XV

-Este Santana me gusta -nos dijo Narváez cuando nos sentábamos a la mesa-. Es hombre de gran mérito; es un inventor que adivina alguna cosa que no se ve y que él quiere descubrir; confía en sí mismo; no tiene capital: él lo creará con cuatro pedazos de papel y una piedra litográfica... y con la paciencia de todo el mundo, ¡carape!, pues el maldito pone a contribución a cuantos podemos darle alguna noticia, y hasta que no aflojamos la mosca no nos deja en paz... Pero con eso y con todo, este hombre es una voluntad, y merece que se le proteja... Le conozco desde que empezó. Me ha dado algunas jaquecas...».

Luego me contó San Román este pasaje delicioso de las relaciones de Narváez con Santana. «En los primeros días de la Autógrafa, se le fue la mano al periodista apreciando ciertos actos del General. Este, al leer el periódico bufaba como un gato. Si encuentro en la calle a ese catatintas, le deshago -me dijo. Y una tarde quiso la mala suerte del periodista que, viniendo él por la calle Mayor fuésemos por la misma calle y acera, en dirección contraria, el General y yo... Santana, con ojo de lince, le vio desde lejos y se pasó a la acera de Platerías; Narváez, que también tiene buen ojo, le sorprendió el movimiento y se fue a él como un ave de presa, y antes que pudiera escabullirse le agarró por las solapas y... yo no sé las perrerías que le dijo. El otro daba sus excusas... Realmente, el agravio era insignificante, de esos que se hacen un día y otro a los hombres políticos, censurándoles con más o menos equidad sin lastimar su honra. Seguimos calle adelante, sin que yo me permitiese hacerle ninguna observación sobre la aspereza de su genio, porque le vi sofocadísimo, y tardaba más que de costumbre en recobrar la calma. Por la noche, aquí, le noté bastante aplanado, taciturno, contestando poco y mal a los hombres políticos que vinieron a verle. Hasta con su íntimo amigo, el granadino D. Miguel Roda, estuvo muy avinagrado. A la mañana siguiente le encontré en la misma disposición de espíritu; a Bodega tan pronto le llenaba de improperios como le llamaba hijo... Bien se veía que un pesar le agobiaba; pero como es hombre de arranques, y los de sinceridad son quizás los más hermosos que tiene, así como no se le pudre en el cuerpo ningún resquemor por agravio recibido, tampoco se le quedan dentro las espinillas de los disparates que hace. Soltando un terno volviose a mí de repente y me dijo: '¡Qué me traigan a ese Santana!... Eduardito, hazme el favor de traérmele. Ayer, ya lo viste, le atropellé estúpidamente... No había motivo... Estuve muy duro... ¡Un hombre que se gana la vida sin pedir a nadie más que noticias!... Este le mete a uno los dedos en la boca, jamás en los bolsillos. Quiero hacer algo por él, y demostrarle que Narváez no es rencoroso. Dispondré que se suscriban a la Carta autógrafa todas las Direcciones Generales, a más de los Ministerios... y se recomendará la suscripción a todos los jefes políticos y a los cuerpos del Ejército'... Con que ya ves si el hombre es de buen natural. Esto pasó tal como te lo cuento». Era en verdad un rasgo que descubría la integridad del carácter, una línea que era toda la figura.

