XXIII


Durante muchos días el paciente no ofreció mejoría sensible, sufriendo frecuentes ataques de fiebre.

Esteban en compañía de don Anacleto y los otros peones, que habían regresado a las poblaciones al día siguiente de la partida de don Luciano, de Nata y de Guadalupe, tranquilos ya respecto a la actitud asumida por la tropa que vivaqueaba en el campo, pusieron el mayor celo en el cuidado del herido. A ese empeño debióse en mucha parte que la reacción se operase al fin, y empezara en la tercera semana la convalecencia.

El tacto exquisito de la mujer faltó al enfermo, y más que esa solicitud seguramente el encanto que en su rededor esparcía la bella enfermera haciéndole más grata la estancia y más deliciosa la atmósfera que respiraba; con todo sea dicho en honor de Esteban, que a su cariño extremoso debíase en primera línea el restablecimiento completo.

Luis María llegó a ponerse de pie y a sentirse fuerte.

A pesar de ello, para su ánimo abatido y sus tristezas prolongadas no había realmente compensaciones: el recuerdo dulce de Nata y los ensueños de la patria bastaban apenas a neutralizar los efectos de la amargura, entreabriendo su espíritu a la esperanza.

Aislóse por completo...

Encerrado en aquella morada silenciosa en que un día brilló la dicha por él quizás perturbada en mala hora, movíase de una a otra habitación como un sonámbulo, sintiendo ansias a veces de escapar y de correr sin rumbo a través de los campos respirando mucho aire puro bajo un sol ardiente, en la creencia de encontrar a su paso escuadrones armados que le cediesen siquiera el último lugar en sus filas.

En otros momentos, su imaginación herida por el recuerdo, borraba las sombras de la soledad, y exhibíale mirajes de ventura y de adorable paz junto a aquella mujer que había endulzado sus penas cuando él no abrigaba ni quería abrigar en su pecho otro culto que el del patriotismo con todos sus ideales seductores, sus ilusiones blancas, sus vírgenes laureles; pero, bien pronto se sucedían a estos vuelos de candorosa fe las caídas melancólicas del desaliento, tan semejantes a los fríos que brotaban del pequeño valle desolado así que el sol se escondía.

Creía sin embargo que la lucha sobrevendría pronto, y que su solo rumor mataría sus impaciencias. La lucha debía sobrevenir.

¿Cómo dudar de ello?

¿Cómo dudar de la tendencia ingénita de los criollos que habían empezado por aprender la libertad natural muy cerca de las tribus, a admirarla en el salvaje, en la bestia indómita, en el ave corredora; a formarse una idea sobre la personalidad propia y sobre el derecho de dominio a la tierra, tan absoluto e invencible, que entrañaba como derivado lógico la incubación de un espíritu exclusivo, de un carácter típico y de una sociabilidad nueva?

Lo cierto era que las guerras sostenidas por Artigas en vez de debilitar estas tendencias, habíanles dado auge por el contrario, vinculándolas así a sacrificios de sangre que debían recordarse poco después como tradiciones incorporadas a la tierra y orígenes gloriosos de una joven historia.

Cada vez que ahondaba así el problema, crecía un grado su fe.

La índole de los hechos producidos durante esas guerras fueren cuales hubieren sido sus causas determinantes, interesaba poco tratándose del fenómeno sociológico de transformación étnica que venía operándose por evolución rápida en todos los grandes núcleos de la que fue enorme colonia. Buenos o malos aparentemente o en realidad, por su forma y naturaleza, esos hechos precipitaban los fenómenos del cambio, mas no lo producían propiamente: la transformación étnica -fenómeno natural- creaba nacionalidades independientemente de las fórmulas políticas, en armonía con las condiciones de cada región y clima, las diversas influencias de razas y las costumbres locales.

Así iban sufriendo en vastísimas comarcas, sobre las cuales sólo un despotismo recio pudo ejercer por algún tiempo una acción unitaria, argentinos, orientales, paraguayos y bolivianos. Las influencias de razas y de costumbres habían contribuido en primera línea, y también las condiciones de zona: el pampa, el araucano, el charrúa, el guaraní y el colla no pertenecían al mismo centro. Esparcidos a todas los rumbos del cuadrante, miraron desde el principio bajo prismas muy distintos los horizontes. En sus rozamientos con los criollos se originaron diferencias y se establecieron distancias que hacían imposible la acción de toda metrópoli.

