XVII

8 de Junio.- Obligado a reflejar en estos papeles, con mis particulares andanzas, algo de lo que anda o corre en tomo mío, diré que la expedición que hemos mandado a Italia en socorro del Soberano Pontífice continúa moviendo la opinión y dando mucho que hablar. Considérase afortunado todo aquel madrileño que puede mostrar una carta de Reina, de Estébanez Calderón, de Lersundi o de Arteche, describiendo la marcialidad y gallardía de las tropas en el acto de recibir la papal bendición, y manifestando las ganas que tienen de batirse y acá volver cargaditos de laureles. Sobre este particular, mi buena madre ha escrito a María Ignacia lo que a la letra copio, reflejo del popular sentimiento: «Y de la Cruzada que habéis mandado a Italia para reponer al Papa en su Silla, no te digo más sino que me pasé la tarde lloriqueando; tal efecto me hizo el relato que trae el periódico de la bendición de Su Santidad a las tropas, cosa grande, hija, cosa sublime, que a todos los españoles debe llenarnos de satisfacción y júbilo. ¿Qué más podían ambicionar nuestros militares? Me los figuro locos de alegría, deseando que les den la voz de fuego y de ataque, para no dejar títere con cabeza, y dar cuenta de toda esa caterva de anárquicos, infieles y republicanos que le han usurpado al Pontífice su bendito reino. Digo yo que si los soldados españoles han sido y son de suyo valientes, como hijos, hermanos y sobrinos del Cid Campeador, y no han menester de bendiciones del Papa para vencer a todo el mundo, ahora que les cae tan de cerca y como de primera mano el rocío celestial, su arranque y bríos serán tales que no habrá poder humano que les haga frente. El cartaginés y el romano, el celtíbero, el godo y el sarraceno de que nos hablaba el pobrecillo Miedes, que de Dios goce, serían ahora niños de teta delante de nuestra milicia. Pienso que cuando esta leas, querida hija, habrán llegado a Madrid noticias de alguna tremenda batalla en que no queden ni los rabos de los Garibaldis y Mazzinis... Ya estoy viendo al gran Pío entrando triunfalmente en Roma en brazos de los Córdovas y Lersundis, que ahora son los caballeros o paladines de Dios... Hemos de consagrar, hijita del alma, nuestro sufragio y nuestras oraciones a los pobrecitos que han de morir, pues muertes habrá, que ellas son inseparable calamidad de las guerras. Y no es bien que nos metamos en averiguaciones del por qué permite Dios peleas sanguinarias entre los hombres, pudiendo arreglar las cosas con sólo su querer. Tratándose ahora de poner en su Silla al que es Vicario del mismo Dios, parecía natural que Dios, en este caso juez y parte, dispusiese hacer polvo a los malos sin sacrificar la vida de los buenos. Pero ¡ay! la semejanza de esta campaña por la Fe con las comunes querellas entre naciones, más debe maravillarnos que confundirnos, pues lo que hay es que Dios abandona su causa a los humanos, y es grande orgullo que sea España la que ahora pelea por Él... Ya estoy viendo, hija mía, los beneficios que van a llover sobre nuestra Nación por esta Cruzada. En premio de haber salido a su defensa, el Señor nos dará la paz en todo lo que resta de siglo, y si me apuras, por el que viene; y a nuestra Reina piadosa colmará de venturas, y al Rey muy pío otro tanto, y les concederá numerosa y masculina sucesión para dicha del Reino; y entre todos los Ministros y magnates que habéis dispuesto la Cruzada repartirá felicidades, buenas cosechas, suerte en los negocios y demás cosas buenas.

Hija muy amada, ya espero todos los días la noticia de tu alumbramiento, y lo veo tan feliz que más no puede ser. Dios y la Santísima Virgen te asistirán. Y como Pepe me ha dicho que me mandará la noticia por el telégrafo del Gobierno, no hago más que mirar a la torre que tenemos en el alto de Baides a ver si hace alguna garatusa con las bolas... Yo no lo entiendo; pero como el telegrafista D. León Preciado me ha prometido que me comunicará la noticia tan pronto como llegue, en él descanso, y no hago más que pedir a Dios que te dé un buen cuarto de hora. Supongo que en estos días estarás muy molesta... Llévalo con paciencia, niña mía, y no dudes de la completa felicidad del suceso. Verás como no me equivoco en lo que te anuncié, y para que no lo olvides y cobres ánimo, te lo repito: Tendrás hijo varón, tan robusto y sanote que si te descuidas la emprenderá contigo a bofetadas a poquito de nacer. Será tan guapo que las muchachas, en su día, se volverán locas por él, y sacará todo el talento de su padre, y todita tu bondad, tu prudencia y tu gracia. Apúntalo, hija, para que veas que acierta y no se equivoca en un solo punto de estas adivinanzas vuestra amante madre -Librada».

