​Niñerías​ de Rafael Barrett


Mi hijo tiene más de tres años. Es un niño excepcional. Todos los niños de esa edad son excepcionales. Pasa por un máximo de la curva descrita por el hombre. Atraviesan una época breve en que la suma de las prosperidades de la carne y del espíritu es mayor. ¡Flor de la florida infancia! ¡Momento sagrado! El cuerpo, rico aún de líneas redondas y suaves que recuerdan el seno que lo nutrió y la amabilidad de la leche, ha empezado a estirarse, enjuto por el juego. El músculo brota. Las pantorrillas bronceadas se endurecen. El pecho, cuando la agitación de la carrera le hace respirar angustiado, dibuja el sólido círculo de su oculta caja. El cuello adquiere su orgullo de pedestal; la cabeza comienza a sentirse cumbre, y se alza naturalmente hacia el cielo. Los pies se han vuelto ágiles y astutos. Las manos no son ya rollitos de inválida manteca. Saben acariciar y romper, y cada dedo aprende su oficio. La piel ha perdido el rosado excesivo y un poco vulgar de los que lactan todavía. Una sublime palidez, mensajera del corazón, pone su luz en las sienes delicadas. El cabello tibio se ensortija en bucles rebeldes. La boca, delicia húmeda y roja donde ríen, hasta en el llanto, los completos dientecillos, es un vértigo del beso. Los ojos rebosan inocencia, y también deseos innumerables: ojos en que caben ahora las perspectivas de los bosques y de las llanuras: ojos bastante profundos para retratar los mares y las estrellas, ojos en que reposará, mientras viva, la imagen del infinito. Esos ojos claros, sus ojos... ¿qué? ¿Se cerrarán, decís que se cerrarán?

Y mi hijo canta, grita, corre, torbellino de júbilo, pequeño alud de felicidad. ¿Han calculado los sabios la energía que gasta un niño desde la mañana a la noche? ¿Cómo explican que gastando tanta, crezca y se haga fuerte con tal empuje y rapidez? ¿En qué aritmética estará la solución? ¡Y además, mi hijo es valiente! -es capaz de asomarse a todos los precipicios, como si hubiera conservado sus alas de ángel...-, ¿qué? ¿Se caerá por fin, decís que se caerá?

¡Oh, nuestros paseos filosóficos! En un charco del jardín se ahoga una avispa. Nos compadecemos de ella. Organizamos el salvamento. La sacamos con un palito. Él quería sacarla sin artefacto alguno.

-¿Por qué el palito? -me pregunta.

-Porque hay avispas que pican, ¡ay!, hasta cuando se las socorre...

A veces nos arriesgamos sobre el camino ancho, el camino que no se acaba nunca. Yo me fatigo mucho antes que él. Y hablamos. Y nos cruzamos con personas y con animales, con una vaca...

-Papá, esa vaca que viene, ¿«quién» es?

-No lo sé, hijo mío.

Casi siempre tengo que contestar lo mismo: «No sé». ¿Qué? ¿Decís que él tampoco sabrá nada, que se irá sin saber nada?...

Una caravana de hormigas nos corta el paso. Hay que respetarlas. Mi hijo, acostumbrado a que las gallinas y los perros menores huyan de él, contempla las hormigas silenciosamente, y después me interroga:

-Papá, ¿por qué no se asustan de mí?

-Porque no te ven, hijo mío. Eres demasiado grande...

¿Os sonreís? ¿Que habríais respondido vosotros? De esos labios salen enigmas terribles. Salomón consiguió satisfacer a la reina de Saba. Yo dudo que mi hijo se fuera contento. ¡No existe reina que tenga la imaginación de un niño de tres años! Poetas ufanos de vuestra fantasía, ¿podéis jugar tres horas con piedrecitas y cáscaras de nuez? ¿Podéis, como mi hijo, infundir un alma brillante a lo más inerte, oscuro, mutilado, muerto, a una mota de tierra, a un pedazo de trapo? Si os llegara siquiera la imaginación a representaros el alma ajena, el dolor ajeno, hombres cultos, ¿os trataríais unos a otros como máquinas?

Para mi hijo no hay máquinas hasta hoy en el universo. Todo respira, todo es instinto y voluntad. Todo convida o amenaza. Todo es digno de amor o de odio. Así debió ser la aurora del mundo... ¿Qué? ¿Morirá? ¿Decís que mi hijo morirá?...



Publicado en "La Razón", Montevideo, 29 de julio de 1910.