Nazarín/Quinta parte/IV

Quinta parte

IV

En cuanto se juntaron mujeres y hombres, ya de día claro, para proseguir el triste viaje, Beatriz y su compañera corrieron a ver a Nazarín, y a informarse de cómo había pasado la noche. No hay que decir la amargura hondísima que les causó ver en su venerable faz señales de golpes, magulladuras horrorosas en brazos y piernas, y en todo él un triste decaimiento. La de Móstoles se puso lívida, y en su turbación, no acertó a preguntarle quién había sido el autor de tan monstruosa barbarie. La de Polvoranca se retorcía los brazos cual si tuviera ligaduras y quisiese romperlas; apretaba los puños y rechinaba los dientes. La caravana se puso en marcha en el mismo orden que el día anterior, sólo que Nazarín llevaba de la mano a la niña, y a Beatriz a su lado, y Ándara iba delante con el viejo. Este la informó de lo ocurrido la noche anterior en el departamento de hombres. «Del principio de la cuestión no pude enterarme, porque estaba durmiendo. Cuando desperté a los gritos de aquellos brutos, vi que caían sobre el pobre sacerdote y le daban muchísimos golpes... no exagero. Todos le pegaron, menos uno, el cual salió después a la defensa de Nazarín, y se impuso a la canalla. De los dos criminales que van a retaguardia atados codo con codo, el de la derecha, el procesado por parricidio, fue quien maltrató a tu maestro, y quien le llenó de ultrajes; el de la izquierda, procesado por robar candeleros y vinajeras de las parroquias, tomó el partido del débil contra los fuertes. Se hizo después amigo del sacerdote, y este le dijo muchas cosas de religión para que se arrepintiera». Con estas noticias, Ándara les examinó y diferenció perfectamente, fijándose en uno y en otro, mala traza los dos; el malo, de cara lívida, barbas erizadas, recia musculatura, gordura enfermiza y paso perezoso; el bueno, enjuto de carnes, fisonomía melancólica, ceja corrida y barbas ralas, la mirada en el suelo, el paso decidido.

Andando, contó Nazarín el caso a Beatriz, sin darle importancia. No sentía más si no que, al recibir el primer golpe, en poco estuvo que se revolviera colérico y agresivo contra la canalla; mas tanto forcejeó sobre sí, que la bestia de la ira quedó pronto sofocada, y triunfante el espíritu cristiano. Pero entre las ocurrencias de aquella noche, ninguna tan lisonjera y grata como la bravura con que uno de los facinerosos había salido a su defensa. «No fue el guapo que por fatuidad de su valentía provoca a sus compañeros; fue más bien el pecador a quien Dios toca en el corazón. Y después hablamos, y vi con gozo que se le clareaba el alma, y que en ella lucían los resplandores del arrepentimiento. ¡Benditos golpes que recibí, benditos ultrajes, si por ellos consigo que ese hombre sea nuestro!».

Hablaron luego de la vergüenza que ella sentía de entrar en Móstoles, y de la conformidad con que la aceptaba como expiación de sus culpas. Nazarín la exhortó al desprecio de la opinión, sin lo cual nada adelantarían en aquella vida, y añadió que no había por qué ponerse a imaginar los sucesos futuros, fingiéndolos en nuestra mente favorables o adversos, porque nunca sabemos, ni aun aplicando las reglas de la lógica, lo que pasará en las horas venideras. Caminamos por la vida, palpando en las tinieblas, como ciegos, y sólo Dios sabe lo que nos sucederá mañana. De lo que resulta que, comúnmente, cuando pensamos ir hacia lo malo, nos sorprende el encuentro de lo bueno, y al revés. Adelante, y cúmplase mañana, como hoy, la voluntad del que todo lo gobierna.

Con estas palabras, se sintió Beatriz muy fortalecida, y ya no temió tanto la entrada de su pueblo natal. Ándara se les unió, para separarse de ellos después de charlar un poco de las fatigas del camino, y tan pronto se aproximaba a los delanteros, como a los de retaguardia. Observó que los dos criminales atados uno con otro no se hablaban, como el día anterior, ni distraían el aburrimiento del viaje con chirigotas o cantares. Caminando un ratito junto al de la izquierda, le habló, pues los guardias toleraban la conversación entre sueltos y atados, acto de caridad que en muchos casos no perjudica al buen servicio.