12 de Junio.- Agustín y D. Feliciano me notifican que ya parieron los de Tolosa el embuchado de mi elección. Me imagino los terribles incidentes del acto, tantas firmas en el Ayuntamiento como colegios electorales componen el venturoso distrito, descanso de las urnas, que no habrán tenido que indigestarse de papeletas; algunos vasitos de sagardúa empinados a mi salud por los muñidores electorales de cada barrio, y luego un acta más limpia que la cosa más limpia del mundo, la cual es, según el gracioso marqués de Albaida, mi amigo, el bolsillo de los contribuyentes. Aunque tengo bien aprendida mi lección política, me advierte Agustín que estoy obligado a votar siempre con el Gobierno, salvo en alguna cuestión vascongada que pudiera surgir, y en caso de disidencia, votar con Sartorius, como fiel parroquiano de su iglesia... No puedo seguir. Me llaman de mi casa. Ya me figuro... Abandono mi confesonario, la biblioteca del Congreso...

15 de Junio.- El día 12, a las tres de la tarde, salió mi mujer de su cuidado con felicidad y presteza, que parecieron maravillosas al propio Corral. Según este, que presidió el acto en nombre de Esculapio, y mi suegra, que al mismo llevaba su conocimiento práctico y el maternal cariño, no se ha visto alumbramiento más fácil y espontáneo, ni primeriza más valiente, ni criatura más desahogada que la que Dios me ha dado por hijo. Sus primeros berridos revelaron un carácter impetuoso, dominante, que no admite objeciones a su potente albedrío. Mi suegra observó que cuando lo fajaban después de lavarlo, daba manotazos como un atleta del circo, y que su robustez es lo mismo que la de un aguador. Mi mujer dice que es muy pillo, y que le da unos tremendos estrujones con aquellas manazas. No necesito contarle a la Posteridad mi satisfacción, mi orgullo, mi gratitud a Dios, omnipotente y próvido; ni afirmar que se centuplica el cariño a mi mujer por los extraordinarios bienes que me ha traído, entre ellos la inefable dicha de ser padre, cabeza de familia, dicha que las redondea y resume todas, así las espirituales como las del orden social, así las que tienen su raíz en el corazón como las que extienden por todo el ancho campo de la vida sus lozanas ramificaciones.

Tres días he permanecido junto a María Ignacia sin separarme de ella un instante, platicando del chiquillo y de lo bravo y jacarandoso que viene. Bien quisiera criarlo, y asegura que le sobra lozanía para ello; pero los abuelos y yo entregamos el heredero de Emparán a la opulenta ubre de una de las dos amas alcarreñas enviadas por mi madre. No debe exponerse mi esposa a los peligros y pejigueras de la lactancia, ni ello estaría, como dice mi suegro, en armonía con su posición...

Si hoy he tenido que abandonar mi grato puesto de honor y de alegría junto a María Ignacia, débese al enfadoso deber de jurar mi cargo en este maldito Teatro Congreso. Tres días ha, me estrené de padre de familia; hoy me estreno de padre de la patria. Una vez prestado, con la debida solemnidad, de rodillas, la mano sobre los Santos Evangelios, el juramento que confirmaba mi investidura, pasé a sentarme en los escaños, prestando voluble atención al rezo perezoso con que aquellos señores, mis compadres de la patria, en corto número allí reunidos, examinaban y discutían los Aranceles de Aduanas; y fue tal mi embeleso ante tan entretenido asunto, que habría caído en profundo sopor si no escapara del salón, buscando mayor amenidad en el de Conferencias, ancho vestíbulo de lo que ha de ser teatro. Allí me encontré a mi caro amigo Federico Vahey, diputado por Vélez-Málaga, el hombre de mejor sombra de este Congreso, el que con sus oportunidades y agudezas ameniza las soñolientas páginas del Diario de las Sesiones; y sentándome con él en un diván excéntrico, pasamos revista al nutrido personal de periodistas y diputados que allí bullía. Después de apurar graciosos comentarios de aquel vano tumulto, y de trazar con fácil palabra retratos breves de este y el otro, díjome Vahey que lleva una exacta estadística de los representantes del país que gastan peluca, los cuales no son menos de diez y siete. Con disimulo me los designa en los grupos próximos, sin cuidado en los distantes, para que yo aprecie la variedad de color y estilo de aquellos capilares artefactos, que tapan calvas venerables. La primera peluca que me hace notar es la de Pascual Madoz, rubia y con ricitos, como las que las beatas suelen poner a San Rafael o al Ángel de la Guarda; veo y examino después la del Sr. Maresch y Ros, diputado por Barcelona, excelente persona, de notoria honradez y trato muy afable, mas de un gusto marcadamente catalán en la disposición de sus pelos postizos. Muy bien hecha y ajustada, hasta parecer cabellera de verdad, es la falsa de Martínez Davalillo, representante de Santa Coloma de Farnés; pero no puedo decir lo mismo de la del Sr. D. Joaquín López Mora, de un gris polvoroso, y con bucles que parecen serpientes; ni merece mejor crítica la del Sr. Ruiz Cermeño, representante de Arévalo, que parece de hojas secas. Pero después de bien vistas y examinadas todas, asignamos el primer premio de fealdad a las que ostentan los dos hermanos Ainat y Funes, el uno diputado por Pego, el otro no sé por dónde, las cuales, sobre ser mayores que el natural, imitan en su bermeja color tirando a rucia, las greñas del león viejo del Retiro. Ved aquí en lo que nos entreteníamos dos descuidados padres de la patria, novel el uno, corrido y desengañado el otro.

