IV


Ya en la mesa, don Luciano Robledo se impuso de lo ocurrido, contado en un estilo pintoresco por Dora.

Era el hacendado un hombre manso, de rostro ancho y tostado, nariz de ventanas muy abiertas, barba cenicienta, bajo de estatura y abdomen pronunciado; siempre con sus piernas cortas embutidas en botas de baqueta, y un cinto de piel de cerdo con monedas de oro prendido flojamente, entre cuyas agujetas sujetaba un puñal de vaina de plata con incrustaciones doradas. Comía con gran apetito, bebía fuerte, fumaba con fruición cigarros gruesos, y nunca se le caía un escarbador de dientes fabricado con el cañón de una pluma de «chajá» -de atrás de la oreja- en donde lo asentaba a modo de tubo de anteojo.

De índole jovial y alegre, tenía él a ciertas horas sus carcajadas sonoras que se oían, de bien lejos, y llevaban el contagio del buen humor. Raro era el día en que don Luciano aparecía en las faenas con el gesto torvo o la mirada aviesa; por manera que en todo encontraba él motivo para bromear sin reservas o dar expansión a su genio festivo. Los peones, y aun las personas extrañas al establecimiento, que en éste solían pasar algunas noches, le conocían a fondo; por eso su prestigio no era limitado y se hablaba de él entre el paisanaje como de un estanciero simpático y liberal. Esto mismo lo hacía más confiado y decidor, persuadido de que mientras cumpliese con los deberes de hospitalidad nadie se atrevería a disgustarle.

Cuando don Luciano hubo oído la relación de Dora, echóse a reír muy socarronamente, y dijo refiriéndose a los desconocidos del monte:

-No tengan miedo. Esa es buena gente que anda a salto de mata perseguida por los milicianos, pero que no hace mal a los vecinos pacíficos... Todo lo más que pueden ingeniarse es carnear una que otra borrega o vaquillona gorda, porque los hombres tienen que comer, y las ganas matan lo ajeno -sin fijarse en la marca. El matrero, el puma, el yaguareté y el perro cimarrón tienen el mismo colmillo, y cuando lo clavan, ni el cuero dejan al dueño...

-Nada de eso que conviene -observó Dora.

-¿Y qué ha de hacérsele? Yo no me puedo quejar, porque peligraría la verdad si afirmase que me han comido una docena de vacas, que yo sepa. Parece que la gente del monte me guarda algunos respetos.

-A pesar de esa confianza, -dijo Nata-, yo voy a asegurar bien la puerta esta noche con todos los«trastes» detrás.

Volvió a reír de buen talante el hacendado, sirviéndose un trozo de grano de pecho que estábale incitando en la fuente del puchero, y añadió:

-Lo que dijo el paisano, en vez de amoscarte debería serte gustoso. Te estuvo mirando y le bailaron al hombre los ojos nada más que por parecerle linda tu cara.... ¿Te crees que ellos no tienen también su gusto como los demás? Medio taimados y ariscos, no le «envidean» a ninguno el olfato y los deseos, mayormente si las mozas tienen el pelo rubio y llegan a enseñar alguna guapeza, porque son tentados, amigos de polleras, capaces de bailar un «pericón» por el ruedo del vestido... sin sacar una hilachita tan sólo en las espuelas. Es preciso mezquinarles hasta la sombra, Nata; porque yo he visto una vez a un «tigrazo» que se iba muy agachado por entre los juntos, siguiendo por la sombra a una borrega, y que al fin, cuando la muy tonta dio la media vuelta y se vino al bajo, el manchado codicioso estiró la manaza y la enganchó de las lanas, -lo que prueba que le faltaba trasquila...

Pero, vamos a ver Dora; ¿tú te asustaste?

-¡Yo no!... ¡Al principio me sorprendí, porque esta Nata es tan melindre!

-¡Sí, mucho de eso! Mira papá, ella me ganó en la carrera...

-En prueba de que no me espanté -objetó Dora- es que puedo decir cómo tenían las caras los dos. Uno, la barba muy negra, renegrida, y un color de difunto; el otro, pelo rubio, con ojos oscuros, y apenas un bocito por bigotes.

-Vean la curiosa, -observó Don Luciano-.¡Cómo se fijó en los pelos!

-Pues que miramos, era natural -dijo Dora toda encendida.

-Así es. Pero, la cosa no tiene importancia y pueden ustedes dormir tranquilas, ésta y todas las noches, porque nada de malo ha de suceder para nosotros al menos...

