las peores. ¿Me entiendes? Cierto que estás en capilla todavía; pero sabiendo que ya te han firmado el perdón para ponerte en la calle; y considerándolo así, la traza de las cosas que te rodean ha de variar mucho a tus ojos, sobre todo la del verdugo que te espantaba ayer. ¡Qué barbaridad! ¡Si no podemos tener perdón de Dios los desatinados que hemos puesto las cosas en ese extremo increíble! Porque yo, bien mirado el asunto, he pecado en ello tanto como vuestro padre; y si se me apura un poco, he pecado más; más, hijas mías, más, puesto que él todavía no ha caído de su burro, y aún está en la creencia de que te pierdes el premio gordo desechando a ese pretendiente; al paso que yo le estoy viendo con tus mismos ojos desde que conocí que no le podías tragar. Flaquezas humanas, ¿qué queréis? Y no digamos tan mal de ellas, cuando me atrevo a confesarlas... Pero ya hablaremos de esto en otra ocasión... Por ahora lo importante es lo dicho: cambiar tú de vida desde hoy; dejarse ver de todo el mundo como si nada pasara, y si vienen ellos y quisieran correrse algo en la conversación, buena cara y larga soga... Después de todo, no sería enteramente justo matarlos de un golpe en seco, porque ellos no han hecho más que creer lo que nosotros les hemos afirmado; y nosotros, es decir, tu padre y yo, somos los que hemos de desengañarlos, bien desengañados, eso sí; pero con los debidos respetos... Y tú, chiquilla -añadió cambiando de tono y encarándose con Petra,- mucho juicio, ¿eh?... y dos nudos a la sin hueso, ahora más que nunca. No te dejes llevar de las ganas que te retozan en los ojos en cuanto esas gentes se te ponen delante... ¡Qué ratos me has hecho pasar estos días! ¡Si no llego yo a estar a tu lado!... Así como así, se la tienen ya medio tragada; y si no, bien puede decirse que los ciega la vanidad, o son tontos de remache. En cuanto a vuestro padre, mucha caridad con él, y ni media palabra sobre el caso.
Con muy poco más que esto se acabó aquella conversación; se fue doña Angustias a sus quehaceres, y se quedaron las dos hermanas haciendo comentarios sobre el punto substancioso de la entrevista.
-Ahí tienes tú, mujer -decía Petrilla a Irene, acabando de resumir lo tratado allí entre ambas,- lo que es la pobre condición humana: dale pechugas de perdiz a un cuerpo regalado, y como si nada le dieras; y con un mendrugo de tres días se le aguzan los dientes a un hambriento... Ayer no había debajo del sol cosa alguna con que levantarte los ánimos; y hoy, con media docena de palabras de mamá, ya pareces otra. Verdad que te has llevado una temporada, hija, que se la doy yo a la mujer más recia de agallas... ¡Todo negro para ti por todas partes! Así es que con este poco de sol que has visto ahora de repente... Hay que convenir en que mamá estaba en lo firme cuando guardaba con nosotras aquellas reservas que tanto nos desesperaban, y aquel tira y afloja que tomábamos hasta por falta de caridad. ¡Mira si hemos sido injustas con ella!... Si lo he dicho yo siempre: para que las palabras sirvan de algo, hay que hablar poco y a tiempo... Por supuesto, Irene, esto no quita que lo que yo quería hacer hubiera sido lo mejor, por ser más breve. Bien que para ciertas cosas se midan mucho los pasos; pero para otras, como éstas tuyas... ¡Bah, bah!... a mí que no me digan. Antes con antes y por si acaso; que mortales somos y flacos de voluntad... ¡Jesús, y qué peste de sabiduría me consume hoy! ¿Has visto, mujer?
Andando en éstas y otras, apareció en la estancia, después de anunciarse con dos golpecitos a la puerta, don Roque, de bata y gorra y con un fajo de cartas abiertas en la mano. Iba a hacer la visita acostumbrada a Irene antes de bajar al escritorio. ¡Mala traza llevaba el pobre hombre! Ojeroso, tristón, verdinegro y rechupado de faz, y lacio, ¡muy lacio! y desmadejado de cuerpo. Habló con sus hijas poco y con desmayada voz; pero pescó al vuelo la mejoría de Irene: tan pintada la tenía en la cara. Además, tanto ella como su hermana le recibieron con una afabilidad a que no le teman acostumbrado tiempo hacía.
