Nazarín/Tercera parte/VIII

Tercera parte

VIII

"¡Ahí es nada la preguntita! — dijo Nazarín para su sayo—. Tan compleja es la cuestión, que no sé por dónde tomarla."

—Quiero decir, el estado presente de las creencias religiosas en Europa y América.

—Creo, señor mío, que los progresos del catolicismo son tales, que el siglo próximo ha de ver casi reducidas a la insignificancia las iglesias disidentes. Y no tiene poca parte en ello la sabiduría, la bonded angélica, el tacto exquisito del incomparable Pontífice que gobierna la Iglesia...

—Su Santidad León XIII —dijo, gallardamente, el señor de Belmonte—, a cuya salud beberemos esta copa.

—No. Dispénseme. Yo no bebo ni a la salud del Papa, porque ni el Papa ni Cristo Nuestro Salvador han de querer que yo altere mi régimen de vida... Decía que en la Humanidad se notan la fatiga y el desengaño de las especulaciones científicas, y una feliz reversión hacia lo espiritual. No podía ser de otra manera. La ciencia no resuelve ninguna cuestión de trascendencia en los problemas de nuestro origen y destino, y sus peregrinas aplicaciones en el orden material tampoco dan el resultado que se creía. Después de los progresos de la mecánica, la Humanidad es más desgraciada; el número de pobres y hambrientos, mayor; los desequilibrios del bienestar, más crueles. Todo clama por la vuelta a los abandonados caminos que conducen a la única fuente de la verdad: la idea religiosa, el ideal católico, cuya permanencia y perdurabilidad están bien probadas.

—Exactamente —afirmó el gigantesco prócer, que, entre paréntesis, comía con voraz apetito, mientras su huésped apenas probaba los variados y ricos manjares—. Veo con júbilo que sus ideas concuerdan con las mías.

—La situación del mundo es tal —prosiguió Nazarín, animándose—, que ciego estsrá quien no vea las señales precursoras de la Edad de Oro religiosa. Viene de allá un ambiente fresco que nos da de cara, anunciándonos que el desierto toca a su fin y que la tierra prometida está próxima, con sus risueños valles y fertilísimas laderas.

—Es verdad, es verdad. Pienso lo mismo. Pero no me negará usted que la sociedad se fatiga de andar por el desierto, y como tarda en llegar a lo que anhela, se impacientará y hará mil desatinos. ¿Dónde está el Moisés que la calme, ya con rigores, ya con blanduras?

—¡Ah, el Moisés!... No sé.

—Ese Moisés, ¿lo hemos de buscar en la filosofía?

—No, seguramente; la filosofía es, en suma, un juego de conceptos y palabras, tras el cual está el vacío, y las filósofos son el aire seco que sofoca y desalienta a la Humanidad en su áspero camino.

—¿Encontraremos ese Moisés en la política?

—No, porque la política es agua pasada. Cumplió su misión, y los que se llamaban problemas políticos, tocantes a libertad, derechos, etcétera, están ya resueltos, sin que por eso la Humanidad haya descubierto el nuevo paraíso terrenal. Conquistados tantísimos derechos, las pueblos tienen la misma hambre que antes tenían. Mucho progreso político y poco pan. Mucho adelanto material, y cada día menos traba]o y una infinidad de manos desocupadas. De la política no esperemos ya nada bueno, pues dio de sí todo lo que tenía que dar. Bastante nos ha mareado a todos, tirios y troyanos, con sus querellas públicas y domesticas. Métanse en su casa los políticos, que nada han de traer provechoso a la Humanidad; baste de discursos vanos, de fórmulas ridículas, y del funestísimo encumbramiento de las nulidades a medianías, y de las medianías a notabilidades, y de las notabilidades a grandes hombres.

—Bien, muy bien. Ha expresado usted la idea con una exactitud que me maravilla. ¿Encontraremos ese Moises en la tribu de la fuerza? ¿Será un dictador, un militar, un César...?

—No le diré a usted que no ni que sí. Nuestra inteligencia, al menos la mía, no alcanza a tanto. No puedo afirmar más que una cosa: que nos quedan pocas leguas de desierto, y quien dice leguas, dice distancias relativamente grandes.

—Pues, para mí, el Moisés que ha de guiarnos hasta el fin no puede salir sino de la cepa religiosa. ¿No cree usted que aparecerá, cuando menos se piense, uno de esos hombres extraordinarios, uno de esos genios de la fe cristiana, no menos grande que un Francisco de Asís, o quizá más, más grande, que conduzca a la Humanidad hasta el límite de sus sufrimientos, antes de que la desesperación la arrastre al cataclismo?