Otra cosa será al ganado; porque la gente de Lecor muy diferente en sus mañas a las travesuras de esos pobres «matreros» sabe «parar rodeo» sin permiso y apartar al destajo cuantas reses quiere, lo mismo que se tratase de «orejanos». Y eso que es autoridad.

¡La milicia de don Frutos; para qué decir! Sus buenos muchachos «pealan», matan o arrean; no dejan cueros, ni rabos de terneras a ocasiones, y nada más que para comerse una lengua de vaca voltean el animal y lo dejan podrir entero en algún bajo... Hay que tener paciencia, ya que no tiene la cosa remedio... Cuando alguno se queja del manoteo o del destrozo, Lecor afirma al momento que va a castigar como hay Dios al que agarra lo que no es suyo, aunque nunca castigue; don Frutos se pone osco, si algo igual van a soplarle, se moja los dedos y sigue jugando al truco sin sacar los ojos de las onzas. Las amarillas lo enlucernan al comandante...

¿Y a quién más irse con el cuento? ¡Por no pasar por chismosos, los hombres pacíficos se chupan la breva, y santas pascuas!...

Después de esto, se echa el perro muerto a la gente «matrera», como dejada hasta del diablo. Ella es la que hace judiadas de toda laya y carnea por gusto: si aparece una yegua con las costillas al aire o una vaquillona con un costado menos o una oveja despanzurrada o un ñandú sin alones o un hombre sin cabeza y sin cinto, es el «matrero» a la fija el que ha andado cuchillo en mano cortando gañotes y sacando «achuras». Qué indios, ni qué mandingas que se le igualen a este forajido... Vino con mañas desde el vientre de la madre y tiene que ser peor que el «charrúa» a la fuerza...

-¡Entonces tenemos razón de asustarnos! -interrumpióle Nata con los ojos muy fijos, atenta y conmovida- ¿No ves, Dora?...

-¡Quia, muchacha! -prosiguió don Luciano- Ellos dicen eso de los «matreros»; pero no son tan desalmados como los pintan. También hay buenos entre ellos; gente bien nacida que anda por necesidad pidiendo techo a los árboles y para comer se encariña del ganado suelto, sin intención de ofender- ¡como que es la barriga la que les gruñe y cabriolea!.... Hacen como el buey que se lame solo, y que, cuando se acerca como al descuido a un cerco de pitas es capaz de comerse hasta la última hoja si no lo sacan a rigor.

-No son tan mansos esos otros, -dijo Dora;- porque no contentos con matar vacas y borregas se apoderan de los caballos de silla y no los vuelven más...

-¡Oh! Y eso es natural, hija; los hombres no han de andar a pie aunque vivan en el monte. Precisan salir, merodear y correr buscando mejora a su suerte, porque siempre algún escozor los aflige... ¡Vieras cómo enseñan al mancarrón! Si da gusto, y fuerza es perdonarlos. El animal aprende con más facilidad que muchos que no lo parecen, aunque caminen y tengan orejas para escuchar y no entren en la «cuatropea» del diezmo. Se acostumbra al «potrero» del monte, se hace chiquito para pasar por abajo de las ramas, toma agua en la orilla con sólo estirar el hocico, no relincha cuando siente el tropel, conoce la senda en lo oscuro mejor que un «carpincho», no se asusta del «aguará» que se le cruza entre las manos, y también le alarga callado una dentellada al perro cimarrón si se le pone delante... Se hace un animal de más entendimiento, que otros animales de menos pies; con poco rebenque, y con sólo tironearlos del copete.

-Según lo que oímos, -observó Nata-, usted les disculpará todo, aunque hagan uso de lo que le pertenece...

-¡Pues! ¿Por qué he de andarme con ellos de disputa todos los días?... ¡Bien parado iba a salir yo de la rodada! No hay más que dejarlos; y el diablo me lleve, si este ajuste no es el mejor, Natilla. El «matrero» como el «redomón» para venir a suave y menos dañino, quiere más maña que fuerza; y así acontece que, el que les pone cara de malo, amanece un día a la pudre, por bobalías...