Dada pues la naturaleza del terreno respectivamente, y la calidad de la semilla, el desarrollo y crecimiento de ésta dependía de circunstancias. Podía malograrse la obra, como hubo de suceder desde sus comienzos; pero la garantía del éxito estaba en la energía de la raza.

A esta energía propia obedecería a no dudarlo el movimiento futuro...

En medio a su sombría meditación, el joven se alborozaba a la sola idea que saldría al fin del círculo de los combates oscuros para entrar de lleno en la iluminada escena de las batallas en que las nacionalidades incipientes para afianzarse, llevan con denuedo heroicas cargas a fondo sobre enemigos cuyo número no cuentan, y cuyos ideales y banderas no se parecen a la bandera y al ideal de sus soberbias nativas.

Vencido por un deseo violento de romper con las monotonías del encierro y sus tristezas inherentes, dijo una noche a Esteban que aderezase su caballo para el día próximo al rayar el alba, pues era a esa hora que quería realizar su paseo.

Cuando el alba apuntaba agitándose aún él semi-dormido en el lecho, parecióle como cosa de entre-sueños que un clarín sonaba tocando diana, -una de esas dianas entusiastas y viriles que se oyen después de una victoria y cuyos ecos no se borran nunca en el oído del soldado que ha cumplido con su deber.

En vano frotóse los ojos e incorporóse en el lecho para persuadirse de que estaba en error, o que aquello era una ilusión blanca -último fenómeno sicológico de sus pasados delirios.

El hecho era cierto: el clarín sonaba vibrante llenando el espacio todo con las notas de la diana soberbia, y a esas notas se unían vigorosos los gritos de muchos hombres que parecían sufrir iracundos de la tierra estremecida.

Luis se arrojó de un salto de la cama, y corrió al ventanillo.

Por allí nada se veía; llegaban más perceptibles sin embargo los sones del clarín y las voces formidables del lado opuesto, alzándose la de Cuaró sobre las otras como se eleva sobre el estruendo sordo de las olas el silbido agudo del huracán.

Si hasta ese momento se había resistido a creer, ya no le quedaba duda. Aquel alarido del charrúa noble dominando el estrépito, anunciábale un acontecimiento extraordinario.

¿Cual podría ser?

Algunos días antes había oído decir que la tropa brasilera había perseguido sin éxito al capitán patriota José Casas que andaba reuniendo caballos «con un fin sospechoso» y bien luego supo que la campaña toda estaba tranquila, sin que hecho alguno autorizara a creer que se madurasen empresas de trascendencia.

Aquellos ruidos inesperados pues, de armas y clarines, al propio tiempo que lo llenaban de sorpresa, introducían en su ánimo indecible júbilo. En alas de sus anhelos patrióticos, y del ideal que de su tierra se había formado, presentía un gran suceso -de esos que se incuban en el seno de las increíbles osadías y temeridades y que prepara como en las reacciones químicas- el principio activo y enérgico, que en toda sociabilidad robusta mantiene el impulso poderoso y da dirección casi inflexible a las tendencias que en su hora histórica arrastra hombres y muchedumbres al cumplimiento de sus destinos.

De dónde venía ese esfuerzo, no podía adivinarlo; pero, por el instante, sentía bien claros en la atmósfera sus hálitos de fuego y sus bramidos.

Oía diana, y toques de llamada. ¿Qué más? No había que trepidar. A pocos pasos de allí parecía que se estaban batiendo, aun cuando los gritos eran de triunfo, sin complemento de detonaciones y choque de hierros.

Desde luego, él había hecho bien en no rendirse al desaliento.

Empezaba a cosechar los frutos de su perseverancia, rara virtud madre de todas las iniciativas y origen de todos los cambios, que él poseía en alto grado con el espíritu de empresa aun cuando recién entraba a las agitaciones de una lucha, decirse puede -sin término ni medida.

Aprestábase agitado y febril para lanzarse fuera, cuando Ladislao, trayendo en la diestra un sable desnudo, entróse en su aposento precipitadamente, gritando con acento enronquecido:

-¡Todos los pagos revueltos, desde el Arenal Grande aquí!... ¡Volvemos a la pelea de otras ocasiones! La gente toda anda como ganado arisco de pago en pago, y en esta hora mesma acaba de meterse en el campo una partida que ha tomado prisionera la fuerza portuguesa que nos bombeaba hace días, sin dejar escapar ni uno solo...

-Me explico así que usted haya podido salir del monte... ¡Viva la patria! -gritó Luis María, transformado de súbito, como si una fuerza extraña hubiese conmovido todo su organismo trasmitiéndole un vigor asombroso.

