Nazarín/Quinta parte/VI
Quinta Parte
VI
editarDespertó con las ideas aún más embrolladas y obscuras, dudando si lo que veía era real o ficción de su mente. Le sacaban de la cárcel, llevábanle tirando de él por una soga que le ataron al cuello. El camino era áspero, todo malezas y guijarros cortantes. Los pies del peregrino sangraban, y a cada instante tropezaba y caía, levantándose con gran esfuerzo suyo, y despiadados tirones de los que llevaban la cuerda. Delante, vio a Beatriz transfigurada. Su vulgar belleza era ya celeste hermosura, que en ninguna hermosura de la tierra hallaría su semejante, y un cerco de luz purísima rodeaba su rostro. Blancas como la leche eran sus manos, blancos sus pies, que andaban sobre las piedras como sobre nubes, y su vestidura resplandecía con suaves tintas de aurora.
A las demás personas que le acompañaban no las veía. Oía sus voces, ya compasivas, ya rugientes de odio y crueldad; pero los cuerpos se perdían en una atmósfera caliginosa, espesa y sofocante, formada de suspiros de angustia y de sudores de agonía... De súbito, un sol ardiente la disipó, y pudo ver Nazarín que hacia él venía un grupo de gente malvada, hombres a pie, hombres a caballo, blandiendo espadas y disparando armas de fuego. Tras el primer grupo, aparecieron otros, y otros, hasta formar un ejército grande y terrible. El polvo que levantaban las pisadas de hombres y brutos obscurecía el sol. Los que conducían al preso se pasaron al bando enemigo, pues enemiga era toda aquella tropa, y venía contra él, contra el santo, contra el penitente, contra el obscuro mendigo, con furor sanguinario, ávida de destruirle y aniquilarle. Le acometieron con salvaje furor, y lo más extraño fue que habiendo descargado sobre su mísero cuerpo miles de golpes, tajos y cuchilladas, no lograban matarle. Y aunque él no se defendía ni con un arañazo infantil, la furia de tanta y tan aguerrida gente no podía prevalecer contra él. Pasaron por encima de su cuerpo miles de corceles, ruedas de carros bélicos, y aquel gran tumulto que habría bastado a destruir y a hacer polvo a una población entera de penitentes y ermitaños andantes o sedentarios, no le partió un cabello al bendito Nazarín, ni le hizo perder una gota de sangre. Furiosos le acuchillaban, aumentando a cada instante, pues del horizonte tempestuoso venían hordas y más hordas de aquella bárbara y asoladora humanidad.
Y no terminaba la feroz guerra, pues mientras mayor era la resistencia de él y su inmunidad milagrosa contra los fieros golpes, con mayor estrépito cerraba contra él la universal canalla. ¿Podría esta al fin destruir al santo, al humilde, al inocente? No, mil veces no. Cuando Nazarín empezó a temer que la muchedumbre de sus contrarios lograría, si no matarle, reducirle a prisión, vio que de la parte de Oriente venía Ándara, transfigurada en la más hermosa y brava mujer guerrera que es posible imaginar. Vestida de armadura resplandeciente, en la cabeza un casco como el de San Miguel, ornado de rayos de sol por plumas, caballera en un corcel blanco, cuyas patadas sonaban como el trueno, cuyas crines al viento parecían un chubasco asolador, y que en su carrera se llevaba medio mundo por delante como huracán desatado, la terrible amazona cayó en medio de la caterva, y con su espada de fuego hendía y destrozaba las masas de los hombres. Hermosísima estaba la hembra varonil en aquel combate, peleando sin más ayuda que la del Sacrílego, el cual, también transfigurado en mancebo militar y divino, la seguía, machacando con su maza, y destruyendo de cada golpe millares de enemigos. En corto tiempo, dieron cuenta de las huestes antinazaristas, y la guerrera celestial, radiante de coraje, de inspiración bélica, gritaba: «Atrás, muchedumbre vil, ejército del mal, de la envidia y del egoísmo. Seréis deshechos y aniquilados, si en mi señor no reconocéis el santo, la única vía, la única verdad, la única vida. Atrás, digo, que yo puedo más, y os convierto en polvo y sangre cenagosa, y en despojos que servirán para fecundar las nuevas tierras... En ellas, el que debe reinar, reinará, caraifa».
Diciéndolo, su espada y la maza del otro campeón limpiaban la tierra de aquella plaga inmunda, y Nazarín empezó a caminar por entre charcos de sangre y picadillo de carne y huesos que en gran extensión cubrían el suelo. La angélica Beatriz miraba desde una torre celestial el campo de muerte y castigo, y con divino acento imploraba el perdón de los malos.