El hombre a monte, como iba diciendo, adiestra el caballo a su modo y lo complace de todas formas, pues que es su compañero en la vida triste, el que lo ha de llevar siempre en los lomos y librarlo del peligro, sin que nunca le eche en cara el servicio, aunque pase hambres y reciba a ocasiones uno que otro chuzazo que le enderecen al amo en la refriega o en la disparada. Por servido él, que lo curen, y le den un poco de libertad para reponerse de su flacura y descalabros. El animal, digo, no es de los que se quejan, por condición noble. Pueden desjarretarlo, bolearlo o meterle en los encuentros todos los «cortados» de un trabuco; si la suerte le ayuda para seguir corriendo ha de saltar la zanja, con las narices tan abiertas como dos tubos calentados al fuego que echasen humo, y con el rabo casi tieso como un «marlo», si es que lo han «tusado» por aparejarlo a los rabones y «reyunos» de la tropa portuguesa. No precisa el jinete hincarle la espuela ni bajarle la mano, porque cuando va sobre la rienda parece que quisiera echar todo el bulto adelante y tragarse el viento, sin perder la huella, el ojo que se le salta y el espinazo que se le cimbra abajo del «lomillo» como si quisiera escurrirse lo mismo que una culebra... De esta laya son los caballos de los «matreros», y bien vale el robo la enseñanza. De buena gana les dieran ellos bizcochos, si los tuviesen; pero, en cambio los «desbazan» para que no se estropeen, les sacan el haba, les cortan las crines de que ha hecho presa el abrojo y les quitan el sudor del lomo, todo con el cuchillo, los manosean y los abrazan, y los animales se largan retozones a revolcarse, hinchanse, se sacuden, resuellan, se hartan de gramilla, duermen al raso caiga lluvia o esté helando, y en la primer tardecita aparente ya están listos para una calaverada llevando encima todo el «apero» y al guapo, sin acordarse de las angustias pasadas.

-Pero esos hombres de que hablas papá, no trabajan, y viven sin familia. Parece que a nadie quisieran...

-¿Qué han de trabajar, inocente?... Si pudieran hacerlo serían tan listos para lo bueno, como lo son para lo malo. ¿O te figuras que ellos no tienen placer en ser como los demás hombres? Es que no los dejan, los persiguen y los obligan a huir por último; ya porque no se presten a apoyar a los otros que están con el gobierno, ya porque tienen linda pinta para infantes o para dragones -pues siempre hay remonta en las tropas;- ¿y, para qué decir chus ni mus cuando les echan la mano y los endilgan a la ciudadela, si nadie ha de salir en su defensa, que no sea -para el decir- algún guapetón de esos que se sublevan creyéndose más bravos que Artigas?... ¡Eh! Y si se quiere los «malevos» no son tantos, mirando las cosas por otro lado...

Suele suceder que los hijos de familia encerrados en aquella madriguera con muros y fosos, como para que nadie entre o salga sin que antes dé cuenta de su conducta, se entusiasman de repente, se insubordinan y a pretexto le conocer esta campaña de que oyen hablar, aunque a ese respecto se parezcan ellos mucho a palomas de campanario, ingéniase el medio de escurrirse lo mismo que hacen los pollos en corral ajeno... Al fin se ven fuera de portones y enderezan a los matorrales buscando camino, viendo mucho campo y mucha luz por delante y atragantándose de aire hasta soplar como fuelles de herrería, sueltos de cuerpo y alegres, retozando a modo de «charabones» que comenzasen a querer tender el alón de un costado y a esponjar el plumero de atrás con aire de requiebro... ¡Después principian las penas! Cuando llegan a hacerse fuertes y ágiles, pocos «matreros» los igualan a estos mocitos de ciudad, porque se atreven a más todavía si se les deja criar alas y echar púas... ¡El diablo me lleve si no me refocilo algunas veces en verlos!

-Entonces no hay porqué espantarse tanto de ellos, -dijo Dora mirando a su hermana, que oía muy atenta a su padre- Aprenderán también a cantar versos en la guitarra con una voz linda...

-Y tendrán otros modos -objetó Natalia-; si es que no se vuelven huraños de tanto andar en los montes con las fieras...

-Eso no sé, -ni tampoco si los arañan los gatos tigrinos o los muerden los cimarrones. ¡Allá se las entiendan!... Esto que iba contando, es para que ustedes no se figuren que todos son tan fieros que no se les pueda ni mirar a la cara. Y ahora, voy a disponer lo conveniente por precaución.

El señor Robledo empinóse esto diciendo, un vaso de vino tinto, que paladeó con fruición; y levantándose de su banqueta con toda agilidad salióse al patio, con una tagarnina entre los dientes y el yesquero en la mano.