-¿Ha estado hoy mamá con vosotras? -las preguntó al despedirse.
Le respondieron que sí.
-Pues ahí está el quis del milagro -se decía mientras bajaba lentamente del piso al entresuelo.- Ella se lo habrá contado de pe a pa, y la otra, en la confianza de que yo haré lo que he prometido... tan satisfecha y campante... ¡Y despistójese usted y descrísmese por el bien y la pompa de su familia! ¡Salga usted del procomún de la sociedad a fuerza de fuerzas, y ensálcese hasta lo más alto!... ¿Para qué? Pues para esto que pasa aquí... Para que todos los ojos cieguen, y solamente los de usted vean la luz, y tenga usted que decir que no la ve y hacerse el ciego además; para que, cuando usted se ría, lloren su esposa y sus hijas, y cuando se rían ellas, como ahora, sepa usted que se ríen por lo mismo que a usted le está matando. ¡Matándole, sí, señor; y no rebajo un lápice! Porque entrar yo con ese caballero en las explicaciones a que se me obliga, y caerme redondo, será una misma cosa... Y no será la vergüenza solamente lo que me mate, júroselo a Dios, sino la pesadumbre de tirar por la ventana el resplandor y la gloria de mi familia... Porque así es la verdad, ¡el puro Evangelio! aunque lo contrario sostenga todo el protomedicato de la cristiandad entera... porque a conocer el mundo y el corazón humano no me echa a mí nadie la pata, ni a ser hombre del día ni padre amoroso... ¡Por vida!... ¿Pues me empeñaría yo en lo que me empeño si no creyera que por ahí se va al sumo bien de ella y a la honra de todos nosotros?... ¿Si pensarán que me he caído de un nido... o que no tengo ojos en la cara ni entrañas de padre en mi corazón? Pero como si no tuviera nada de ello para el caso hay que hacerse el tonto de la cabeza y el tigre desentrañado; tirar por el balcón la gloria y la fortuna que se nos han metido por las puertas, y acomodarse a vivir como meros palifustranes, cuando se podía levantar uno hasta... ¡hombre, hombre!... Y no hay remedio, si se ha de vivir en paz en la casa doméstica. ¡En paz... y vivir! ¡Ya te quiero un cuento! ¡Vivir, pasando por donde yo tengo que pasar para llegar a donde ellas quieren que llegue! Hasta el pellejo he de soltar en la estrechura... Y bien mirado, mejor será así. Muerto el perro, se acabó la rabia; y no habiendo perro, tampoco habrá ni tentaciones de ladrar; y estando todo en silencio, será mayor el sosiego, y la paz más duradera. ¿No es eso lo que queréis? Pues eso será; y a ver qué tenéis que pedir entonces a este mal padre y peor marido, cuando le veáis finado en holocáustico de vuestras mal entendidas comenencias.
A media mañana salieron de tiendas doña Angustias y Petrilla, y muy poco después se encerró Irene en el tocador; sola, porque su doncella era algo charlatana, y para el saboreo de los pensamientos agradables estorban los testigos y molestan los rumores de la conversación.
Y eran risueños los pensamientos de Irene en aquella ocasión, aunque en absoluto parecieran «poca cosa,» como el mendrugo del ejemplo de Petrilla. Ya se había roto el hielo de lo que ella tuvo siempre por inclemencias de su madre, aparente cómplice en el atentado inaudito contra su libertad, su corazón y su conciencia; ya se había reconocido su derecho y señalado formalmente un término para aquel conflicto de su alma, que hubiera llegado a costarle la vida. Su libertad estaba ya decretada: poco la importaban unos cuantos días de más o de menos para gozar de ella. ¡Cuánto tiempo entre tinieblas y dolores! ¡Qué alegre le parecía aquel inesperado rayo de luz, y qué saludable aquel repentino bienestar!
Que cobrara alientos la decía su madre, y que si venían «esas gentes» las recibiera como si tal cosa... ¡Vaya si los había cobrado y se encontraba valiente para dar la cara a su enemigo con la debida serenidad!... Que viniera, que viniera ese guapo cuando quisiera, lo mismo solo que en cuadrilla, y se vería cómo, sin rebasar ella de lo justo y acordado, sabía ocupar su puesto en toda regla...
