Nazarín/Segunda parte/VI
Segunda parte
VI
—No diga usted más, compañero —replicó don Nazario en el reposado tono que usaba siempre—. De todos modos pensaba yo marcharme de hoy a mañana. No me gusta ser gravoso a los amigos, ni he pensado en abusar de la hidalga hospitalidad que usted y su señora madre, la bonísima doña María de la Concordia, me han dado.
Ahora mismo me voy... ¿Qué más tiene usted que decirme? ¿Me pregunta que cuál es mi contestación a las viles calumnias? Pues ya debe usted suponerla, amigo y compañero mío. Contesto que Cristo nos enseñó a padecer, y que la mejor prueba de aplicación de los que aspiran a ser sus discípulos es aceptar con calma y hasta con gozo el sufrimiento que por los varios caminos de la maldad humana nos viniere. No tengo nada más que decir.
Como era de tan fácil arreglo su equipaje, porque todo lo llevaba sobre su mismo cuerpo, a los cinco minutos de oír el discurso despidióse del cleriguito y de doña María de la Concordia, y se puso en la calle, encaminando sus pasos hacia la de Calatrava, donde tenía unos amigos, que seguramente le darían hospitalidad por pocos días. Eran marido y mujer, ancianos, establecidos allí desde el año 50 con el negocio de alpargatas, cordelería, bagazo de aceitunas, arreos de mulas, tapones de corcho, varas de fresno y algo de cacharrería. Recibiéronle como él esperaba, y le aposentaron en un cuarto estrecho, en el fondo del patio, arreglándole una regular cama, entre rimeros de albardas, collarines y rollos de sogas... Era gente pobre, y suplía el lujo con la buena voluntad.
En tres semanas largas que allí vivió el angélico Nazarín ocurrieron sucesos tan desgraciados y se acumularon sobre su cabeza con tanta rapidez las calamidades, como si Dios quisiera someterle a prueba decisiva. Por de pronto, no había misas para él en ninguna parroquia. En todas se le recibía mal, con desdeñosa lástima, y aunque jamás pronunció palabra inconveniente, hubo de oírlas ásperas y crueles en esta y la otra sacristía. Nadie le daba explicaciones de tal proceder, ni él las pedía tampoco. De todo ello resultó una vida imposible para el pobre curita, pues habiendo concertado con los Peludos (que así se llamaban sus amigos de la calle de Calatrava), abonarles un tanto diario por hospedaje, no podía de ninguna manera satisfacerles. Últimamente renunció a más correrías por iglesias y oratorios buscando misas que ya no existían para él, y se encerró en su oscura morada, pasando día y noche en meditaciones y tristezas.
Visitóle un día un clérigo viejo, amigo suyo, empleado en la Vicaría, el cual se condolió de su mísera suerte, y por la tarde le llevó una muda de ropa. Díjole el tal que no le convenía en modo alguno achicarse, sino dirigirse resueltamente al provisor y relatarle con leal franqueza sus cuitas y el motivo de ellas, procurando recobrar el concepto perdido por su indolencia y la maldad de gentecillas infames que no le querían bien. Añadió que ya estaba extendido el oficio retirándole las licencias y llamándole a la Oficina episcopal para imponerle correctivo, si de sus declaraciones resultaba motivo de corrección. Tantos y tantos golpes abatieron un poco el ánimo valiente de aquel hombre tan apocado en apariencia y en su interior tan bien robustecido de cristianas virtudes. No volvió a recibir la visita del clérigo anciano, y su residencia oscura se rodeaba de una soledad melancólica y de un lúgubre quietismo. Pero la tétrica soledad fue el ambiente en que resurgió su grande espíritu con pujantes bríos, decidiéndose a afrontar la situación en que le ponían los hechos humanos y determinando en su voluntad la querencia de mejor vida, conforme a inveterados anhelos de su alma
No salía ya de su oscura madriguera sino al amanecer, y se encaminaba por la Puerta de Toledo, ávido de ver y gozar los campos de Dios, de contemplar el cielo, de oír el canto matutino de las graciosas avecillas, de respirar el fresco ambiente Y recrear los ojos en el verdor risueño de árboles y praderas, que por abril y mayo, aún en Madrid, encantan y embelesan la vista. Se alejaba, se alejaba, buscando más campo, más horizonte y echándose en brazos de la Naturaleza, desde cuyo regazo podía ver a Dios a sus anchas. ¡Cuán hermosa la Naturaleza, cuán fea la Humanidad!... Sus paseos matinales, andando aquí, sentándose allá, le confirmaron plenamente en la idea de que Dios, hablando a su espíritu, le ordenaba el abandono de todo interés mundano, la adopción de la pobreza y el romper abiertamente con cuantos artificios constituyen lo que llamamos civilización. Su anhelo de semejante vida era de tal modo irresistible, que no podía vencerlo más. Vivir en la Naturaleza, lejos de las ciudades opulentas y corrompidas, ¡qué encanto! Sólo así creía obedecer el mandato divino que en su alma se manifestaba continuamente; sólo así llegaría a toda la purificación posible dentro de lo humano, y a realizar los bienes eternos, y a practicar la caridad en la forma que ambicionaba con tanto ardor.