No quise volverme a casa sin echar otra ojeada al Salón de Sesiones, por ver a qué alturas andaba la divertidísima cuestión de Aranceles. Ante una docena de diputados soñolientos, hablaba un orador de alta estatura, ya viejo, de bella fisonomía y cabellos blancos naturales, vestido con luenga levita de corte inglés, muy elegante, la palabra tan pronto atropellada como premiosa, el gesto vivo, tendiendo con facilidad a descomponerse. Era Mendizábal.

En el momento de mi entrada en el Salón, decía: «Yo, señores, repitiendo lo que ayer tuve el honor de manifestar al Sr. Infante, soy partidario del libre comercio; pero no desconozco que en espera de tiempos mejores, hemos de conceder a nuestra industria una protección prudente...». Después se metió en un laberinto de cifras, en el cual no pude seguirle. Entendí que hacía estudio comparativo de la fabricación algodonera en Inglaterra y en Cataluña. En el Banco Negro, o de los Ministros, sólo estaba el Sr. Mon, con benévolo cansancio, mirando al orador, y denegando alguna vez con signos de cabeza, o con un sonreír bonachón. En el banco de la Comisión, había dos individuos, el señor Amblard y otro que no conozco (me parece que era el Sr. Barzanallana, pero no puedo asegurarlo), ambos de bruces en el respaldo delantero, o sea el Ministerial, en actitud de hastío. Entre los diputados que escuchaban al orador vi a Gonzalo Morón, que a todo atiende, de todo habla y en todo ha de lucir su ingenio fecundo; Sánchez Silva, que no pierde ripio en las cuestiones de Hacienda; Madoz, que entró poco antes que yo, y D. Alejandro Oliván. Los demás, como el gotoso Sr. Álvaro, director de Aduanas, y el Sr. Canga Argüelles, que, según creo, es director de Fincas del Estado, dormían una siestecita o escribían en sus pupitres. Detúveme un rato, atraído de la familiar sencillez de aquel cuadro que me pareció interesante, y no pude menos de contemplar con tanta tristeza como admiración al hombre de voluntad atlética, que expresaba su pensamiento rodeado de un silencio tedioso y de una desatención lúgubre, ante unas cuantas personas que representaban a la generación heredera de la suya... Por fin, oí decir a Mendizábal tras un leve suspiro: «Y no sigo, señores diputados, porque el Congreso está fatigado, con razón fatigado de este interminable debate... y yo también lo estoy». Recogiendo con ambas manos los largos faldones de su levita, se dobló despacio para sentarse. Como entonces le veía yo por primera vez en mi vida, me pareció que buscaba el descanso como todo aquel que cree haber hecho grandes cosas.

El Vicepresidente, Conde de Vistahermosa, a quien faltaba poco para descabezar un sueñecico, levantó la sesión.

