II


¡Buenos tiempos aquellos en que la ciudad de San Felipe no era más que un hacinamiento confuso de casas bajas sin revoque, con techos de teja, distribuidas y alineadas en calles muy estrechas sin solado firme llenas de lodo, alumbradas con velas de sebo en faroles de pescante, con plazas en que crecían hierbas y pacían bestias, campanarios al ras de las cumbreras, cementerios dentro del recinto, casernas de granito y negros trozos de muralla, como roto cinturón, dispersos hacia el norte y el levante entre pantanos y malezas! Por entonces la plaza de la Matriz servía de mercado o feria, realizándose allí sobre los cordones de la vereda, junto a postes y cadenas las ventas y compras de legumbres, hortalizas, pasteles, frutas y mazamorra con leche, confundidas todas las clases y razas, blancos, negros, pardos, zambos, cambujos, indios; propietarios, mercaderes, militares y esclavos; con calzones de tres botones unos, de uniformes otros, de chiripaes estos, aquellos de melena y poncho, en tanto una de las charangas lusitanas provista de «chinchín» con adornos de cerdas, lanzaba a los aires sus marciales ecos desde la acera del Cabildo.

Tiempos famosos aquellos de usos y costumbres sencillas, en que los goces y novedades sociales se reducían al cuento y a la intriga en las salas de pesados cortinados, y la virtud era tan austera que por la menor falta se reducía a penitencia una doncella en la casa de ejercicios, bajo la dura regla de la beata mercedaria Sor María de Jesús; en que se llevaba el rapé blanquillo o colorado en cajas con música, usándolo como quien aspira oxígeno puro hasta las mismas ancianas pulcras; en que el recato iba al extremo de no mirar con fijeza a los hombres, y el sentimiento del pudor al punto de no enseñar jamás las vírgenes en sus composturas y modas, ni el nacimiento siquiera de la garganta. ¡Ya están lejos! En tales épocas, la inocencia colonial no había sufrido merma alguna: se conservaba íntegra, atribuyéndose el milagro a la educación de convento. Si una pierna hermosa mostraba la liga, el pecado era grave: prohibido también estaba bajo pena de reclusión el amorío con el rabillo del ojo. Este hecho, no consentido por la autoridad paterna, comprometía seriamente el porvenir de una doncella.

A purgar esas y otras transgresiones de la ley moral, llamaba cada mañana la campana tartajosa de San Francisco. A veces la concurrencia era tan numerosa que el recinto aparecía muy reducido, y tan densa la atmósfera, que se hacía necesario habilitar el atrio para los sermones en días bonancibles. En concepto de algún circunstante campesino, «el aire de adentro podía cortarse en tajadas por lo espeso.»

Limpias las conciencias, bien podía irse al teatro. Cerca éste del Fuerte, con unas puertecicas que obligaban al concurrente a clavar la barba en el pecho al penetrar en un vestíbulo de circo, ofrecía en su interior a la claridad dudosa de un gran disco de candilejas el aspecto de un retablo corregido y aumentado de maese Pedro, dada la perspectiva del escenario, el género del espectáculo y el vestuario pintoresco de los cómicos de la legua que declamaban a asfixiarse, más que en beneficio de la pieza clásica en el interés del aplauso. La asistencia del gobernador y de los jefes superiores en los palcos, así como la de damas principales engalanadas de prendas de oro y brillantes que hacían juego con las presillas, medallas y galones militares, y correspondían al frac y chaleco blanco de raso de los caballeros, daba tono al centro y poderoso estímulo a los personajes que se movían desaforados en las tablas. Mientras en éstas se mutilaba sin piedad a Calderón de la Barca, sorbíase rapé con disimulo y funcionaba el catalejo.

Aparte de este inocente entretenimiento, el bello-sexo tenía también el de bailes y saraos para resarcirse de las largas horas de oratorio y místicas vigilias en rosarios y misas de alba. Desplegaba en esas exhibiciones, no muy frecuentes, en la casa de gobierno o en la capitular, lujo extremo y buen gusto; descollando las cabezas y bustos hermosos con el peinado a lo María-Luisa, los pies pequeños dentro del zapato blanco con flores de oro y los brazos de formas tornátiles, cubiertos a mitad por el guantelete fino. Los rulos naturales y perfumados jugaban al descuido, rozando a la pareja en la contradanza y el minué, y domeñaban suaviter in modo la soberbia del conquistador. De ahí que, al bailarse luego las reposadas cuadrillas, los rostros lusitanos aparecieran encendidos. Este efecto de los «tirabuzones» solía así ser superior al de la mirada y la sonrisa.

Los centros escogidos para los hombres, eran los cafés. En salones estrechos y bien ahumados por el tabaco, reuníanse en las primeras horas de la noche y platicaban sobre los asuntos de interés preferente, con la mesura que las circunstancias exigían. Hacíanse también tertulia en varias casas particulares de españoles viejos y de «lagunistas» decididos, o sea partidarios de la anexión. El pro y el contra en estas reuniones aristocráticas, llegaban a asumir proporciones de disputa de barrio; pues, como en toda época difícil, todos tendían a buscar en la escena su colocación más conveniente.