De vuelta a su casa, ya entrado el día, ¡qué tristeza, qué hastío y cómo se le desvirtuaba su idea con las contingencias de la realidad! Porque él, de buen grado, renunciando a todas las ventajas materiales de su profesión eclesiástica, dejaría de ser gravoso a los infelices y honrados Peludos, y ya por la limosna, ya por el trabajo, se buscaría su pan. ¿Pero cómo intentar ni el trabajo ni la mendicidad con aquellas ropas de cura que le denunciarían por loco o malvado? De esta idea le vino la aversión del traje, de las horribles e incómodas ropas negras, que habría cambiado gustoso por un hábito del más grosero tejido. Y un día, encontrándose con su calzado lleno de roturas y sin recursos para mandar que se lo remendaran, imaginó que la mejor y más barata compostura de botas era no usarlas. Decidido a ensayar el sistema, se pasó todo el día descalzo, andando por el patio sobre guijarros y humedades, porque llovió abundantemente. Satisfecho quedó; pero considerando que a la descalcez, como a todo, hay que acostumbrarse, hizo propósito de darse la misma lección un día y otro, hasta llegar a la completa invención del calzado permanente, que era uno de sus ideales de vida, en el orden positivo.
Una mañana que salió, poco después del alba, a su excursión por las afueras de la Puerta de Toledo, habiéndose sentado a descansar como a un kilómetro más allá del puente, caminito de los Carabancheles, vio que hacia él se llegaba un hombre muy mal encarado, flaco de cuerpo, cetrino de rostro, condecorado con más de una cicatriz, vestido pobremente y con todas las trazas de matutero, chalán o cosa tal. Y respetuosamente, así como suena, con un respeto que Nazarín ni como hombre ni como sacerdote acostumbraba ver en los que a su persona se dirigían, aquel desagradable sujeto le endilgó lo siguiente:
—Señor, ¿usted no me conoce?
—No, señor..., no tengo el gusto...
—Yo soy el que llaman Paco Pardo, el hijo de la Canóniga, ¿sabe?
—Muy señor mío...
—Y vivimos en aquella casa que se ve más acá del propio cementerio... Pues allí está la Ándara. Le hemos visto a su reverencia varias mañanas sentadico en esta piedra, y Ándara dijo, dice, que le da vergüenza de venir a hablarle... Pues hoy me ensalzó a que viniera yo.. con respeto, y vea cómo vengo, y... con respeto le digo que dice Ándara que le lavará a usted toda la ropa que tenga..., porque si no es por su reverencia estaría en el convento de monjas de la calle de Quiñones, alias la Galera... Y más le digo..., con respeto. Que como mi hermana trae de Madrid basuras y desperdicios y otras cosas sustanciales, con lo que criamos cerdos y gallinas, y de ello vivimos todos, es el caso que hace dos días..., digo mal tres, trajo una teja de cura eclesiástico que le dieron en una casa... La cual es, a saber, la teja, aunque de procedencia de un difunto, está más nueva que el sol, y Ándara dijo que si usted la quería usar no tenga escrófulo, y se la llevaré adonde me mande..., con respeto...
—Inocentes, ¿qué decís? ¿Teja? ¿Para qué quiero yo tejas ni tejados? —replicó el clérigo con energía—. Guardaos la prenda para quien la quiera o usadla para algún espantajo, si tenéis allí, como parece, sembrado de hortaliza, guisantes o cosa que queráis defender de los pajarillos..., y basta. Muchas gracias.
