XIII

Pocos días después de esto entró una mañana Liduvina en el cuarto de Augusto diciéndole que una señorita preguntaba por él.
–¿Una señorita?
–Sí, ella, la pianista.
–¿Eugenia?
–Eugenia, sí. Decididamente no es usted el único que se ha vuelto loco.
El pobre Augusto empezó a temblar. Y es que se sentía reo. Levantóse, lavóse de prisa, se vistió y fue dispuesto a todo.
–Ya sé, señor don Augusto –le dijo solemnemente Eugenia en cuanto le vio–, que ha comprado usted mi deuda a mi acreedor, que está en su poder la hipoteca de mi casa.
–No lo niego.
–Y ¿con qué derecho hizo eso?
–Con el derecho, señorita, que tiene todo ciudadano a comprar lo que bien le parezca y su poseedor quiera venderlo.
–No quiero decir eso, sino ¿para qué la ha comprado usted?
–Pues porque me dolía verla depender así de un hombre a quien acaso usted sea indiferente y que sospecho no es más que un traficante sin entrañas.
–Es decir, que usted pretende que dependa yo de usted, ya que no le soy indiferente...
–¡Oh, eso nunca, nunca, nunca! ¡Nunca, Eugenia, nunca! Yo no busco que usted dependa de mí. Me ofende usted sólo con suponerlo. Verá usted –y dejándola sola se salió agitadísimo.
Volvió al poco rato trayendo unos papeles.
–He aquí, Eugenia, los documentos que acreditan su deuda. Tómelos usted y haga de ellos lo que quiera.
–¿Cómo?
–Sí, que renuncio a todo. Para eso lo compré.
–Lo sabía, y por eso le dije que usted no pretende sino hacer que dependa de usted. Me quiere usted ligar por la gratitud. ¡Quiere usted comprarme!
–¡Eugenia! ¡Eugenia!
–Sí, quiere usted comprarme, quiere usted comprarme; ¡quiere usted comprar... no mi amor, que ese no se compra, sino mi cuerpo!
–¡Eugenia! ¡Eugenia!
–Esto es, aunque usted no lo crea, una infamia, nada más que una infamia.
–¡Eugenia, por Dios, Eugenia!
–¡No se me acerque usted más, que no respondo de mí!
–Pues bien, sí, me acerco. ¡Pégame, Eugenia, pégame; insúltame, escúpeme, haz de mí lo que quieras!
–No merece usted nada –y Eugenia se levantó–; me voy, pero ¡cónstele que no acepto su limosna o su oferta! Trabajaré más que nunca; haré que trabaje mi novio, pronto mi marido, y viviremos. Y en cuanto a eso, quédese usted con mi casa.
–Pero ¡si yo no me opongo, Eugenia, a que usted se case con ese novio que dice!
–¿Cómo?, ¿cómo? ¿A ver?
–¡Si yo no he hecho esto para que usted, ligada por gratitud, acceda a tomarme por marido!... ¡Si yo renuncio a mi propia felicidad, mejor dicho, si mi felicidad consiste en que usted sea feliz y nada más, en que sea usted feliz con el marido que libremente escoja!...
–¡Ah, ya, ya caigo; usted se reserva el papel de heroica víctima, de mártir! Quédese usted con la casa, le digo. Se la regalo.
–Pero, Eugenia, Eugenia...
–¡Baste!
Y sin más mirarle, aquellos dos ojos de fuego desaparecieron.
Quedóse Augusto un momento fuera de sí, sin darse cuenta de que existía, y cuando sacudió la niebla de confusión que le envolviera tomó el sombrero y se echó a la calle, a errar a la aventura. Al pasar junto a una iglesia, San Martín, entró en ella, casi sin darse cuenta de lo que hacía. No vio al entrar sino el mortecino resplandor de la lamparilla que frente al altar mayor ardía. Parecíale respirar oscuridad, olor a vejez, a tradición sahumada en incienso, a hogar de siglos, y andando casi a tientas fue a sentarse en un banco. Dejóse en él caer más que sé sentó. Sentíase cansado, mortalmente cansado y como si toda aquella oscuridad, toda aquella vejez que respiraba le pesasen sobre el corazón. De un susurro que parecía venir de lejos, de muy lejos, emergía una tos contenida de cuando en cuando. Acordóse de su madre.
Cerró los ojos y volvió a soñar aquella casa dulce y tibia, en que la luz entraba por entre las blancas flores bordadas en los visillos. Volvió a ver a su madre, yendo y viniendo sin ruido, siempre de negro, con aquella su sonrisa que era poso de lágrimas. Y repasó su vide toda de hijo, cuando formaba parte de su madre y vivía a su amparo, y aquella muerte lenta, grave, dulce a indolorosa de la pobre señora, cuando se fue como un eve peregrine que emprende sin ruido el vuelo. Luego recordó o resoñó el encuentro de Orfeo, y al poco rato encontróse sumido en un estado de espíritu en que pasaban ante él, en cinematógrafo, las más extrañas visiones.