Ya solas, dijo Dorila:

-Mira Nata, no sé porqué me imagino después de lo que ha dicho papá, que estos hombres del despoblado no son tan perversos como esos vagos de la ciudad que sirven a los portugueses, y andan por las esquinas poniendo miedo... ¿No te parece lo mismo?

Natalia frunció los labios y se encogió de hombros.

-A mí me asustan los hombres que viven en los montes, -contestó trémula-. Andan con los tigres y comen raíces.

Dora echóse a reír con ímpetu, exclamando:

-¡Qué inocente Nata! ¿Te figuras que ellos cuando quieren, no escogen la flor del ganado, y que tienen sus viviendas muy buenas en lo escondido del monte?... Don Anacleto que sabe también esas cosas, me lo ha dicho muchas veces.

-Será así -objetó Nata pensativa.

Después de eso dirigióse a su cuarto, y sentándose en su cama volvióse a quedar meditabunda, jugando con el pie en una piel de tigre que delante del lecho le servía de alfombra.

Cuando se recogió a las nueve, a pesar de su promesa no arrimó los muebles a la puerta. Dorila le hizo por esto alguna burla; pero ella se acostó sin contestar palabra, siempre cavilosa.

Soñó esa noche con el hombre de la «cara de muerto.» Dora se despertó muy temprano desasosegada, y se puso en el acto de pie.

Lucía recién la aurora. Sus grandes fajas azules, rojas y amarillas cuyo esplendor ensanchaban más las brumas tenues del horizonte, alargábanse tras de la loma y del monte como un inmenso chal de fantasía. Todo se movía ya en el campo: aves, peones, ganados y perros.

Los gritos de los loros en los árboles de la barranca y de los horneros sobre sus nidos de lodo, reunidos a las voces de alboroto de los «chajaes» en los próximos pantanos y de los «terus» en la llanura, daban extraña vida vigorosa a los contornos en medio de su misma tristeza montaraz.

Después de recorrer maquinalmente algunos sitios, Dora se dirigió a la huerta con ánimo de escoger legumbres y descubrir nidadas de gallinas entre las grandes matas de las plantas rastreras.

En esa diligencia estaba, cuando sus ojos descubrieron a raíz de una pita envejecida algo como un bulto o atado blanco que en el instante parecióle ser el «rebozo» de lana que ella abandonara el día anterior junto al abra del monte.

-¡Ah! -exclamó en un arranque de alegría infantil-. ¡Si es mi «rebozo»!

Lanzóse sin demora sobre el objeto, y al alargar la mano pareció vacilar en tirar de la manta; pero bien luego se resolvió, y cogiéndola con dos dedos, la hizo rodar por el pasto.

El «rebozo» se desenvolvió al caer, y una cosa redonda resguardada por una capa de hojas verdes y frescas se deslizó hasta sus pies con la docilidad de una bola.

La joven retrocedió recelosa al principio, creyendo todo lo malo; mas de súbito lanzó un pequeño grito y volvió a aproximarse confiada, mirando a todos lados como sorprendida agradablemente.

Las hojas frescas se habían desprendido del objeto redondo, poniendo a la vista chorreando gotas de miel la hermosa «lechiguana» de la víspera.

Dora la recogió, pues no contenía una sola avispa; y fuese a enseñársela callada y pensativa a su hermana, que aún se revolvía en el lecho.

-¡Mira! -exclamó Nata muy admirada-. ¿Quién lo trajo?

-No sé.

Dora acompañó su frase con una mueca.

Las dos se quedaron mirando el gran globo plomizo.

-Quién sabe lo que será esto -dijo Dora de pronto, observando con visible desagrado que tenía untados de miel los dedos.

-Sí, es muy raro -objetó Nata.

Dora se volvió hacia la puerta, diciendo:

-El rebozo también apareció.

Tras de estas palabras tiró al patio la «lechiguana» que al rodar lejos fue esparciendo por aquí y acullá sus hojaldres hasta detenerse en el muro de la cocina, donde rebotó como una cáscara vacía para sepultarse en un hoyo.

Momentos después, Dora se acercó muy grave al ventanillo de don Anacleto, separando sin miramiento alguno las plantas parietarias que se enroscaban delante lujuriosas, dejando apenas un corto espacio para dar cabida a una persona junto a la reja.

