Navidad de lobos (1918)
de Emilia Pardo Bazán


Había cerrado la noche, glacial y tranquila. Las estrellas titilaban aún, palpitantes, como corazones asustados. No nevaba ya: una película de cristal se tendía sobre la nieve compacta que cubría la tierra. El cielo parecía más alto y distante, y la sombra siniestra de los abetos, más trágica.

En el fondo del bosque, los lobos, guiados por sus propios famélicos aullidos, iban reuniéndose. Salían de todas partes, semejantes a manchas obscuras, movedizas, que iluminaban dos encendidos carbones. Era el hambre la que los agrupaba, haciendo lúgubres sus gañidos quejumbrosos. Flacos, escuálidos, fosforescente la pupila, parecían preguntarse unos a los otros cómo harían para conquistar algo que comer. Era preciso que lo lograsen a toda costa, porque ya sentían el hálito febril de la rabia, que contraía su garganta y crispaba sus nervios hasta la locura.

Uno de los lobos, viejo ya, hasta canoso, desde el primer momento fue consultado por la multitud. Gravemente sentado sobre su cuarto trasero, el patriarca dio su dictamen.

-Lo primero es salir de este bosque y juntarnos, en el mayor número posible, para caer sobre alguna aldea o poblado en que haya hombres. Nos rechazarán, si pueden; pero si podemos más, les arrebataremos sus ganados, y quién sabe si algún niño o hasta algún mozo. Tendremos carne viva y sangre caliente y roja en que hundir el hocico.

-La población más próxima es Ostrow -advirtió un lobo de desmedida corpulencia-. Ya he cazado yo allí una criatura de un año. Sus padres se dejaron la puerta abierta...

-Hoy -continuó el Lobo Cano- es una noche solemne, en que festejan el nacimiento de su Redentor. Como, además, se consideran nuevamente redimidos, y creen haber triunfado de sus opresores, estarán contentos y descuidados, y con la comilona y el aguardiente no habrán pensado tanto en echar el cerrojo a los establos y cuadras. Aprovechemos esta circunstancia favorable. Ánimo, hermanos hambrientos. Aullad de firme, para que nos oigan en los bosques vecinos y nos presten ayuda.

La bandada se puso en camino, abiertas las sanguinosas fauces, sacada la seca lengua. De tiempo en tiempo se paraba a lanzar su furioso llamamiento. Y de todos los puntos del horizonte, otros aullidos contestaban, y centenares de manchas negras caían sobre la nieve, engrosando la bandada, que iba haciéndose formidable. El negro ejército cortaba, con la rapidez de la flecha, la estepa desierta y resbaladiza, que, bajo la claridad estelar, se extendía leguas y leguas. Ya no era bandada, sino hormiguero infinito, y el calor de los alientos abrasadores y el martilleo de las patas ágiles rompía la costra del hielo y fundía su helada superficie. Avanzaban, impulsados por su desesperación, y todavía no se divisaba habitación humana alguna. Al cabo, distinguieron una claridad rojiza y algo densa, como una niebla. Según se aproximaron, vieron que era Ostrow, que, envuelta en humo caliginoso, ardía por uno de sus extremos.

Con la rapidez propia de aquel país de construcciones de madera resinosa, el incendio iba propagándose. Oíanse los chasquidos de la llama, y una multitud, entre la cual había heridos y moribundos, alzando al cielo las manos, presenciaba el espectáculo terrible, sin hacer otra cosa que lamentarse. Un grupo menos numeroso, armado, de gente de rostro patibulario y encendido de borrachera, atizaba el incendio y aplicaba antorchas a las construcciones intactas aún.

-¿Veis esto? -preguntó el Lobo Cano a los demás-. Son los hombres, que queman las mansiones de los hombres. Nosotros no cometeríamos tal insensatez. No nos mordemos los unos a los otros.

-Tampoco -respondió el lobo gigantesco- nos dejaríamos tratar así. Éstos de Ostrow merecen lo que les pasa. ¿Por qué no toman sus hachas de leñadores?

-Lo esencial -gañó una loba joven que quería dar pitanza a sus cachorros- es ver si entre la hoguera hay algo. Yo me arrojo a ella sin miedo; más vale morir abrasado que de hambre.