—Me parece lo más lógico pensarlo así —dijo Nazarín—, y, o mucho me engaño, o ese extraordinario Salvador será un Papa.

—¿Lo cree usted?

—Sí, señor... Es una corazonada, una idea de filosofía de la historia, y líbreme Dios de querer darle autoridad de cosa dogmática.

—¡Claro!... Pues lo mismo, exactamente lo mismo pienso yo. Ha de ser un Papa. ¿Qué Papa será ese? ¡Vaya usted a saberlo!

—Nuestra inteligencia peca de orgullosa queriendo penetrar tan allá. El presente ofrece ya bastante materia para nuestras cavilaciones. El mundo está mal.

—No puede estar peor.

—La sociedad humana padece. Busca su remedio.

—Que no puede ser otro que la fe.

—Y a los que poseen la fe, ese don del cielo, toca el conducir a los que están privados de ella. En este camino, como en todos, los ciegos deben ser llevados de la mano por los que tienen vista. Se necesitan ejemplos, no fraseología gastada. No basta predicar la doctrina de Cristo, sino darle existencia en la práctica e imitar su vida en lo que es posible a lo humano imitar lo divino. Para que la fe acabe de propagarse, en el estado actual de la sociedad, conviene que sus mantenedores renuncien a las artificios que vienen de la Historia, como los torrentes bajan de la montaña, y que patrocinen y practiquen la verdad elemental. ¿No cree usted lo mismo? Para patentizar los beneficios de la humildad, es indispensable ser humilde; para ensalzar la pobreza como el estado mejor, hay que ser pobre, serlo y parecerlo. Esta es mi doctrina... No, digo mal, es mi interpretación particular de la doctrina eterna. El remedio del malestar social y de la lucha cada vez más enconada entre pobres y ricos, ¿cuál es? La pobreza, la renuncia de todo bien material. El remedio de las injusticias que envilecen el mundo, en medio de todos esos decantados progresos políticos, ¿cuál es? Pues el no luchar con la injusticia, el entregarse a la maldad humana como Cristo se entregó indefenso a sus enemigos. De la resignación absoluta ante el mal no puede menos de salir el bien, como de la mansedumbre sale al cabo la fuerza, como del amor de la pobreza tienen que salir el consuelo de todos y la igualdad ante las bienes de la Naturaleza. Estas son mis ideas, mi manera de ver el mundo y mi confianza absoluta en los efectos del principio cristiano, así en el orden espiritual como en el material. No me contento con salvarme yo solo; quiero que todos se salven y que desaparezcan del mundo el odio, la tiranía, el hambre, la injusticia; que no haya amos ni siervos, que se acaben las disputas, las guerras, la política. Tal pienso, y si esto le parece disparatado a persona de tantas luces, yo sigo en mis trece, en mi error, si lo es; en mi verdad, si, como creo, la llevo en mi mente, y en mi conciencia la luz de Dios.

Oyó don Pedro todo el final de este sustancioso discurso con gran recogimiento, medio cerrados las párpados, la mano acariciando una copa de vino generoso, de la cual no había bebido más que la mitad. Luego murmuraba en voz queda: "Verdad, verdad, todo verdad... Poseerla, ¡qué dicha!... Practicarla, ¡dicha mayor!..."

Nazarín rezó las oraciones de fin de comida, y don Pedro siguió rezongando con los ojos cerrados: "La pobreza..., ¡qué hermosura!... ¡pero yo no puedo, no puedo... ¡Qué delicia!... Hambre, desnudez, limosna... Hermosísimo...; no puedo, no puedo."

Cuando se levantaron de la mesa, el gigante usaba tono y modales enteramente distintos de los de por la mañana. Callaba la fiereza, y hablaba la jovialidad de buena crianza. Era otro hombre; la sonrisa no se quitaba de sus labios, y el brillo de sus ojos parecía rejuvenecerle.

—Vamos, padre, que usted querrá descansar. Tendrá la costumbre de dormir la siesta...

—No, señor; yo no duermo más que de noche. Todo el día estoy en pie.

—Pues yo, no. Madrugo mucho, y a esta hora necesito descabezar un sueño. Usted también descansará un rato. Venga, venga conmigo.

Que quieras que no, Nazarín fue llevado a una habitación no distante del comedor, amueblada con lujo.

—Sí, señor..., sí —le dijo Belmonte en tono muy cordial—. Descanse usted, descanse, que bien lo necesita.