Al llegar aquí con sus meditaciones, sentándose delante del espejo para peinarse, la avisó la doncella que estaba la beata en el recibidor, pretendiendo que la hiciera la caridad de oírla dos palabras. Le dio el corazón un volquetazo.
¡La beata! ¡y preguntando por ella! No la había visto desde aquel día; pero bien sabía Dios que no la tenía en olvido... Pues su aparición en aquel momento no podía ser de mal agüero, porque ocurría en día fausto para ella; y además, por el lado de doña Mónica no podía esperar malos sucesos...
Pero ¿debía de recibirla? Y ¿por qué no? Corriente, la recibiría; pero ¿allí mismo, tan en confianza? ¿o la haría esperar? ¡Esperar!... ¿para qué?... Podrían venir en tanto las ausentes; y quizás no se atreviera entonces la beata a decirla aquellas dos palabras que, por caridad, estaba ella obligada a oír.
-Que pase, -respondió a su doncella, resolviendo de esa manera las apuntadas dudas que la tuvieron indecisa breves momentos.
-¿A dónde ha de pasar? -preguntó Rita mirando a Irene con sus ojos de rámila, como si tratara de llevarse algún secretito robado con ellos.
-Aquí mismo, -respondió Irene, abrochándose escrupulosamente el peinador.
Un instante después entró en el tocador la beata, con el paso, y el vestido, y el librejo, y el rosario, y la carita de siempre.
-¿Qué se le ofrece, doña Mónica, y en qué puedo servirla a usted? -la dijo Irene viéndola en el espejo y mirándola casi a través de la espesa nube de sus cabellos negrísimos, que comenzaban a caer entonces en brillantes cataratas por delante de cada sien.- Acérquese un poco más y siéntese aquí, a mi lado, en esta silla... Y perdone que no la dé la cara, por no permitirlo lo que estoy haciendo; pero hable, hable lo que guste, que yo bien la oigo, y hasta la veo...
La respuesta de doña Mónica fue larga, porque la ornamentación plañidera y pespunteada de su estilo era incompatible con la brevedad expresiva del relato liso y llano. Aquella visita debió habérsela hecho al día siguiente de la última: una semana cabal; pero «como la mujer pecadora propone, y Dios nuestro Señor en su infinita sabiduría dispone lo que mejor nos conviene,» cuando más ufana iba con el recado... «vamos al decir, con el deseo de cumplir honradamente con un deber, pues no es uno lo mismo que otro, y no está bien que el demonio se goce de balde con mentira ociosa,» la cuenta el portero que la señorita ha caído en cama; que la amorosa familia andaba a su lado muy apurada, y que no se recibía en la casa a nadie, sino a ciertas personas con autoridad y méritos para ello...
Irene atajó en estas alturas el relato de doña Mónica, para preguntarla, con voz no muy entera todavía, y después de haber corrido al amparo de sus cabellos, de propio intento echados entonces como una cortina sobre los ojos, cierto temporal levantado en sus adentros por la virtud de algunas palabras de la relatora:
-Y ¿qué deber era ese que usted venía a cumplir en esta casa al día siguiente de su última visita?
-Pues, señorita mía de mi alma -respondió doña Mónica, haciéndose todavía más ovillo de lo que se había hecho al sentarse,- yo se lo diré a usted, con la divina gracia del Señor, como tenía pensado decírselo; porque no me han traído otros negocios a esta casa, fuera de la satisfacción de verla a usted en sana salud, por la intercesión de la Virgen Santísima, madre piadosa y abogada nuestra. Y a lo que voy. Resulta, amiga de Dios y señorita de mi alma, que al salir yo de la iglesia al día siguiente de verme con usted, también pasó él por delante de la puerta con su andar a pulso y sus espejuelos relumbrantes: lo propio y mismamente que el día anterior.
-¿Quién pasó, doña Mónica? -interrumpió Irene, con mayor curiosidad que firmeza de voz.