20 de Junio.- Ayer volví al Congreso porque era día de Secciones y querían meterme en una comisión de importancia. Fuera de este motivo, relacionado con mis altos deberes, vine por el gustillo de oír a Olózaga, que hablaba por primera vez después de su vuelta de la emigración, y aunque el asunto en que había de intervenir era la enojosa y nunca terminada cuestión de Aranceles, se creyó que de esto tomaría pie para un discurso político de sensación y bullanga. Hubo, pues, plena entrada y concurso de gente política o de afición, y las tribunas, que aquí son palcos, se habían llenado dos horas antes de la hora reglamentaria. Ya después de las cinco empezó el célebre agitador progresista su discurso, que como retórica parlamentaria me pareció admirable, oración capciosa en que los derechos de Aduanas eran un pérfido artificio combinado con arte sagaz para producir gran cisma y confusión en la inquieta mayoría. Gracias que el Gobierno anduvo listo y acudió con remedios oportunos a componer el cotarro. Terminado todo con menos rebullicio de lo que se esperaba, no pude consagrar el resto de la tarde al recreo de mi confesión, porque se me atravesó inopinadamente una eventualidad que no sé si llamar feliz o adversa, y que debió de ser obra de un diablillo chancero, a juzgar por la extraña mezcolanza de sorpresa, sobresalto y alegría que ante ella sentí. No había concluido D. Salustiano su perorata, cuando un ujier me entregó un papelito enviado desde las tribunas. Era de una señora que me suplicaba subiese a verla antes de que terminara la sesión. Leer la esquela, alzar la vista hacia el palco frontero y ver a Eufrasia, que en aquel instante me miraba risueña, llevándose a la mejilla su abanico cerrado, fue todo uno. No había escape. ¿Cómo eludir, sin pecado de grosería, un reclamo tan halagüeño? Pensé que algún asunto más importante para ella que para mí quería comunicarme la señora de Socobio, y con esta idea tomé la resolución de acceder a su ruego; así, en cuanto Olózaga se sentó, levantéme yo, y al palco me fui derecho. Salió a mi encuentro la dama, y en el antepalco, que es de los mayores en este soberbio edificio teatral, fuí recibido sin ceremonia, ambos en pie porque no teníamos donde sentarnos. Como las demás señoras no se habían movido de su sitio, atentas a la respuesta que daban a Olózaga los oradores de la comisión, pudimos hablar lo que fielmente copio:

«Ante todo, amigo mío, abra usted de par en par su alma para recibir mis enhorabuenas; ábrala mucho, porque si no, no caben. Ya es usted padre; asegurada está la sucesión de su casa y familia... Créalo: he tenido un alegrón muy grande. Ya sé que la madre y el niño siguen muy bien: él como un ternero, ella como una excelente vaca. Ya tiene usted todo lo que deseaba: un hogar feliz, una posición independiente... Con lo que no estoy conforme, es con que me le hayan metido en política, trayéndole a esta farsa del Congreso. Porque esto es una mascarada, y si no sirve usted para dar bromas, vale más que se largue de aquí».

Díjele que yo tomaba la política a beneficio de inventario, o con un simple fin decorativo; que mi hermano Agustín y Sartorius me habían dado la investidura, propiamente así llamada porque era como ponerse un vestido elegante, o un lucido uniforme social. A esto respondió con gracia:

«El traje ha de resultar molesto para quien se lo pone sin la mira de hacer el papelón. Esto es muy bueno para los que buscan el negocio; pero los que ya lo tienen hecho no vienen aquí más que a servir de comparsas... Vamos, no me mire usted tanto: creeré que estoy hecha una visión.

-Es todo lo contrario. La encuentro a usted guapísima.

-Un poquito flaca.

-Propiamente flaca no: con tendencias a la estabilidad de formas, y a no engordar... En el rostro no hallo variación: solamente los ojos me parecen más grandes, más soñadores... o soñolientos...

-Pensé que iba usted a decir que estoy ojerosa. Eso no: duermo perfectamente, y no lloro nunca ni tengo por qué».

Reparé en su traje elegantísimo, de batista de Escocia chaconada, con fino dibujo verde musgo sobre fondo blanco; el sombrero de paja gruesa de Italia, con lazos y flores de tafetán de los mismos tonos. El ajustado cuerpo en forma de blusa marcaba su inverosímil talle gentil, unión de las abultadas zonas del seno y caderas.

«Ya habrá usted comprendido -prosiguió- que no te he llamado exclusivamente para darle mis parabienes. Tenemos que hablar un poquito... pero aquí no puede ser. Cuando se levante la sesión, véngase a dar conmigo una vuelta por la Castellana. Mi coche está en esa calle por donde se sube a la parroquia de Santiago. Allí le espero... Y ahora, no se entretenga más. Ya suena la campana llamando a votación... También aquí tengo yo que ser su maestra, instruyéndole en las obligaciones parlamentarias. Ese cencerro convoca a todo el ganado de la mayoría para que vote lo que manda el Gobierno. Vaya usted, corra, y lleve preparado el sí o el no, según lo que sea... Con que ¿le espero en mi coche?».

Mirando cara a cara el peligro y sobresaltado de la atracción que sobre mí sentía, contesté que daríamos la vuelta en la Castellana... una sola vuelta, todo lo más dos... Media hora después navegaba yo en el coche, y por cierto que al entrar en él iba ya un poquito mareado.