«Tú -le dijo-, ¿vas cansadito? Si los guardias me amarran a mí en tu lugar, yo iría con gusto, porque tú fueras libre. Todo te lo mereces, valiente, por haberle cortado el resuello a ese trasto que va contigo. Dios te lo premiará. Arrepiéntete de corazón, y tu arrepentimiento lo mirará el Señor como si toda la plata que le robaste se la restituyeras con oro encima».

Nada le contestó el ladrón, que agobiado iba, cual si llevara sobre sí un invisible peso. Después, la traviesa mujer se pasó al otro lado, junto al criminal parricida, y con mucho secreto le iba diciendo estas palabras:

«Quisiera ser culebra, una culebrona muy grande y con mucho veneno, para enroscarme en ti y ahogarte, y mandarte a los infiernos, grandísimo traidor, cobarde.

-Guardias -gritó el bandido sin fiereza, más bien con plañidera entonación-, que esta señora me está fartando.

-Yo no soy señora.

-Pues esta pública... Yo no farto a nadie... y ella me dice que es culebra y que quié abrazarse conmigo... No estamos para fiestas ni abrazos, compañera. Desapártese, y deje a un hombre que no pue ver mujeres a su lado, ni escritas.

Los guardias la mandaron ir hacia adelante, y a poco descansó la partida en una venta. Puestos de nuevo en marcha, antes de anochecido vieron las torres y chapiteles del gran pueblo de Móstoles, y ya cerca de él, salieron a recibirles algunos vecinos y gran enjambre de chicuelos, porque se había corrido la voz de que iba preso con la Beatriz el moro manchego de los milagros. Faltaban como unos doscientos metros para llegar a las primeras casas, cuando se aparecieron tres hombres que hablaron a los guardias, rogándoles que se detuvieran un instante para hablar dos palabritas. Desde que les vio venir, les conoció Beatriz: uno de ellos era el Pinto, el otro su hermano Blas, y el tercero un tío de ella. Necesitó la pobre mujer de todas las energías de su espíritu para no caerse muerta de vergüenza. No traían los tales otro objeto que enterarse de si la llevaban presa, y al saber que iba en tal compañía por su gusto, se asombraron, y a todo trance querían apartarla de la conducta y llevársela con ellos, para evitarle el bochorno de entrar en el pueblo en cuerda de asesinos, ladrones y apóstoles. Y su asombro subió de punto cuando oyeron decir a Beatriz con animoso acento que por nada del mundo se separaría de sus compañeros en la desgracia, y que con ellos iría hasta el fin de la jornada, sin temor a los sufrimientos, ni a la cárcel, ni al patíbulo. La cólera de los tres mostolenses no puede describirse, y es de creer que la hubieran desahogado en golpes y bofetadas sobre la moza, si la presencia de los guardias no les contuviera.

«¡Infame, ruin pécora! -le dijo el Pinto lívido de coraje-. Ya me maliciaba yo que acabarías en pública, salteadora, por los caminos. Pero no pensé que llegarías a deshonrarte tanto... ¡Quítate allá, putrefacción del mundo! Ni sé cómo te miro. ¡Lo veo y no lo creo...! ¡Tú, hecha un pingo indecente, corriendo detrás de ese estafermo, de ese charlatán asqueroso, sacamantecas, que va engañando a la gente de pueblo en pueblo con embustes, brujerías y mil gatuperios majometanos!

-Pinto -contestó Beatriz gravemente, haciendo de tripas corazón, el pañuelo de la cabeza muy echado hacia adelante, para dar sombra a la cara, la mano envuelta en una de las puntas y delante de la boca-. Pinto, apártate y déjame seguir, que yo no me meto contigo, ni quiero nada contigo... Si paso vergüenza, que la pase: no es cuenta tuya. ¿A qué sales a encontrarme, si tú eres para mí como lo que ya no existe, como lo que es muerto y sepultado? Vete, y no me hables.

-¡Tunanta!...

Los guardias cortaron la cuestión, dando orden de seguir. Pero el Pinto, furioso, insistía en sus bárbaros insultos: «¡Bribona, agradece que tu cuerpo villano va escoltado por estos caballeros, que si no, ahora mismo te dejaba en el sitio, y a ese pillo le cortaba las orejas!».

Allí se quedaron los tres hombres furiosos, tocando el cielo con las manos, y la conducta de presos desfiló por la calle principal de Móstoles, hostigada de la curiosa muchedumbre que verlos quería, especialmente a Beatriz. Esta, con supremo tesón, sin arrogancia, sin flaqueza, como quien apura un cáliz muy amargo, pero en cuya amargura cree firmemente hallar la salud, arrostró el doloroso tránsito, y creyó entrar en la Gloria cuando entraba en la cárcel.