-Pues pasó él, señorita de mi alma; el señorito Pancho -respondió la beata, lanzando una mirada rápida y escrutadora al espejo en que se reflejaba la cara de Irene, medio oculta entre las dos caídas del pabellón de su pelo;- y pasando el señorito Pancho, como es él tan bueno, y yo, en conciencia de cristiana, le era deudora de aquella obra caritativa que usted sabe, y a más y más me clavaba en los mismos ojos de la cara el relumbre de los espejuelos, a la verdad, señorita Irene, me pareció muy puesto en santa ley de Dios, que nos manda ser agradecidos y serviciales con nuestros bienhechores, acercarme a saludarle con el mismo corazón puesto en los labios; y así lo hice, señorita de mi vida; así lo hice, sin que, gracias a nuestro Señor, tuviera que sentir pesares de ello; porque si parcial y cariñoso se me había mostrado la víspera, aquel día, señorita Irene, fue las dulzuras mismas de la miel con esta miserable pecadora. ¡Lo que él me agasajó con la palabra! ¡Lo que él me preguntó por los frutos de mi visita a esta ilustre casa! ¡Lo que él se interesó, María Madre de misericordia, por la salud de todos ustedes, y en particular por la de usted, señorita Irene, que era la menos floreciente de todas, según las noticias que él tenía... y las que yo también le di!... Sí, señorita, las que yo le dí; porque, puestas ya las cosas en este punto, yo tuve que contarle honradamente todo lo que me había pasado aquí: cómo la encontré a usted sola en casa; cómo me recibió usted en cristiano y santo amor, indigno de una pobre y sierva del pecado como yo; cómo, después de oírme la confesión que la hice de las caridades de él conmigo aquella mañana, me colmó usted también de beneficios y consuelos, para deleite de mi corazón y vergüenza de mis muchos pecados; cómo ¡Señor Dios omnipotente! me pareció usted algo atribulada del espíritu y quebrantada del cuerpo... pero, por misericordia divina, fuerte y animosa de corazón, llena del santo consuelo de la esperanza y bien encendida en el piadoso fuego de la caridad... En fin, señorita de mi vida, yo me creí obligada a corresponder a las finas bondades del señorito Pancho con todos ustedes y conmigo, aunque indigna, declarándole cuanto yo tenía por verdad y a usted la ponía en el punto honroso que se merece, por gracia de la Virgen Santísima... No sé si hice mal en ello, señorita Irene; pero sé que lo hice con sano corazón y en conciencia de mujer honrada y agradecida...
-No hizo usted mal -dijo Irene, sin acabar de descubrir la cara todavía, ni de adquirir su voz su ordinario timbre armonioso,- si se quedó en lo justo; pero acaso hubiera sido más prudente no haber hablado de esas cosas con un extraño...
-¿Con un extraño, señorita? -exclamó, la beata apretando mucho el librejo entre sus manos, y asestando una mirada gacha y certera a lo poco que en el espejo se veía de la hermosa cara de Irene;- siempre con la venia de usted, me parecía a mí que no es propiamente extraño para uno quien de corazón nos acompaña en nuestras prosperidades y tristezas, como Dios nuestro Señor determina en su santa ley que se haga, y cuando tan contados son los que lo hacen. Yo, señorita Irene, siempre tuve a ese caballero por uno de estos pocos, y téngole a la hora presente; y por eso me permití..
-Ya le he dicho a usted que no ha pecado en ello -dijo aquí Irene, disimulando mal la curiosidad mezclada de zozobras y rubores, y que la iba poseyendo a medida que avanzaba el relato de doña Mónica;- pero quisiera yo que llegáramos cuanto antes al asunto que aquí la trae...