-¡Y viva Lavalleja! -contestó el «matrero» con otra voz igual a un rugido.

Aquellos dos hombres se arrojaron el uno hacia el otro y se abrazaron, en un fuerte y estrecho abrazo...

El uno, culto, delicado, lleno de ensueños hermosos, representante casi ignorado de la clase civil honesta, heraldo de luchas de aliento, apóstol desconocido de ideas levantadas, intérprete de pasiones generosas; el otro, tipo agreste y rudo, músculo brutal poderoso, instinto fiero de licencia, órgano caracterizado de las armonías y conflictos del desierto; los dos, miembros de una misma familia personificando respectivamente, ya las costumbres de la ciudad con sus reglas y prácticas disciplinarias, las propensiones al orden, el respeto a los principios y deberes morales, los sentimientos del hogar y de la patria iluminados por la inteligencia y la instrucción; ya las crudezas del bosque y la llanura, las tendencias a la anarquía, el desprecio al poder y al peligro, la pasión por el pago y la existencia errabunda, y la soberbia de origen en toda su plenitud imponente. Así Berón y Ladislao, al estrecharse de un modo fraternal sin preocuparse de escrúpulos o de resabios, sellaban el pacto de la cultura y de la semi-barbarie en holocausto a la grandeza de la causa de que ambos eran fieles defensores.

¡Como proyecciones al futuro, quizás los ideales del uno y los instintos del otro diseñasen los lineamientos de una honda división en la familia que debía operarse con el tiempo, partiendo en dos el mismo tronco y esterilizando en gran porción su savia próvida y fecunda!

Después de aquel abrazo en que se habían confundido todas las aspiraciones patrióticas y los ímpetus del valor, los dos hombres se precipitaron fuera.

La escena presentaba un aspecto lleno de vigor local.

Veíase a lo largo del declive una doble fila de jinetes con sus lanzas en alto, prontos para la marcha. Lucían banderolas tricolores, blancas azules y rojas. A retaguardia teniendo detrás una custodia de hombres de tercerola, encontrábanse desarmados y en grupos los soldados del destacamento brasilero, con excepción de algunos que habían perecido en la sorpresa y cuyos cuerpos yacían tendidos en diversos sitios. Berón pudo distinguir a la cabeza a Cuaró, a Esteban y a sus compañeros del bosque inclusos los tapes fieles de Soriano, a don Anacleto empuñando una lanza de clavo y a Nereo y Calderón con algunas mujeres, entre ellas Mercedes, cuidando de las tropillas de caballos reunidos a un flanco.

A juzgar por las aclamaciones reiteradas, las voces roncas, las risas estruendosas y los gritos aislados pero atronadores que se unían a los ecos del clarín en bélico consorcio, todas las vehemencias y arrebatos imaginables se habían conglobado allí para una expansión capaz de aterrar a los mismos habitantes de la selva. Y al observar cómo algunos de aquellos hombres corrían frenéticos arma en mano tendidos sobre el cuello de sus caballos de guerra cual si quisieran dividir en trozos el aire, cruzándose por detrás y por delante en siniestro torbellino, los prisioneros acompañaban con sus estremecimientos el ritmo de las hojas y del aura, y la hueste parecía experimentar en su incorrecta línea la emoción que suscita un viento de tempestad.

En la atmósfera rojizo polvo, el ganado huyendo, el sol asomando apenas su disco en el horizonte detrás de la cuchilla enhiesta envuelto en bruma como en un velo sangriento, el vocerío cada vez más siniestro, el clarín ya sin concierto como una trompa salvaje que agitara el espacio con aullidos de fieras, el golpear incesante de la caballería, los perros ladrando con furor, los vítores a la libertad y la independencia repetidos por los ecos lejanos con los demás rumores del tumulto -todo en su conjunto y menores detalles, daba al cuadro que se desarrollaba al frente un colorido vivísimo de emoción intensa y violenta, pues que eran las pasiones desencadenadas del elemento de fuerza las que se exhibían desnudas y temibles, como la lanza que el jefe blandía airado dirigiendo su hierro hacia la luz del levante.

Este jefe, era el capitán de blandengues Ismael Velarde.

Ante aquel desorden Luis María se cruzó de brazos y pareció conmovido, fijos sus ojos en el espectáculo. Después montó a caballo murmurando bajo estas palabras, que parecían la expresión final de un soliloquio profundo:

-Instintos indomables y músculos de acero: de vosotros es la obra.

¡Ya empieza a amanecer!


 
 
FIN