Notabilidades
XII.
NOTABILIDADES.
Soy, digo, he sido todo un hombre célebre; aunque no soy el autor de Junius, ni el hombre de la máscara de hierro. Me llamo, según creo, Roberto Jones, y nací no sé en qué parte de la ciudad de Fum-Fudge.
La primera accion de mi vida fue agarrarme las narices con ambas manos. Mi buena madre, al verlo me llamó ingenio; mi pobre padre lloró de alegría y me premió regalándole un tratado de nasologia. Ya era yo un sábio en esta ciencia antes de vestir calzones.
Este hecho decidió mi marcha en el camino de la ciencia; por él comprendí que todo hombre, con tal que tenga unas narices suficientemente suficientes, puede sin más que dejarse arrastrar por su propio instinto, llegar á la alta dignidad de notabilidad. No me fijé esclusivamente en las puras teorías de mi ciencia, sino que, todas las mañanas de todos los dias de Dios, me tiraba dos veces de la punta de mi trompa, finalizando esta maniobra, como consecuencia indispensable para el buen resultado de mi propósito, con media docena de copitas que á continuacion me bebia.
Un día, cuando fui mayor de edad, me preguntó mi padre si quería seguirle á su gabinete. Seguíle, y sentándonos frente á frente me preguntó:
— Hijo mió, en qué te ocupas, ¿cuál es tu porvenir? ¿Cuál tu mision?
— Padre, le respondí, el estudio de la nasologia.
— ¿Y qué es eso de nasologia, Roberto?
— Señor, la ciencia que trata de las narices.
— ¿Y puedes decirme, hijo, cual es la significacion de la palabra narices?
— Padre, las narices, contesté, bajando algo la voz, las han definido muy diferentemente millares de sábios; (al decir esto saqué el reló, miré la hora y dije): aun no son las doce del dia, hasta las doce de la noche tendremos tiempo de pasar revista á todas estas definiciones. Comiendo, pues. La nariz según Bartholius es esta protuberancia, esta giba, esta escrescencia, esta....
— Todo eso está muy bien, Roberto, interrumpió mi padre, me confieso anonadado por la inmensidad de tus conocimientos, te lo juro, (dijo cerrando los ojos y poniéndose la mano derecha sobre el corazón) ¡Acércate! y me cojió del brazo: tu educacion está terminada, creo que es ya tiempo de que hagas tu entrada en el mundo, y para marchar en él, lo mejor que debes hacer es seguir simplemente tus narices. Así, pues, y por lo tanto, lárgate y que Dios te asista, gritóme; añadiendo á sus palabras sendos puntapiés, que yo iba recibiendo hasta que llegué á la puerta de la calle.
Bueno, más aun, útil creí el aviso paternal y resolví seguir á mis narices. Con mayor fuerza de la acostumbrada me di de ella tres tirones mayúsculos y de ellas brotó un ensayo sobre la nasologia.
Todo Fum Fudge se quedó vizco con mi opúsculo.
— ¡Admirable ingenio! Dijo el Quarterly.
— ¡Preciosa Phisiologia! Dijo el Westminster.
— ¡No está mal pillo! Dijo el Foreign.
— ¡Buen escritor! Dijo el Edimburgo.
— ¡Profundo pensador! Dijo el Dublin.
— ¡Grande hombre! Dijo Bentley.
— ¡Alma divina! Dijo Fraser.
— ¡Uno de los nuestros! Dijo Blackwood.
— ¿Quién será? Dijo la señora Media-Azul.
— ¿Qué será? Dijo la señorita Media-Azul.
No paré mientes en cuanto dijeron de mí estas gentecillas, y desdeñándolas me fui al estudio de un artista.
Estaba este retratando á la Duquesa de Dios-me-Bendiga; el Marqués de Tal-y-tal tenia el perrito de aguas de la Duquesa; el Conde de Estas-y-otras-cosas jugueteaba con el pomo de sales de aquella señora, y su Alteza Real de Noli-me-Tangere se columpiaba en su butaca.
— ¡Oh! Bellísimas! Suspiró Su Gracia.
— ¡Oh! ¡Socorro! Tartamudeó el marqués.
— ¡Oh! Inaguantables! Murmuró el conde.
— ¡Oh! Abominables! Gruñó su Alteza Real.
— ¿Cuánto queréis? Me preguntó el artista.
— ¿Por las narices? gritó Su Gracia.
— Mil libras, contesté, sentándome.
— ¿Mil libras? Me dijo el artista meditabundo.
— Mil libras, respondí.
— Muy buenas son, me dijo entusiasmado.
— Pues valen mil libras, añadí.
— ¿Las garantizáis? preguntó volviéndome las narices hácia la luz para apreciar las medias tintas.
— Las garantizo, dije, sonándolas con estrépito.
— ¿Son originales, verdaderas? interrogó palpándolas con algún temor.
— ¡Vaya! dije, cogiéndolas y volviéndolas bruscamente.
— ¿No son copia? me preguntó examinándolas con un microscopio.
— Absolutamente, le respondí hinchándolas.
— ¡Admirable! gritó entusiasmado por la maniobra.
— Mil libras, díjele.
— ¿Mil libras? díjome.
— Precisamente, dije.
— ¿Mil libras? dijo.
— Justas y cabales, contesté.
— Las tendréis respondió; ¡vaya un cacho enorme!!
Me entregó un billete y sacó una copia de mis narices. Alquilé un cuarto en Jermyn-Street, y dediqué á Su Magestad la noventa y nueve edicion de mi Nasologia, con el retrato de mi trompa.
El Príncipe de Gales, ese tunantuelo libertino, me convidó á comer.
Éramos todos notabilidades y gentes del mejor tono.