A más ver... ¡Ah!, y lo de lavarme la ropa, se estima —esto lo decía ya retirándose—, pero no tengo ropa que lavar, a Dios gracias..., pues la muda que me quité cuando me dieron la que llevo puesta... ¿te enteras?, la lavé yo mismo en un charco del patio, y créete que quedó que ni pintada. Yo mismo la tendí de unas sogas, pues allí de todo se carece menos de sogas... Conque..., adiós...
Y de vuelta a su casa, empleó todo el día en el ejercicio de andar descalzo, que a la quinta o sexta lección le daba ya desembarazo y alegría. Por la noche, cenando unas acelgas fritas y un poco de pan y queso, habló con sus buenos amigos y protectores de la imposibilidad de pagar su cuenta como no le designaran alguna ocupación u oficio en que pudiera ganar algo, aunque fuese de los más bajos y miserables. Escandalizóse el Peludo de oírle tal despropósito.
—¡Un señor eclesiástico! ¡Dios nos libre!... ¡Qué diría la sociedaz, qué el santo cleriguicio!...
La señora Peluda no tomó por lo sentimental los planes de su huésped, y como mujer práctica, manifestó que el trabajo no deshonra a nadie, pues el mismo Dios trabajó para fabricar el mundo, y que ella sabía que en la estación de las Pulgas daban cinco reales a todo el que fuera al acarreo del carbón. Si el curita manso quería ahorcar los hábitos para ganarse honradamente una santa peseta, ella le procuraría una casa donde pagaban con largueza el lavado de tripas de carnero. Uno y otro, plenamente convencidos ya de la miseria que abrumaba al desdichado sacerdote, y viendo en él un alma de Dios incapaz de ganarse el sustento, dijéronle que no se afanase por el pago de la corta deuda, pues ellos, como gente muy cristiana y con su poquito de santidad en el cuerpo, le hacían donación del comestible devengado. Donde comían dos, comían tres, y gatos y perros había en la vecindad que hacían más consumo que el padre Nazarín... Lo cual que no debía tener recelo por quedar a deberles tal porquería, pues todo se perdonaba por amor de Dios, o por aquello de no saber nunca a la que estamos, y que el que hoy da, mañana tiene que pedirlo.
Manifestóles su agradecimiento don Nazario, añadiendo que aquella era la última noche que tendrían en la casa el estorbo de su inútil persona, a lo que contestaron ambos disuadiéndole de salir a correr aventuras, él con verdadera sinceridad y color, ella con medias palabras, sin duda porque deseaba verle marchar con viento fresco.
—No, no: es resolución muy pensada, y no podrán ustedes, con toda su bondad que tanto estimo, disuadirme de ella —les dijo el clérigo—. Y ahora, amigo Peludo, ¿tiene usted un capote viejo, inservible, y quiere dármelo?
—¿Un capote...?
—Esa prenda que no es más que un gran pedazo de tela gorda, con un agujero en el centro, por donde se mete la cabeza.
—¿Una manta? Sí que la tengo.
—Pues si no la necesita, le agradeceré que me la ceda. Por cierto que no creo exista prenda más cómoda, ni que al propio tiempo dé más abrigo y desembarazo... ¿Y tiene una gorra de pelo?
—Monteras nuevas verá en la tienda.
—No, la quiero vieja.
—También las hay usadas, hombre —indicó la Peluda—. Acuérdate: la que puesta traías cuando viniste de tu tierra a casarte conmigo. Pues de ello no hace más que cuarenta y cinco años.
—Esa montera quiero yo, la vieja.
—Pues será para usted... Pero le vendrá mejor estotra de pelo de conejo que yo usaba cuando iba de zaguero a Trujillo...
—Venga. —¿Quiere usted una faja?
—También me sirve. —¿Y este chalequito de Bayona, que se podría poner en un escaparate si no tuviera los codos agujereados?
—Es mío.
Fueron dándole las prendas y él recogiéndolas con entusiasmo. Acostáronse todos, y a la mañana siguiente, el bendito Nazarín, descalzo, ceñida la faja sobre el chaleco de Bayona, encima el capote, encasquetada la montera, y un palo en la mano, despidióse alegremente de sus honrados bienhechores, y con el corazón lleno de júbilo, el pie ligero, puesta la mente en Dios, en el cielo los ojos, salió de la casa en dirección a la Puerta de Toledo: al traspasarla creyó que salía de una sombría cárcel para entrar en el reino dichoso y libre, del cual su espíritu anhelaba ser ciudadano.