La pieza que habitaba el capataz con uno de sus compañeros era espaciosa, y en su arreglo interior bastante pintoresca. Catres fuertes, pieles, banquetas improvisadas con cabezas de bueyes viejos, una mesa de pino blanco, dos guitarras resquebrajadas ya por el tiempo y muy morenas en la caja por el uso, aunque con todas sus cuerdas, «lazos», «maneadores», «tres Marías»,cabestros, bozales, «redomonas», estribos de madera, cueros de zorros y gatos monteses, tijeras de esquila, marcas de hierro, sogas y lonjas para «tientos», recados completos, frenos y riendas, charque en abundancia, rollos de tabaco negro envueltos en «chala», un tercio de «yerba-mate», y otras cosas y utensilios aparecían diseminados en el suelo, paredes y huecos o colgantes de la cumbrera sin orden ni simetría. No faltaban tampoco en medio de esta confusión, resaltantes sobre el muro negro con sus colores vivísimos de sangre de toro y yema de huevo, dos o tres imágenes de santos, el arcángel San Gabriel, San Jorge matando al dragón y otra pintura de ánimas saliendo del purgatorio. Algunos mechones de cerdas de caballo pendían de astas de venado a los flancos. Bajo el ventanillo de cruz de hierro, una olla regular tumbada por falta de un pie servía de depósito a un montón de «garras» y sebo fresco propio para candiles.

Dos o tres clases de enredaderas silvestres, por la parte de afuera, cubrían el ventanillo, llevando sus largas guías hasta más arriba de los aleros; por manera que mezclábanse habas del aire, campánulas azules, hojas canaliculadas en gracioso tumulto formando arcada la siempre verde, -punto de cita de pájaros-moscas, «viudillas» y pica-flores al salir el sol o al caer la tarde. Aovaban también allí algunas de estas avecitas, y de sus huevezuelos daba cuenta con frecuencia Dora para fabricar collares o sartas caprichosas que le duraban lo que una campanilla de parietaria.

Entre estas enredaderas fue donde se metió Dora, sin poner como decíamos, mucha atención en los destrozos que ocasionara a su paso.

Estaba el capataz muy absorbido en la confección de un cabestro, puesta la yema del pulgar izquierdo debajo de la tira de cuero muy tirante sujeta por una presilla con botón en el hierro vertical de la cruz, en tanto que con su mano derecha, tostada y callosa, deslizaba el cuchillo por el borde del cabestro levantando bajo el filo largos rulos de piel seca; cuando asomó en el ventanillo el rostro picaresco de la joven, quien le decía con un acento humilde:

-Esas avispas son como fieras, don Anacleto... Vea usted, yo no tuve la culpa si lo picaron, y vengo a prevenirle que es bueno para eso un poco de sebo de la riñonada, porque suaviza mucho y quita el ardor. ¿No se ha puesto usted?...

El capataz, suspendiendo en el acto su tarea, la miró con un aire de bondad mezclado a taimonía, contestando en tono socarrón:

-La cosa no es para tanto, niña... Ya no me escuecen las picazones, y lo que siento es haberles dejado el «camoatí».

-Si apareció hoy con el «rebozo» en la huerta, don Anacleto, y yo lo he tirado ahí junto a la cocina. ¿No adivina usted quién ha podido traerlo, entonces, si no ha sido usted mismo o Nereo?

-No sé nada -repuso el capataz con sorna-. Yo no lo truje.

-¿Y los peones?

-Pueda ser, niña. Pero, cuasi aseguro que no, porque esa es gente que nunca chupa miel de avispas y se recoge temprano para ganarle la delantera al sueño... La negra habrá andado por el abra, y sin más ni más agarrado el panal aunque los bichos se le prendieran en la trompa.

-¡No! Si Guadalupe no se ha movido ayer de tarde, ni lo habría puesto entre las pitas de la huerta, enterito como estaba...

-Si no hay rastro de hocico, es otra cosa -observó el capataz reflexionando, con la mano en la barba.

-Boca será don Anacleto, pues mi negra no tiene hocico -dijo Dora un poco enfadada.

-Lo mesmo es, niña -respondió el viejo-. Ahora caigo porqué «hullaban» tanto los perros a más de media noche, por junto y parejo, como hacen cuando andan por el campo «aparecidos» o leones hambrientos...

-¿Qué dice usted, don Anacleto?

-Nada digo, sino que algún «matrero» trujo la miel, y a la fija se llevó algún cordero a la vuelta -contestó el capataz, recomenzando su tarea con aire muy serio.