-Pues el asunto es, señorita Irene -repuso la beata volviendo a bajar los ojos y la cabeza, que había levantado para oír la interrupción de Irene;- el asunto, después de agradecer a usted debidamente la merced que me hace tomando a bien esta conducta mía, es que el señorito Pancho no se cansaba de hablar de la salud de usted ni de acribillarme a preguntas sobre ella, ni más ni menos que si quisiera pintarla a usted de cuerpo entero en un papel, tal y como estaba aquel día... hasta con su alma generosa y su corazón cristiano y compasivo; porque es la verdad, señorita Irene, que la gracia de Dios nuestro Señor brilla y luce donde cae, y ciego del entendimiento y de los ojos hay que ser para no verlo; y esto no lo digo en adulación de usted, señorita, que mereció del Señor tal beneficio, sino a cuento de que, no siendo ciego del entendimiento ni de los ojos ese caballero, propio era y bien ajustado a razón que viera lo que está tan a la vista, y se recreara hablando en bien y honradamente de ello. Y voy al caso, con la ayuda de Dios nuestro Señor y el permiso de usted; y el caso es, señorita de mi alma, que, hablando, hablando de tal suerte, llegó a decirme el señorito Pancho estas palabras, tilde más o punto menos: «Pues ha de saber usted, doña Mónica, que tengo yo grandes tentaciones de pedir un favor a esa señorita, que es tan caritativa y tan buena.» A lo que yo le respondí de contado: «La Divina Misericordia no me tome en cuenta el atrevimiento si me equivoco en el dicho; pero, bien puede usted darse ya por servido si es asunto que dependa de la buena voluntad y cristianos sentimientos de ella.» Y a esto me contestó él: «Cabalmente no depende de otra cosa... digo mal, también depende de que usted quiera ayudarme con sus buenas relaciones con esa señorita para enterarla del asunto, por no tener yo otra manera de hacerlo...» Ya ve usted, señorita Irene: él, una persona tan principal y honrada de sentimientos; yo, una pobre y baja criatura, esclava de la miseria y del pecado; y entre medias de los dos, una obra de caridad que dependía de mis manos: ¿qué había de hacer sino ponerme a su servicio, dando gracias a Dios nuestro Señor por la merced que recibía ocupándome en obra tan de su divino agrado?... Conque, señorita de mi alma, entrando en seguida en más explicaciones, llegó a decirme que, tratándose de una caridad de mucha cuenta y que solamente usted podía hacer, por estar el menesteroso al alcance de sus manos, para la debida comodidad de todos me estipularía el caso en un papel, que yo haría por entregar a usted antes con antes. Pareciome bien la ocurrencia, porque de ese modo resultaba el encargo más hacedero para mí, y, si bien se miraba, más agradable a los ojos del Señor, que quiere poco palabreo, y mucho sigilo en las obras de caridad; y convenidos en seguida en el cuándo y en el dónde, aquella misma tarde me puso el apunte en la una mano, y ¡la Virgen de las Mercedes se lo galardone en lo que más desea su corazón, si le conviene!... un papel de cinco duros en la otra... Que no, que sí, que con lo de la víspera sobraba para lo que yo merecía, que estaba muy equivocada, que el equivocado era él, que torna, que vira y que dale... en fin, señorita de mi alma, que tuve que recibir aquel despilfarre de generosidad antes que se me tomara la negativa a punta de soberbia. Conque al otro día por la mañana, después de la tercera misa que oí, y de haber lavado mis culpas en el Tribunal de la penitencia, vine a cumplir honradamente mi obligación en esta ilustre casa; pero ¡quién le dice a usted, señorita de mi vida, que, al llegar al portal, se me entera de que Dios nuestro Señor se ha dignado visitarla a usted aquel mismo día con una enfermedad!... Con el corazón traspasado de pena enteré de ello en su hora al señorito Pancho, para que viera que, si que daba su encargo sin cumplir, no era por culpa mía... ¡Válgame la Divina Misericordia, y cómo se le pintó en la cara en un instante la pesadumbre que recibió con la noticia!... «Pues nada -me dijo en remate,- quédese el encargo para mejor ocasión: lo principal es ahora que sepamos a menudo de la salud de la señorita Irene; y de cuenta de usted corre ese delicado particular.» Y así se ha hecho, señorita de mi alma, viniendo yo todos los días, como lo tengo dicho al principio, a preguntar por usted en el portal, y sin dejar de pedir al Señor, en mis humildes oraciones, que la devolviese pronto la salud corporal, si la convenía, y también la del espíritu, para regocijo de su familia y satisfacción de cuantos en el mundo la queremos bien, aunque no tanto cómo usted se merece... Y en esto estábamos, cuando se me dice hoy abajo que Dios nuestro Señor se ha apiadado ya de usted; que ya está buena; que ya se levanta y que ya puede recibir a las personas de su estimación, y que además estaba usted sola, por haber salido la señora con la señorita Petra, que son las que han dejado en la portería ese recado. ¡Santísima Virgen de las Misericordias, las gracias que yo di al Señor en cuanto pude enterarme de ello! Con las ansias de la alegría subí la escalera; y creyéndome tierra demasiado miserable para que se me contara entre las personas dignas de ser recibidas por usted, esforcé un poco la calidad del motivo de presentarme aquí, con el fin de que se me dejara entrar. ¡Dios nuestro Señor se dignará perdonarme esta mentira con que he manchado la conciencia, en gracia del fin piadoso que me guiaba! Por último y finalmente, señorita: aquí estoy en su presencia para todo cuanto a bien tenga ordenarme, como a su más rendida servidora y agradecida esclava en el Señor, a quien alaba y bendice por verla a usted colmada de la salud que había perdido.