Allí estaba un neoplatoniano que citó á Porphiro, Jamblique, Platino, Proclus, Hierocles, Máximo de Tur y Syrianus. Un profesor de perfectibilidad humana, que citó á Turgot, Price, Priestley, Condorcet, de Stael y Ambitius Student in Yll Health.
Sir Positivo Paradoja, me dijo que todos los locos eran filósofos, y que todos los filósofos eran locos.
Sir Teólogo Teología me charló sobre Eusebio y Arrio; sobre la heregía y el concilio de Nicea, sobre el Puseismo; y el Consustancialismo; sobre Homoousios y Homoiosios.
Sir Guisado que habló de la lengua á la escarlata de las coles á la salsa velouteé, de la vaca á la sainte Menchould, del escabeche á la San Florentino y los sorbetes de naranja en mosáico. Bibulus ó Bumper, que dijo cuatro palabras sobre el Markbrunen, el Champagne mousseux, el Chaulbertin, el Vicheboirg y el San Jorge; sobre el Haut-brian, el Ecoville y el Medoc; sobre el Grace, el Sautern, el Laffitte y el Sain-Peray y meneando la cabeza con ademan despreciativo, añadió que se preciaba de saber distinguir con los ojos cerrados el amontillado del Jerez.
Allí el signor Tintontintino de Florencia, hablaba de Cimabue, de Arpino, Caspacio y Agostino; de las tinieblas de Caravaggio; de la suavidad de Albano, del colorido de Ticiano, de las comadres de Rubens y de las picardigüelas de Juan Steen.
Allí el rector de la universidad de Jum-Tudge emitió su opinion de que la luna se llamaba Bendis en Thracia, Bubastes en Egipto, Diana en Roma, y Artemisa en Grecia.
Allí habia un gran turco de Stambul, que no podia menos de creer que los ángeles son caballos, gallos, y toros: que en el sétimo cielo existia uno que tenia setenta mil cabezas, y que la tierra estaba sostenida por una vaca azul celeste, con incalculable número de cuernos verdes.
Allí Delfín Poligloto nos dijo lo que habian llegado á ser las ochenta y tres tragedias de Eschylo, las cincuenta y cuatro oraciones de Isaías, los trescientos noventa y un discursos de Lysias, los ciento ochenta tratados de Theophrasto, el octavo libro de las secciones cónicas de Apollonio, los himnos y ditirambos de Píndaro y las cuarenta y cinco tragedias de Homero el Jóven.
Allí Fernando Fitz-Tossillus Feldspar hizo una reseña de los fuegos subterráneos y de las capas terciarias, aeriformes, fluidiformes y solidiformes; de las esquitas y chorlos; de la micaesquita y la pudinga; el cianito y el lipidolitho; la amatista y la tremolita; el antimonio y la calcedonia; el manganeso y todo lo que quiso hablar.
Allí estaba YO; que hablé de mí, de mí, de mí y de mí; de Nasología, de mi folleto y de mí. Enseñé mis narices, y hablé de mí.
— ¡Hombre feliz! maravillosa criatura! dijo el Príncipe.
— ¡Soberbio! dijeron todos los convidados; y la mañana siguiente, su Gracia de Dios-me-Bendiga me visitó.
— ¿Vendréis á Almack, preciosa criatura? me dijo ella, haciéndome una caricia en la barba.
— Os lo prometo bajo palabra de honor, la contesté.
— ¿Con todas vuestras narices sin escepcion? me preguntó.
— Por mi vida que sí, respondí.
— Hé aquí una esquela de convite, bellísimo ángel. ¿Diré que vendréis?
— Querida Duquesa, con todo mi corazon.
— ¡Quién os habla de vuestro corazon! con vuestras narices, con todas vuestras narices ¿no es verdad?
— Ni una hebra menos, amor mió, la dije. Me las retorcí una ó dos veces y me fui á Almack.
Los salones estaban atestados de gente.
— ¡Ya llega! dijo uno en la escalera.
— ¡Ya llega! dijo otro desde un poco más arriba.
— ¡Ya llega! dijo otro desde más arriba aun.
— ¡Llega! gritó la duquesa. Ya llegó nuestro ángel. Y asiéndome con las dos manos, me dió tres besos en las narices.
Inmediatamente la asamblea dió señaladas muestras de desaprobacion.
— ¡Diavolo! gritó el conde Capricornutti.
— ¡Dios le guarde! murmuró en español Don Navaja.
— ¡Mille tonnerres! juró el príncipe de Grenoville.
— ¡Mille tiaplos! gruñó el elector de Bluddennuff.
Esto no puede quedar así, pensé. Me cargué, me encaré, con Bluddennuff y le dije:
— Caballero, sois un monigote.
— Caballero, replicó después de una pausa, relámpagos y truenos.
No hubo necesidad de más; cambiamos nuestras targetas y á la mañana siguiente en Chalk-Farm le aplasté las narices, y por lo tanto pude presentar las mias á mis amigos.
— ¡Béstia! Me llamó el primero.
— ¡Tonto! El segundo.
— ¡Avestruz! El tercero.
— ¡Burro! El cuarto.
— ¡Simple! El quinto.
— ¡Badulaque! El sesto.
— ¡Largo de aquí! Me dijo el sétimo.
Esto me apesadumbró sobre manera, y fui á ver á mi padre.
— Padre mió, le pregunté, ¿cuál es la mision de mi vida?
— Hijo mió, me contestó, el estudio de la nasologia pero al desnarigar al Elector has traspasado los límites de tus propósitos. Tienes unas narices preciosísimas; pero Bluddennuff ya no las tiene. Te concedo que en Fum-Fudge la grandeza de una notabilidad es proporcionada á la dimension de su trompa; pero, por Dios, hijo, sabe que no hay rivalidad posible para con una notabilidad que no tenga absolutamente ninguna.