Dora se quedó meditabunda, y apartóse luego del ventanillo.

No impuso a su hermana de esta conversación. Nata sin embargo, hablóla en ese y en el siguiente día, de ciertos ruidos extraños que ella había sentido la noche que se siguió a la aventura; rumores mezclados al ladrido de los perros, que siempre anuncian gente en el campo, y que le robaron el sueño. Dorila se limitó a encogerse de hombros y a reírse de sus preocupaciones.

-Habré soñado -dijo Natalia-; pero yo juraría que hasta sentí voces, así como de quien encariña los mastines y los vuelve mansos, porque al momento no más los perros en vez de ladrar furiosos como al principio rezongaban bajo casi vencidos...

Don Luciano, a quien ninguna de estas cosas cogía de sorpresa, ni podían tomarle otras mayores que él presentía, acompañaba a Dora en sus risas sin abrir comentario alguno sobre las ánimas o los duendes de media noche.

De todas maneras, Nata no volvió a sus paseos entregándose a sus labores, al punto de pasarse horas enteras junto al bastidor bordando sus telas; muy superior en esto de dar entretenimiento a las manos a Dora, quien nunca salía de la bastilla o hilván menudo por animosidad a la aguja más que por el dolor que sintiera en las espaldas de que algunas veces se quejaba, aun cuando en otro género de tareas fuese diligente y animosa.

Nada de ello privaba que ésta siguiese en sus excusiones a pie o a caballo, con la compañera forzada, en reemplazo de Natalia, que era la negra Guadalupe; mocetona verdaderamente corpulenta y guapa con su pelillo en forma de racimos de saúco, sus ojos saltones de un color plomizo, su nariz chata y respingada en la punta con las alas muy abiertas y su boca grande de labios pulposos con dientes tan blancos y parejos, que bien podían compararse a los granos de «mazamorra» con leche que ella sabía preparar los días de fiesta.

Nada de notable ocurrió en estos paseos, que diese lugar a temores o desconfianzas; lo que fue devolviendo la tranquilidad al ánimo de Nata que ya empezaba a echar de menos sus horas de libertad por las tardes, días después de los incidentes relatados; y especialmente su gira casi cuotidiana a la ribera del río, bajo el sauzal de los patos.

Por su parte, y en el interés de la compañía, Dora no dejaba nunca de encarecerle los buenos momentos que pasaba con Guadalupe, cuando se iban en busca de nidos y habas del aire.

Tanto insistió a este respecto, dando a las menores cosas un colorido de sobra interesante, que logró al fin arrancar a su hermana de su retiro, a cuya sombra protectora la piel de su rostro y manos había casi recobrado la prístina blancura. Natalia sonrióse una tarde y se dio por vencida. Fue el de los sauces el sitio encogido, el cual quedaba a poca distancia de las «casas», sobre la escarpa del río.

En esa parte del monte en forma de herradura abríase una picada o sendero angosto, a través de «talas», espinillos y «guayacanes» que concluía en la ribera arenosa, desde cuya playa dominábase el río en todo su ancho; y por un claro espacioso del monte en la orilla opuesta, una gran zona de la campaña, con sus planicies y «cuchillas» matorrales y hondonadas.

Por este sendero, muy conocido se entraron las dos jóvenes, yéndose a sentar en el amplio tronco de un sauce cuyos gajos flexibles en correctos arcos humedecían en las aguas sus extremos, formando un pasaje umbrío -por donde desfilaban en la tarde de uno en fondo nutrias y «macaes».

La corteza blanda aparecía rayada en diversos sitios con un punzón, rayaduras que eran cifras y letras hechas al descuido por la mano de Dora; tan mal inscriptas que debió haber puesto al pie de cada una -ésta es una X, o éste es un 5- a fin de no equivocarse luego ella misma, que llegaba a comparar la primera con una patita de chingolo, y el segundo a un copete de cardenal.

En silencio permanecieron algunos momentos.

Después, como tuviese Dora delante de su vista un trecho o pequeña playa cubierta de ligero musgo, pareció darle tema a la memoria, porque dijo riendo:

-Allí enterrábamos otros años los pollitos que se morían, cuando apenas tenían pelusa... ¿Te acuerdas, Nata?

-Sí, -contestó ésta con aire distraído-. Les poníamos una cruz de ramitas. También a los pobres jilgueros, que tanto queríamos...