Durante el almuerzo, del que participaron también San Román y el ayudante, nada nos dijo el Duque digno de que yo lo mencione. El hábito del gobierno le había curado de sus resabios expansivos, y comúnmente, como alguna cuestión picante no excitara su nativa franqueza, nada decía que debiera reservarse. De los diversos asuntos políticos o internacionales que estaban, como suele decirse, sobre el tapete, apenas habló; ocupose más de nosotros que de sí mismo, pidiéndonos noticia de la sociedad que frecuentamos, y distinguiéndome a mí con sus finezas. No sé si debo contar como tal la insistencia en darme la denominación de pollo, que me pareció de notoria impropiedad, pues aunque soy joven efectivo, por razón de mi estado y circunstancias no pertenezco a la juventud suelta y de cascos ligeros designada vulgarmente con aquel término gallináceo. Este se aplica hoy sin ton ni son, y significa frivolidad, corbatas de colorines, primeros pasos en cualquier carrera; significa infatigabilidad en el baile, lanzándose a la moderna polka con vértigo y furor, audacia en los amores, atreviéndose con las damas de alto copete, alegría decidora, jactancia de los triunfos cuando los hay, resignación en las calabazas; significa el desprecio del romanticismo y la repugnancia de venenos y puñales. El llamar pollos a los muchachos es uso moderno, y data del 46; lo inventó, que invento es la novísima aplicación de las cosas, así vocablos como fuerzas naturales, una dama muy linda, en una reunión aristocrática, no sé si en casa de Montúfar o de Montijo, o de Santa Cruz (averígüenlo los eruditos). Oía esta señora las arrebatadas declaraciones de un jovenzuelo tan elegante como atrevido, y aunque las oía con agrado, hubo de contestarlas con una negativa graciosa. El mancebo, que no era bastante fino para guardarse el no sin más explicaciones, pidió a la dama razón de su desvío, y ella, tomando el brazo de un señor maduro (cuarenta años), le dijo: «¿Por qué? Porque es usted todavía demasiado pollo». La frase fue de las que caen en terreno fértil: hizo fortuna, sin duda como flor nacida en tales labios, y no tardó en extenderse rápidamente al lenguaje común. Bautizados por la hermosa dama, nombre de pollos tuvieron ya para in aeternum todos los jovencitos bien vestidos y arrogantes que buscan dotes o pretenden los favores de mujeres hechas, más o menos casadas, bien o mal avenidas con sus esposos. Ha llegado a tener un uso constante y amaneradísimo la palabreja: a mí me llamaron pollo desde que vine de Italia hasta que me casé. Después del cambio radical de mi posición, nadie me ha llamado así más que Narváez, del cual me ha dicho San Román que aplica el mote a muchos que ya gallean. Para él son todavía pollos Cumbres Altas y Pepe Casasola.

Otro toque del General. A mitad del almuerzo noté que no le parecía bastante bueno el vino que bebíamos. «Tráenos el borgoña del año 4», dijo a Bodega que hacía de maestresala, tan imperturbable, metódico y puntual en estas funciones como en todas las demás de su omnímodo servicio. Sin mirar a su amo, ni alterar ningún rasgo de su fisonomía, que era siempre de palo, Bodega contestó: «El borgoña se guarda para las comidas de etiqueta». Yo temblé; no me atreví a mirar al Duque, creí que ya volaba un plato desde la mano del anfitrión a la cabeza del criado; pero no cruzó los aires más que esta frase con que el General nos explicaba su mansedumbre, después de mirar compasivamente al gran Bodega: «A este bruto hay que matarlo o dejarlo».

Servido el café, mandó poner junto al balcón una mesita, y me hizo señas de que allí nos apartáramos para tomarlo juntos y solos. «Vaya -pensé yo-, ahora me dirá lo que resta, pues ya no tengo duda de que hay segunda parte». En efecto: no tardó el hombre en explicarse. Ved aquí cómo: «Pues hay conspiración, pollo, por más que usted no se entere bien de lo que se habla en su casa. ¿No va usted por la de Socobio, Saturnino? ¿No frecuenta usted la de Socobio, Serafín, que hoy vive en las habitaciones altas de Palacio?». Díjele que muy rara vez voy yo a esas casas, y siempre de visita, acompañado de mi mujer, a lo que él replicó: «Pues en este mal negocio anda, como portadora de recaditos y de instrucciones, una señora que... no es ofensa, pollo... una señora que, según públicos rumores, ha tenido y tiene amistades íntimas con usted». Al oír esto me turbé un poco. Si se refería el General a Eufrasia, podía ser verdad que esta señora conspirase; mas no lo es que tenga conmigo las concomitancias de hecho que el vulgo supone.

«¿Qué señora es esa, mi General? Creo que a usted le han informado mal.

-La de Terry, hijo... ¡Si es más conocida que la ruda!... Pero ¿se hace usted el novicio, o cree que yo lo soy?...

