Nova impendet
Nuevas cuestiones amenazan – y de hecho, ya en gran medida han dañado- al rebaño que Nos fue confiado; afectan más cruelmente a los más desamparados, a los que nosotros abrazamos con particular caridad: los niños, los proletarios, los artesanos y todos aquellos que no disponen de medios familiares. Hablamos de una gravísima y angustiosa crisis económica que pesa sobre los pueblos y que, en todas las regiones, provoca un terrible y creciente paro. Se ven multitudes de trabajadores honestos condenados al paro y reducidos después con sus familias a la extrema indigencia; multitudes de honestos operarios que no desean otra cosa que ganar honradamente el pan de cada día que, según el divino mandato, piden a su Padre que está en el cielo. Su lamento llega a Nuestros oídos y Nos mueve a repetir, con la misma ternura y compasión, aquellas palabras que brotaron del amante Corazón del Divino Maestro cuando vio a la débil multitud con hambre: «Me da pena esta gente»[1]
Más vehemente se torna Nuestra conmiseración mientras contemplamos una multitud de niños pequeños que piden pan «cuando no hay nadie para llevárselo»[2]. Estos pequeños, en su inocencia, están soportando la peor parte de la carga. Escuálidos y miserables, están condenados a ver desvanecerse las alegrías propias de su edad y a tener su legítima risa silenciada sobre sus jóvenes labios mientras observan con desconcierto a su alrededor.
El invierno llega rápidamente, sin duda acompañado por sus dolorosas consecuencias: los sufrimientos y privaciones que el tiempo frío inflige sobre los pobres y los más débiles. Hay razones para temer que la plaga del desempleo, que ya hemos mencionado, crecerá y llegará a extenderse, de modo que la imprevista pobreza empuje a las familias a la indigencia y – Dios no lo quiera- a la desesperación. Nuestro corazón paternal no puede ver esta situación sin preocupación; por esto, como nuestros predecesores han hecho en circunstancias similares, especialmente nuestro inmediato predecesor de feliz memoria Benedicto XV,[a] elevamos Nuestra voz y dirigimos Nuestra apelación a todos aquellos en quienes la fe y la caridad cristiana siguen vivas. Llamamos a una batalla[b] de caridad y socorro que, cuidando los cuerpos y confortando las almas, traerá un renacer de serena confianza y alejará de la mente los tristes pensamientos que suele engendrar la miseria. Extinguirá las llamas del odio y de la pasión, poniendo en su lugar los ardores del amor y la concordia, que alienta y promueve el vínculo de la paz y la prosperidad de las que ciertamente gozará la sociedad y cada uno de los individuos. A esta batalla[b] de piedad y caridad, que lleva consigo el esfuerzo de consagrarse al provecho de los pobres, convocamos a todos los hijos del mismo Padre celestial, innumerables miembros de su gran familia y por esto hermanos todos en Cristo y participes, tanto de la prosperidad y el consuelo, como de las desgracias y dolores. Convocamos a todos a este combate[b] como a un sagrado deber que se apoya en aquella especial norma de la doctrina evangélica, A saber el precepto de la caridad, que Cristo predicó como su primer y máximo mandato, suma ley y compendio de todos los demás preceptos. Un mandato que Nuestro inmediato y amadísimo predecesor[c], en unos tiempos en que las rivalidades y los levantamientos se inflamaban en guerra por doquier, recomendó con tanta fuerza y tan a menudo que casi lo convirtió en distintivo de todo su pontificado.
Así Nosotros queremos poner en la mente de los hombres el mismo y más amable precepto, no sólo porque es el supremo deber que encarna los demás preceptos de la nueva ley, sino también porque es el más alto ideal que puede ser querido por almas generosas, deseosas de alcanzar la perfección cristiana. Pensamos, que solamente esta generosidad de corazón, sólo este fervor de las almas cristianas deseosas de expresar ellas mismas en su sacrificio la devoción por sus hermanos, especialmente por los más necesitados y por la multitud de niños inocentes, tendrá éxito, y con un gran y unánime esfuerzo superará las graves dificultades de la hora presente.