Junto a él un hombre susurraba rezos. El hombre se levantó para salir y él le siguió. A la salida de la iglesia el hombre aquel mojó los dedos índice y corazón de su diestra en el aguabenditera y ofreció agua bendita a Augusto, santiguándose luego. Encontráronse en la cancela.
–¡Don Avito! –exclamó Augusto.
–¡El mismo, Augustito, el mismo!
–Pero ¿usted por aquí?
–Sí, yo por aquí; enseña mucho la vida, y más la muerte; enseñan más, mucho más que la ciencia.
–Pero ¿y el candidato a genio?
Don Avito Carrascal le contó la lamentable historia de su hijo. Y concluyó diciéndo: «Ya ves, Augustito, cómo he venido a esto...»
Augusto callaba mirando al suelo. Iban por la Alameda.
–Sí, Augusto, sí –prosiguió don Avito–; la vida es la única maestra de la vida; no hay pedagogía que valga. Sólo se aprende a vivir viviendo, y cada hombre tiene que recomenzar el aprendizaje de la vida de nuevo...
–¿Y la labor de las generaciones, don Avito, el legado de los siglos?
–No hay más que dos legados: el de las ilusiones y el de los desengaños, y ambos sólo se encuentran donde nos encontramos hace poco: en el templo. De seguro que te llevó allá o una gran ilusión o un gran desengaño.
–Las dos cosas.
–Sí, las dos cosas, sí. Porque la ilusión, la esperanza, engendra el desengaño, el recuerdo, y el desengaño, el recuerdo, engendra a su vez la ilusión, la esperanza. La ciencia es realidad, es presente, querido Augusto, y yo no puedo vivir ya de nada presente. Desde que mi pobre Apolodoro, mi víctima –y al decir esto le lloraba la voz–, murió, es decir, se mató, no hay ya presente posible, no hay ciencia ni realidad que valgan para mí; no puedo vivir sino recordándole o esperándole. Y he ido a parar a ese hogar de todas las ilusiones y todos los desengaños: ¡a la iglesia!
–¿De modo es que ahora cree usted?
–¡Qué sé yo...!
–Pero ¿no cree usted?
–No sé si creo o no creo; sé que rezo. Y no sé bien lo que rezo. Somos unos cuantos que al anochecer nos reunimos ahí a rezar el rosario. No sé quiénes son, ni ellos me conocen, pero nos sentimos solidarios, en íntima comunión unos con otros. Y ahora pienso que a la humanidad maldita la falta que le hacen los genios.
–¿Y su mujer, don Avito?
–¡Ah, mi mujer! –exclamó Carrascal, y una lágrima que se le había asomado a un ojo pareció irradiarle luz interna–. ¡Mi mujer!, ¡la he descubierto! Hasta mi tremenda desgracia no he sabido lo que tenía en ella. Sólo he penetrado en el misterio de la vida cuando en las noches terribles que sucedieron al suicidio de mi Apolodoro reclinaba mi cabeza en el regazo de ella, de la madre, y lloraba, lloraba, lloraba. Y ella, pasándome dulcemente la mano por la cabeza, me decía: «¡Pobre hijo mío!, ¡pobre mío!» Nunca, nunca ha sido más madre que ahora. Jamás creí al hacerla madre, ¿y cómo?, nada más que para que me diese la materia prima del genio... jamás creí al hacerla madre que como tal la necesitaría para mí un día. Porque yo no conocí a mi madre, Augusto, no la conocí; yo no he tenido madre, no he sabido qué es tenerla hasta que al perder mi mujer a mi hijo y suyo se ha sentido madre mía. Tú conociste a tu madre, Augusto, a la excelente doña Soledad; si no, te aconsejaría que te casases.
–La conocí, don Avito, pero la perdí, y ahí, en la iglesia, estaba recordándola...
–Pues si quieres volver a tenerla, ¡cásate, Augusto, cásate!
–No, aquélla no, aquélla, no la volveré a tener
–Es verdad, pero ¡cásate!
–¿Y cómo? –añadió Augusto con una forzada sonrisa y recordando lo que había oído de una de las doctrinal de don Avito– ¿cómo?, ¿deductiva o inductivamente?
–¡Déjate ahora de esas cosas; por Dios, Augusto, no me recuerdes tragedias! Pero... En fin, si te he de seguir el humor, ¡cásate intuitivamente!
–¿Y si la mujer a quien quiero no me quiere?
–Cásate con la mujer que te quiera, aunque no lo quieras tú. Es rnejor casarse para que le conquisten a uno el amor que para conquistarlo. Busca una que te quiera.
Por la mente de Augusto pasó en rapidísima visión la imagen de la chica de la planchadora. Porque se había hecho la ilusión de que aquella pobrecita quedó enamorada de él.
Cuando al cabo Augusto se despidió de don Avito dirigióse al Casino. Quería despejar la niebla de su cabeza y la de su corazón echando una partida de ajedrez con Víctor.