En la calle denominada más tarde de Treinta y Tres, extendíase hasta una y otra costa del río una línea de casuchas, cobertizos y barracas, -moradas de gente pobre. Olíase en todo ese trayecto a palometa y pescadilla de rey, y exhibíanse a los ojos de los transeúntes remangas, aparejos y redes de jorro, cañas y relingas, piolas y plomadas, así como hombres descalzos cargados de palancas y de peces. Más interesante que todo eso, a no dudarlo, según la tradición, era la abundancia de rostros lindos en la prole femenina; afirman que allí brillaban tantos ojos expresivos y lucíanse tantos gentiles cuerpos, que la galante oficialidad portuguesa afluía en masa al barrio de los pescadores con el intento de bucear en la seguridad de encontrar perlas.

Hacia la parte del mediodía, a poca distancia, la escena cambiaba por completo: chatos edificios dispersos de ladrillo desnudo en callejones tortuosamente delineados, eran madrigueras de negros africanos y de zambos, donde se bailaba a la luz del candil -única que en ciertas noches hendía a trechos las tinieblas después del toque de queda. A este barrio costanero concurría con guitarras el peonaje de carretas del hueco de la Cruz, para mezclar a sus hábitos de campo un poco del placer de poblado, refinando en algo el gusto silvestre con la tosca golosina del suburbio: germinación y principio del tipo híbrido que había de desarrollarse y difundirse paulatinamente en las afueras en el andar del tiempo, sin llegar al nivel del hombre de ciudad ni ponerse a la altura del gaucho altanero. El baile de «candil», debía ser el precedente forzoso del baile de «academia». El tipo primitivo empezaba a derivar por ley de evolución y, como el avestruz macho, incubaba sin saberlo el huevo del «compadrito» al calor del vaho del conventillo y del sensualismo grosero.

En cambio de estas clases que no se alzaban del nivel común por la naturaleza del sistema imperante y la índole misma de su origen, coexistían otras dos sin excluirse ni chocarse; por el contrario, vinculadas sólidamente, mantenían el equilibrio de los intereses económicos y financieros, sustentando con sus robustas fuerzas las situaciones más difíciles, como que eran las que explotaban las fuentes de la producción y el trabajo. Bajo tal forma debían reputarse los comerciantes y ganaderos o hacendados. Los primeros constituían una clase verdaderamente privilegiada, formando con las segundas un rango superior; teniendo como reglas de procederes, viejas leyes y estatutos coloniales que se consideraban en su aplicación como inviolables. El tribunal del Consulado había dado, en su carácter de institución excepcional, seriedad y tono a este gremio; el que, por otra parte se imponía por sí mismo, a partir de la proverbial honradez de sus actos.

Si bien eran limitados los capitales en giro, llenaban por completo las exigencias del mercado; y aún se atesoraba, sin tirantez ni usura. Los estancieros, dueños de la grande propiedad, -no conocida entonces la pequeña sino en reducida escala y, por lo mismo, embrionarias la agricultura e industrias accesorias,- constituían a su vez un factor poderoso, y quizás la piedra angular de la vida económica. De tal modo primaba como industria el pastoreo, que las demás, sin excluir la de transportes tan necesaria a su incremento, nacían y se desarrollaban anémicas, -ya que no se extinguieran en breve tiempo-, como las plantas que brotan a la sombra del «yatay» o del «ahué» legendario.

En esas grandes propiedades, -a veces comarcas enteras,- pacían numerosos ganados, que cuidaban pastores de índole tan bravía como la de los mismos toros indómitos. ¡Las soledades nivelaban los instintos! Sustraíanse por épocas inmensos rebaños; consumían multitud de reses los ejércitos; ocultábase en los montes por falta de rodeo la flor misma de la hacienda vacuna; -pero, todo eso no disminuía de una manera sensible la cantidad enorme de animales útiles esparcidos en abruptas sierras y feraces como una bendición del suelo. La riqueza pecuaria pues, merecía ser calificada de don natural, desde que en nada se hacían sentir por entonces la previsión y el cuidado para su aumento, mejoramiento y cruza. El crecimiento espontáneo suplía el esfuerzo del hombre, y no importaba mucho al grande propietario que un tercio de los novillos gordos se hubiesen hecho cimarrones, y que la lana de sus ovejas fuese ordinaria y tosca, y llevase de adorno mil abrojos y flechillas. ¡Cosas del tiempo, y virtudes del clima!

Por no desautorizar sin embargo, el sentencioso dicho de que el ojo del amo engorda el buey, casi todos los hacendados abandonaban la ciudad en ciertos meses del año, acompañados de sus familias, para ponerse al frente de sus estancias y vigilar de cerca las faenas, tomando en ellas alguna parte activa. Aparte del móvil del interés, cedíase también a un hábito consagrado, cual era el de procurarse el aire libre y los placeres campestres en la estación estival. La atmósfera de Montevideo durante los calores, y la falta de mayores alicientes dentro de la esfera de una existencia rutinaria, agravada por el sistema opresivo de los dominadores, impelía a los nativos a alejarse sin pena en busca de goces más tranquilos. De ahí que los hacendados, aun a riesgo de contrariedades frecuentes por el estado de desasosiego en que se encontraba la campaña, pasasen largas temporadas en sus establecimientos, -invierno y verano, a veces; más dispuestos a sufrir aquellos que a vegetar en una atmósfera, viciada, tolerando en silencio actos depresivos de gobierno y miserias de cortesanos.

¡Siempre se respiraba en los campos un aire puro, y la pluma de ñandú se agitaba al soplo del pampero en la cabeza de los caciques!