Por otra parte, esta rigurosa y lamentable situación sigue a una fuerte rivalidad entre los pueblos que provoca ingentes gastos del erario público, pues no es la última y menor causa de esta doble ruina aquella excesiva competición, más viva cada día, en la previsión de instrumentos bélicos y aparato militar. Por esto Nosotros no podemos abstenernos de renovar nuestra advertencias sobre este asunto[3] y de Nuestro predecesor[4], una herencia que hasta ahora no ha sido de provecho; os exhortamos a todos venerables hermanos a que, con todos los medios a vuestra disposición incluyendo tanto el púlpito como la prensa, ilustréis a la opinión pública en esta materia para que los corazones de los hombres se vuelvan hacia los dictados de la recta razón y hacia las leyes de Cristo.
Nos alegra ya la esperanza de que las limosnas solicitadas a los fieles confluyan junto con las vuestras y sean empleadas por vosotros para auxilio y alivio de los indigentes. En las diócesis en las que sea conveniente confiad esta tarea al Metropolitano o a algunas Instituciones de caridad que hayan dado prueba de eficacia y que disfruten de vuestra confianza; seguid esto solo como un consejo, con libertad.
Recordemos todos que el Redentor del género humano, para estímulo y consuelo nuestro, prometió que lo que se hiciese a “uno de estos [sus] hermanos más pequeños”, se apreciaría como hecho a Él mismo[5], y no olvidemos aquella divina promesa, con la que él mismo afirmó, que el cuidado que, movidos por sus amor, se ponga en los niños, será estimado como si se prestase a él mismo[6].
La fiesta que hoy celebra la Iglesia[d] trae a Nuestra memoria aquellas dulcísimas palabras de Jesucristo con las que concluimos las exhortaciones de Nuestra encíclica; a saber, [Jesús] después de haber construido murallas impenetrables alrededor de las almas de los niños, como expresa san Juan Crisóstomo, añadió: “Cuidado con despreciar a uno de estos pequeños. Pues os digo que sus ángeles en el cielo contemplan continuamente el rostro de mi Padre en el cielo”[7]. Ciertamente estos Ángeles presentarán en el cielo al Señor todos los actos de caridad realizados por la generosidad de vuestros corazones en nombre de estos pequeños, quienes a su vez, obtendrán abundantes bendiciones para aquellos que se han desgastado en tan santa causa. Pronto celebraremos la anual solemnidad de Cristo Rey, cuyo reinado y cuya paz hemos anunciado al mismo tiempo que hemos rezado por ambas desde el inicio de Nuestro pontificado. Nos parece oportuno preparar esta fiesta con un solemne triduo por medio del cual imploremos del Dios de misericordias, consejos celestiales y regalos de paz. En promesa de esto, os enviamos venerables Hermanos así como a todo aquel que responda a nuestra llamada, la bendición apostólica
Dado en Roma, junto a San Pedro, a 2 de octubre, fiesta de los Santos Ángeles Custodios, en el año 1931, el décimo de Nuestro pontificado.
Referencias
editar- ↑ Mc 8,2.
- ↑ Lm 4, 4.
- ↑ Alocución del 24 de diciembre de 1930 y carta «Con vivo piacere», de 7 abril de 1922.
- ↑ Exh. apost. «Dès le début», del 1 agosto de 1917.
- ↑ Mt 25,40.
- ↑ Mt 18,5.
- ↑ Mt 18,10.
Notas
editar- ↑ En su encíclica Paterno iam diu, del 14 de noviembre de 1919, Benedicto XV, pidió ayuda para remediar la situación de miseria y hambre que sufrían muchos niños en Centroeuropa tras la Gran Guerra; un tema sobre el que insistió en Annus iam plenus, del 1 de diciembre de 1920. La traducción al español de esas encíclocas pueden consultarse en Wikisource.
- ↑ 2,0 2,1 2,2 El original latino utiliza, aquí y en otros lugares, la palabra contention, para referirse a una lucha contra la situación a que se refiere; las traducciones al italiano y al inglés que presenta al página web del Vaticano traduce esta palabra por cruzada. En nuestra traducción se ha preferido una traducción más literal: batalla o combate, el contexto ya aclara el tipo de lucha a la que se convoca.
- ↑ Benedicto XV.
- ↑ Los Santos Ángeles Custodios