Persuadida de esta verdad, y animada por su fuerza y número, la bandada se precipitó dentro de la incendiada población. Se arrojaron contra todos, contra los incendiarios y contra las víctimas, mordiendo calcañares, destrozando ropas, saltando al cuello de unos y de otros. Los incendiarios, que estaban armados, dispararon sus fusiles, a la ventura, sobre las fieras, y algunos lobos cayeron; pero los restantes se abalanzaron con mayor empuje. Huyendo de la llama que cundía y les chamuscaba la piel, los lobos arrastraban fuera del círculo del incendio a las víctimas que podían sorprender; y, sobre la enrojecida nieve, remataban a su presa y la despedazaban con dientes agudos, se oía el crujir de las mandíbulas, el roer de huesos y los gruñidos de placer al devorar. Y se dijera que la bandada, al caer heridos muchos lobos, aumentaba en vez de disminuir. Era que los animales se habían envalentonado y, desafiando el incendio, registraban todas las casas, atacaban a todas las personas, con frenesí de destrucción. Donde venteaban un animal doméstico, sorprendido por el fuego en su cobijo, y les daba el olor de la socarrada carne, se lanzaban, sin miedo a tostarse las patas, saltando por cima de las abrasadas maderas hasta llegar hasta el plato sabroso, caliente en demasía. Había un edificio donde potros y cerdos, encerrados en el establo, se asaban lentamente, y su grasa chirriaba, y su olor convidaba. Un racimo apretado de lobos se precipitó allí. Sacaron el manjar de entre la brasa y empezaron a regodearse. Festín como aquél no lo recordaban. Estaba exquisita la pieza dorada y chascada por la lumbre, y los mismos lobos estiman un asado en punto.

Y los incendiarios, diezmados y aterrados, buscaban sus monturas; muchas habían sido ya arrebatadas por los lobos. Los que pudieron conseguir montar desgarraron con la espuela los ijares de los jacos peludos y recios, que temblaban con todos sus miembros y enderezaban las orejas resoplando. Salieron en loco galope, con la esperanza de dejar atrás al ejército de salvajinas, de ponerse fuera de su alcance. Uno de los incendiarios tenía sujeta por las trenzas a una moza rubia, su parte de botín. La muchacha gemía, se retorcía las manos, porque acababa, no hacía una hora, de ver arder su casa y caer bajo los golpes de los feroces asesinos a su padre, viejecito, y a un hermanillo de doce años. Y en su cabeza danzaba una confusión de horrores, entre los cuales sobresalía el horror de no comprender. ¿Por qué los mataban, por qué hacían ceniza sus viviendas? No era el extranjero quien así procedía: eran sus propios hermanos, los que se decían salvadores del pueblo, y a quienes en nada habían ofendido. ¡Y cometían el pecado en la misma noche en que nacía Cristo Nuestro Señor! ¿Por qué los hombres habían sufrido sin lucha aquellos atentados? ¿Por qué no habían resistido al mal? Ella era una mujer, sus fuerzas escasas, pero sentía en su alma el ardor de la indignación, porque aquellas cosas no podían agradar a Cristo, nuestro Redentor: aquellas cosas eran obra de las potencias infernales, eran la sombría acción de los demonios, que acaso se habían metido en el cuerpo de los lobos aulladores, para castigar a los malvados y hartarse de sangre de cristianos ortodoxos. Y la muchacha, al observar que su opresor iba a alzarla por la cintura para sentarla delante de su caballo y huir con ella, rápidamente, sin meditarlo, echó mano al revólver que él llevaba pendiente de su cinturón, y disparó casi a boca de jarro, sin contar los tiros, hiriendo a bulto, y saltando después sobre el caballo, que salió espantado, a trancos de terror.

El Lobo Cano, entre tanto, aconsejaba a sus hermanos, los dirigía:

-Echaos sobre los que llevan fusiles. Inutilizad primero a ésos, que los otros no tienen coraje. No os entretengáis con los asados; también la carne fresca y cruda es buena y sabrosa. No me dejéis alma viviente. Somos más, somos el número. Para todos habrá festín. ¡Ánimo, que ya apenas resisten!

Y era cierto. Los incendiarios, espantados del fin que preveían, se habían arrodillado, y renaciendo en ellos ante la horrenda muerte el misticismo y la devoción, imploraban a todos los santos nacionales: San Cirilo, San Alejo, San Sergio, la Virgen de Kazán... Y murmuraban:

-¡Qué triste noche!

El Cano les contestó con un aullido:

-¡Triste para vosotros! ¡Para los lobos, alegre!