-Me acuerdo -añadió Dora- que a los pocos días no podíamos ya resistir, y les sacábamos de encima la tierra para ver lo que había pasado dentro.

-¡Cuántos gusanillos se movían!... Era un hormiguero.

-¡Mira! -dijo Nata señalando a la otra orilla-. Por allí viene gente.

Dora dirigió al sitio indicado sus ojos.

En realidad, un grupo de hombres de caballería que al parecer venían buscando el vado, se habían acercado paso a paso hasta la escarpa del río; y clavando en el terreno húmedo los cuentos de sus lanzas adornadas de banderolas, puéstose a contemplar muy atentos y silenciosos a las dos mujeres del sauce, como a objetos bastante raros.

Parecían haberse olvidado del deber y de la consigna para darse tan extraña tregua deliciosa. Un tanto absortos, pues, con sus greñas secas y polvorientas por encima de las mejillas tostadas, sus barbas espesas hasta el pecho y sus manos afirmadas en los astiles, fijos los ojos melancólicos en un solo blanco -allí estaban inmóviles con las cabezas altas, lo mismo que una banda de ñandúes en presencia de un paño que flota al aire o de un pato que se revuelca en las hierbas.

Nata y Dora se pusieron de pie lentamente, sin saber qué camino seguir, algo turbadas e inquietas.

Al fin, uno de aquellos hombres levantando una pierna que hizo chocar en la carona, exclamó con voz enronquecida aunque perceptible a la distancia:

-¡Se me hace que me llega esencia de «chirimoyo», Cristo bendito!

El resto rió en coro -produciendo esta risa que brotaba de entre nutridos pelos, el efecto de un prolongado rezongo de «carpincho».

Las dos hermanas escaparon corriendo, hasta trasponer el monte.

Cerca ya de las casas, acortaron su carrera fatigadas, riéndose a su vez a pesar de la alarma; y cogiendo Dora a su hermana del brazo, preguntóla jadeante:

-¿No sentiste mucho ruido de ramas, cuando pasamos junto a los ceibos?... A mí me pareció que era un hombre que se escurría...

-Sería algún novillo.

-¡No!

-¿Si vendrán esos soldados en busca de los «matreros»?

-Habrán equivocado el paso, y eso es todo.

-Sí, ¡poco baqueanos son ellos para no dar con él!

-No creas. Esa caballería trae algún intento de este lado del monte...

Una detonación de arma de fuego en la orilla que acababan de abandonar, cortó aquí la frase a Dora. Sucediéronse a ésta dos más, y luego gritos y voces recias que se alejaban.

A poco algunas nubecillas blancas como lana cardada surgían de las flotantes bóvedas del bosque, remontándose en suave remolinos por la atmósfera serena.

Cuando las hermanas se entraban en el patio, salía don Luciano apresuradamente con su catalejo y poníase a descubrir el campo por la parte del monte.

Sin separar el instrumento de la visual, dijo, viéndolas venir:

-No conviene que anden cerca del río... En un derrepente van a morder a estas muchachas en las piernas los perros cimarrones... si no es una bala de tercerola que las alcanza. ¡Don Anacleto! -gritó seguidamente al capataz que se aproximaba-, repunte la tropilla del lado de la loma, y cuide de mi pangaré.... Sería bueno lo metiese temprano en la enramada. Haga arrear también la majadita del «tronco» hasta aquí encima, y que las borregas pellizquen lo que puedan... ¡Diablo de alboroto, caneja! ¡No parece sino que siempre hemos de estar oliendo a pólvora, mil cuernos!.... ¡Allegue las dos lecheras barrosas al palenque, y vea viejo que ese mancarrón macaco no dé con su pelada en lo duro!

-¡Qué ha de dar! -contestó el capataz amoscado-. Dende que me conozco ningún mañero me ha cascao las liendres.

Y en tanto atendía al reclamo, seguido de dos peones, tan viejos como él, don Anacleto refunfuñaba:

-Ya comienzan a los tiros...

Esta noche a la cuenta me chingolean el malacara y me hacen humo el «maneador»... No se enriede en las cuartas, compadre Calderón, y enderece esa tropilla al corral, ¿no ve que viene abriéndose cancha la yegua madrina?

Paisano lerdo el Nereo, con sus lomos grandotes. ¡Mire sino cómo aparta aquella barrosa de la cría y se va encima de las guampas ese hombre condenado!

-¡Oh! y le habrán gustado siempre más que el lado de la cola, compadre Anacleto, -repuso Calderón, entrecerrando un ojo.