Esa vida de pobreza errante, esa vida de anulación voluntaria, de ascetismo, de trabajos y escaseces, bien merece algún reparo. No hay que abusar de las fuerzas corporales, amigo mío. ¡Oh, yo le admiro a usted, le acato y le reverencio, por lo mismo que carezco de energía para poder imitarle! ¡Abandonar una gran posición, ocultar un nombre ilustre, renunciar a las comodidades, a las riquezas, a...!

—Yo no he tenido que renunciar a eso, porque nunca lo poseí.

—¿Qué? Vamos, señor, basta de ficciones conmigo, y no digo farsas por no ofenderle.

—¿Qué dice?

—Que usted, con su cristiano disfraz, verdadera túnica de discípulo de Jesús, podrá engañar a otros, no a mí, que le conozco, que tengo el honor de saber con quién hablo.

—¿Y quién soy yo, señor de Belmonte? Dígamelo si lo sabe.

—¡Pero si es inútil el disimulo, señor mío! Usted...

Tomó aliento el señor de la Coreja, y en tono de familiar cortesía, poniendo la mano en el hombro de su huésped, le dijo:

—Perdóneme si le descubro. Hablo con el reverendísimo obispo armenio que hace dos años recorre la Europa en santa peregrinación...

—¡Yo..., obispo armenio!

—Mejor dicho..., ¡si lo sé todo!...; mejor dicho, patriarca de la Iglesia armenia que se sometió a la Iglesia latina, reconociendo la autoridad de nuestro gran pontífice León XIII.

—¡Señor, señor, por la Virgen Santísima!

—Su reverencia anda por las naciones europeas en peregrmación, descalzo y en humildísimo traje, viviendo de la caridad pública, en cumplimiento del voto que hizo al Señor si le concedía el ingreso de su grey en el gran rebaño de Cristo... ¡Sí, no vale negarlo, ni obstinarse en el disimulo, que respeto! Su reverencia ilustrísima recibió autorización para cumplir en esta forma su voto, renunciando temporalmente a todas sus dignidades y preeminencias. ¡Si no soy yo el primero que le descubre! ¡Si ya le descubrieRon en Hungría, donde se susurró que había hecho milagros! Y le descubrieron también en Valencia de Francia, capital del Delfinado... ¡Pero si tengo aquí los periódicos que hablan del insigne patriarca y describen esa fisononía, ese traje, con pasmosa exactitud!... Como que en cuanto le vi acercarse a mi casa caí en sospecha. Luego busqué el relato en los periódicos. ¡El mismo, el mismo! ¡Qué honor tan grande para mí!

—Señor, señor mío, yo le suplico que me escuche... Pero el ofuscado gigante no le dejaba meter baza, sofocando la voz y ahogando la palabra de Nazarín en el diluvio de la suya.

—¡Si nos conocemos, si he vivido mucho tiempo en Oriente, y es inútil que Su Reverencia lleve tan adelante conmigo su piadosa comedia! Le apearé el tratamiento, si en ello se empeña... Usted es árabe de nacimiento.

—¡Por la Pasión y Muerte de Nuestro Señor Jesucristo!...

—Árabe legítimo. Al dedillo me sé su historia. Nació usted en un país hermosísimo, donde dicen que estuvo el Paraíso terrenal, entre el Tigris y el Éufrates, en el territorio de Aldjezira, que también llaman la Mesopotamia.

—¡Jesús me valga!

—¡Si lo sé, si lo sé todo! Y el nombre arábigo de usted es Esrou-Esdras.

—¡Ave María Purísima!

—Y los franciscanos de Monte Carmelo le bautizaron y le dieron educación y le enseñaron el hermoso lenguaje español que habla. Después pasó usted a la Armenia, donde está el monte Ararat, que yo he visitado..., allá donde tomó tierra el Arca de Noé...

—¡Sin pecado concebida!

—Y allí se afilió usted al rito armenio, distinguiéndose por su ciencia y virtud, hasta llegar al Patriarcado, en el cual intentó y realizó la gloriosa empresa de restituir su Iglesia huérfana al seno de la gran familia católica. Conque no le canso más, Reverendísimo señor. A descansar en ese lecho, que todo no ha de ser dureza, abstinencias y mortificaciones. De vez en cuando conviene sacrificarse a la comodidad, y, sobre todo, señor Eminentísimo, está usted en mi casa, y en nombre de la santa ley de hospitalidad, yo le mando a usted que se acueste y duerma.

Y sin permitirle explicaciones ni esperar respuesta salió de la estancia riendo, y allí se quedó solo el buen Nazarín, con la cabeza como el que ha estado mucho tiempo oyendo cañonazos, dudando si dormía o velaba, si era verdad o sueño lo que había visto y oído.