Cesó aquí de hablar doña Mónica, pero no de mirar gacho y sutil a Irene, la cual, desde que la beata la había enterado del verdadero asunto que la conducía allí, se veía y se deseaba para ocultar lo que estaba pasando por ella; y cuanto más bregaba en su empeño, peor lo ponía: temblaba en su mano pálida el peine, pasado y repasado cien veces por un mismo sitio; andaba la cortina de pelo de acá para allá, y tan pronto se veía en el espejo un pedazo de la cara asomando por una abertura del negro pabellón, como se eclipsaba totalmente, igual que luna de enero en noche de secos vendavales; tosía sin ganas de ello, y se removía en el asiento sin maldita la necesidad.
Ya llevaba un buen ratito de silencio la beata, que no la quitaba ojo ni cesaba de manosear su roñoso libro de oraciones; y aún no había dado Irene señales de haberse enterado de ello. Al fin, o porque halló la serenidad que andaba buscando tiempo hacía, o porque tosió doña Mónica de cierto modo, rompió a hablar de esta suerte con voz algo ronquilla, pero sin volver del todo la cara ni descubrir el lado de ella frontero a la beata:
-¿Y dice usted que él la ha dado un apunte... o cosa así, para que yo haga una obra de caridad?
-Justamente, señorita -respondió la beata, parpadeando muchas veces seguidas y hundiendo media mano derecha en las entrañas de su librejo.- Un apunte sobre ese piadoso particular, que no se ha separado un momento de mí persona desde que me le entregó la que usted sabe... Aquí está, y tengo el honor de ponerle en manos de usted, con el mismo respeto y con el mismo fin de servir en ello a Dios nuestro Señor, con que de mí fue recibido en su día.
Diciendo esto, enderezó un poco el enroscado cuerpecillo, alargó el brazo y puso sobre el mármol del lavabo, y muy arrimadito a la palangana, lo que sus dedos sutiles habían sacado de las entrañas del libro.
Mirolo de reojo Irene; y sin tratar de tocarlo, como si le causara extrañeza, dijo a la beata:
-Pero usted me hablaba de un apunte, doña Mónica; y esto que usted me da aquí, parece cosa muy diferente. ¿No se habrá equivocado usted?
-¿Y cómo sería eso posible, señorita de mi alma -exclamó doña Mónica con el acento de la más seráfica ingenuidad,- no teniendo yo otros documentos que ese en mi poder, y no habiéndole apartado de mí un mal instante desde el punto en que le recibieron mis manos?... Pero ¿qué puede usted ver en él, pecadora, y miserable de mí, que le choque, para que le tome por equivocado? ¿No está bien manifiesto, en gracia de Dios, el nombre de usted ahí encima, o yo no sé pizca de lectura a la hora presente?
-Pues por eso mismo, doña Mónica; por eso mismo lo digo yo -contestó Irene, atreviéndose a mirar a la beata con la cara descubierta pero sin señal de enojo en ella, aunque sí de grandes vacilaciones y pudorosos escrúpulos.- Esto, más que apunte, parece una carta en toda regla.
-Bien puede ser, señorita de mi alma, y con la venia de usted -replicó la beata sin apurarse mucho por el reparo de Irene,- un apunte debajo de un sobre, como yo misma quise que fuera, por aquel recato y honestidad que piden las obras piadosas... y así se lo dije al señorito cuando tuvo la bondad de disculparse conmigo porque me entregaba cerrado el documento. Que tenga éste más o menos palabras para la debida claridad del caso y pintura de la persona necesitada del socorro caritativo de usted, ¿qué más da ello, señorita de mi alma, por los clavos de nuestro Divino Redentor?
-Ciertamente -repuso Irene, dejando el peine sobre el mármol y comenzando a torcer entre sus manos una de las dos madejas de pelo que tanto le habían dado que hacer.- Bien pudiera ser lo que usted dice, y eso será...