-Asina será... ¡Costalee ese animal y véngalo coleando don Nereo, que el becerro viene atrás de la ubre!

Estas voces sobresalían pujantes al ruido del ganado menor y mayor arrollado hacia el corral y el palenque, y al de los galopes alternados con troteos a son de rebenque y rodajas. Una gran nube de polvo envolvía hombres y cuadrúpedos. Balidos y relinchos completaban el concierto, en medio del cual desempeñaban los cencerros una función importante.

Don Luciano seguía dando sus órdenes a pesar del tumulto, y sus viejos servidores obedeciéndolas, aunque no con mucho acierto en todos los momentos, a causa de la confusión, la distancia o la sordera crónica de alguno de los peones -así impropiamente llamados en las estancias, siendo antes que eso, centauros.

En la parte del monte, sin embargo, nada inducía ya a sospecha o temor, después de los tiros y gritos que habían motivado la alarma. El bosque en sus orillas e isletas visibles, aparecía silencioso; ningún hombre había asomado al llano, y las mismas aves de la ribera del río - patos, espátulas y garzas- remontándose o abatiéndose tranquilas entre los juncos y espadañas, indicaban el mayor sosiego en aquellos lugares solitarios.

Las jóvenes, bajo la impresión natural todavía, que les había producido el suceso, fueron encaminando sus pasos maquinalmente hasta la huerta; y habíanse sentado pensativas junto a los pitacos -mirando hacia aquellos árboles inmóviles y mudos, con ese aire de curiosidad y de duda que imprime en el semblante el espectáculo de una escena aislada cualquiera de dramas ignorados.

Luego se pusieron a conversar con vivacidad, nerviosas y excitadas; ora comentando el rumor entre el follaje de los ceibos que Dora había oído al pasar, ya la aproximación a la orilla de aquel grupo de hombres melenudos, ya las detonaciones cerca de los sauces, donde ellas habían estado muy confiadas; y como final de sus coloquios, convinieron en que alguna atingencia tenían con cosas tan raras los desconocidos que las sorprendieron en mitad de sus risas, la tarde en que tentaron apoderarse de la «lechiguana».

-Lo que resulta de todo esto, -concluyó por decir Nata-, es que ya no podremos ir sin temores ni a la isleta de los sauces.

-¡Dejaremos pasar algunos días, por si acaso! -repuso Dora.

-Y volverá a suceder lo mismo. En verdad digo que no me siento con ánimo para andar más sola por allí.

-¡Miedosa! ¿Qué sabes tú si esos hombres son perversos?... No lo demuestran, al menos. Ya tenían tiempo de haber dado alguna prueba, y entre tanto, recuerda lo que papá nos ha dicho.

-Porque él es bueno, y nunca piensa nada malo de los demás.

-Mira: yo creo que la «lechiguana» fue traída aquí por uno de aquellos que vimos... tal vez por el de cabello rubio...

-¿Por qué lo supones?

-No sé... Me parece... lo presiento.

-¡Loquilla! Ya te lo imaginas muy apuesto.

-¡Ya verás! -exclamó Dora, refregándose las manos con cierta ansiedad. Te digo otra vez que no sé porqué me lo figuro; pero... esa cara...

-¿Qué tenía? La habrás visto en sueños, como se ven otras nada lindas.

-¡Quién sabe! Yo pienso que no, Natilla; algo me dice que la he visto en Montevideo, y tú también...

Nata se puso a reír con una gracia adorable.

Luego, dijo:

-¿Será aquel Pedro de Souza, de los Voluntarios Reales, que tanto te persigue?

-¡Qué! -prorrumpió Dorila con ímpetu. Ese tiene el pelo castaño y los ojos verdosos. ¿Y qué iba a andar haciendo dentro de las breñas?... ¡Qué ocurrencia la tuya tan original!

-Entonces, no sé... Tampoco puse mucha atención, con el susto.

-Eso, más bien.

-¿Te acuerdas Dora, cuando Souza te apuntaba el catalejo en el teatro, tieso en su silla, apenas acababan de encender las candilejas?

-Y muy gallardo que me parecía, con su traje de paño, bien abrochado y una media charretera en el hombro, -contestó Dora con un gesto de despecho. Está en Santa Lucía de guarnición.

Pero, no se trata de ese...

Guadalupe interrumpió aquí el diálogo con su presencia, para advertir a las jóvenes que era hora de comer.