Por demás se le ocurría a la beata que la mejor manera de salir de aquellas dudas era romper el sobre y enterarse de lo que contenía; pero también se había persuadido ya de que, ardiendo Irene en deseos de hacerlo, no lo haría mientras ella estuviera delante. En esta firme y bien fundada creencia, acabó de enderezar el cuerpecillo, requirió el rosario y el librejo y los picos de la mantilla; y puesta de este modo en actitud de despedirse, dijo a Irene, entornando hacia un lado la cabeza, siempre gacha:
-En esa conformidad, señorita, y con el regocijo de haberla visto a usted en buena salud, por la misericordia de Dios nuestroSeñor, no quiero molestar más; y con el permiso de usted... como ya queda cumplida mi obligación...
-¿Se marcha usted tan pronto, doña Mónica? -exclamó Irene, disfrazando muy mal su ardiente deseo de quedarse sola.
-En cuanto usted se sirva -respondió la beata, leyéndola las intenciones en la cara y en la voz,- honrarme con dos palabras de respuesta sobre el particular que la he entregado...
A lo que replicó Irene a trompicones y después de pensarlo bastante:
-Pues... nada... Dígale usted que... que será servido... eso es... en todo cuanto dependa de... de mi buena voluntad... ¿me entiende usted? de mi buena voluntad...
-Serán medidas sus palabras de usted, señorita -dijo la beata; y añadió, clavando sus ojuelos grises en los negrísimos y entonces cobardes de Irene:- y sin perjuicio, paréceme a mí, de que si, después de enterada usted del apunte, encontrara en él alguna cosa... vamos al decir, que la mereciera atención, supongamos, más particular...
-Justamente, ya diría yo entonces...
-Porque como, si usted me da su permiso, he de volver por aquí pronto, con el amparo de Dios, y en mí tiene usted propio seguro...
-Por supuesto, doña Mónica, que cuento con que usted vuelva pronto, no precisamente por eso, que probablemente no necesitará más respuesta que la que ya he dado, sino porque quiero pagarla una deuda que tengo con usted, y no puedo pagar hoy por no tener a mano lo ofrecido... y algo más para con ello, que acaso parecería...
-¡Quién se acuerda de eso ahora, señorita de mi alma? -exclamó doña Mónica, compungiéndose y espiritándose toda de pies a cabeza.- La cabal salud del cuerpo y el rocío celestial para el esponje del alma, es lo que usted necesita de presente, así como yo limpieza de corazón y fortaleza de espíritu para que la Divina Misericordia acoja y reciba en bien los ruegos que día y noche la hago por la felicidad de todos ustedes...
-Lo uno y lo otro, doña Mónica -dijo a esto Irene, levantándose para acompañarla hasta la puerta;- porque las dos cosas caben juntas...
-Como usted guste, señorita -respondió la beata, moviéndose un poco en dirección a la salida,- pues usted siempre tiene razón, porque la Divina Providencia no deja de asistirla nunca con su gracia.
-Otro gallo me cantara entonces, doña Mónica, si eso fuera verdad -repuso Irene, empujándola suavemente hacia la puerta;- pero, en fin, no me quejo; que, aunque pecadora, nunca me falta Dios en los grandes apuros de mi vida... y bien ingrata sería yo si no lo reconociera así... Conque adiós, doña Mónica... hasta la vista, ¿eh?... Por supuesto -añadió, deteniendo de pronto a la beata y bajando mucho la voz,- que como en esto de las obras de caridad lo primero es el secreto y la... cuento yo con que no sepa nadie una palabra de esto que ustedes me recomiendan...
-¡Señorita de mi alma! -exclamó entonces la beata, casi afónica- ¿Pues no recuerda usted lo que le dije al principio en disculpa de venir cerrado el apunte? ¡Si precisamente soy yo un pozo sin fondo para esos particulares!
-Ya lo sé, doña Mónica, ya lo sé -dijo Irene, volviendo a ponerla en marcha hacia afuera con un empujoncillo y dos palmaditas en la espalda.- Era, decir por decir... Conque salud, doña Mónica, y hasta la vista... y muchísimas gracias por todo...
-No puedo recibirlas en conciencia, señorita de mi vida, porque eso y mucho más...
-No importa; pero yo quiero dárselas.
-¡La Virgen de las Mercedes la colme a usted de las que merece por sus bondades!
-Adiós, doña Mónica.
Salió la beata; cerró Irene la puerta del tocador por dentro; y respirando con ansia al verse sin testigos, acercose apresuradamente al lavabo; recogió la carta que había colocado allí doña Mónica; rompió el sobre con mano acelerada y trémula, y se apoderó de lo que contenía, que era un plieguecillo escrito por las cuatro caras en letra limpia y menuda.