-Yo le juro que...

-¿Pero es de veras?... Vamos, ahora que es usted hombre de arraigo no quiere ponerse a la altura de su reputación».

Le conté ingenuamente el caso, mi amor por Eufrasia, mis largas esperas, y por fin, mi retirada honesta al campo de la fidelidad conyugal. No me creía. Riendo me dijo: «¡Pamplinoso!... Pues quien lleva el alza y baja de estos enredos me había asegurado que no era usted solo... porque esa no está por exclusivismos, ¿sabe usted?... Es de las de ancha base, como el Ministerio que quiere Pacheco, donde entran todos... Otra: también oí que se jacta de haber hecho la boda de usted.

-No es cierto, mi General -respondí, molesto de tener que dar tales explicaciones.

-Ahora resulta que este pollo cándido y honesto no se entera de nada. ¿No sabe tampoco que Eufrasia y una tal Rafaelita, hija de uno que fue jefe político en tiempo de Espartero, son los correos de gabinete que llevan a la casa de Socobio y al palacio de usted las órdenes de otra casa más grande?

-No lo sabía, mi General.

-¿Y también ignora que esta y otras andan ahora continuamente entre curas?

-He observado en esa, como en otras amigas mías, un furor de moda religiosa, y demasiada querencia de los altares, sacristías y confesonarios.

-La manchega y su editor responsable, Socobio, confiesan ahora con el Padre Fulgencio.

-Sé que el escolapio es muy amigo de esa familia.

-Pues siento mucho que no se haya usted arreglado con esa señora, pues de usted pensaba valerme para hacer entender, tanto a la Eufrasia, como a la Rafaela...».

Detúvose y lanzó un terno de los garrafales acompañado del destello iracundo de sus ojos, y seguido de esta explosión: «Como me llamo Narváez, que no quisiera morirme sin coger un barco viejo, de los más viejos que tenemos en los arsenales, y llenarlo de estas beatas... y mandarlo bien abarrotado de ellas... ¿Qué Canarias ni qué Filipinas?...¡a las islas Marianas!».

Dando un golpetazo en la mesilla, levantose repitiendo: «¡A las islas Marianas!». Recorrió una y otra vez la estancia, corajudo, apretando las mandíbulas y mascando el cigarro, y sus labios escupían el nombre de aquel remoto archipiélago: «Marianas... Islas Marianas...».

Pasado lo más vivo del arrechucho, volvió a mi lado y prosiguió así: «¿Tienen algo que echarme en cara como jefe de un Gobierno que está obligado, como todos, a mirar por los intereses eclesiásticos? Hablo de intereses, porque de Fe y de Principios no hay que hablar, que católicos el que más y el que menos somos todos aquí. ¿No he mandado un ejército a Italia para restaurar a Pío IX en sus Estados, que le birlaron los demagogos de Roma? ¿No estoy dispuesto, luego que el Papa recobre su Silla y en ella esté bien seguro, a tratar con él del nuevo Concordato, cediendo en todo, y haciéndolo a gusto de nuestras reverendas beatas, y de nuestros venerables obispos, y de nuestros convenidos de Vergara, y de nuestros apreciabilísimos compradores de bienes del Clero?... No me digan a mí que estos quieren el Régimen: en esa intriga no hay más que Carlismo, Montemolinismo... Parece que aquí todos están locos... locos los de abajo, locos los de arriba y los de más arriba... Créalo usted: a veces, metido yo en mí mismo, me pregunto: ¿Pero seré yo solo el cuerdo entre tanto tocado, y mi papel aquí es el de rector de un manicomio?... ¡España y los españoles! ¡Vaya una tropa, compadre! Aquí, el Gobierno no halla día seguro; aquí es imposible acostarse sin pensar: ¿qué absurdo, qué disparate nos caerá mañana? Y se da usted a discurrir cosas raras, y nunca acierta. Mil veces me digo yo: ¿tendrán razón los anárquicos? ¡Porque mire usted que tenemos cosas, carape! El que inventó el llamar cosas de España a todos los desatinos que da de sí esta Nación, ya supo lo que decía... Y aquí no se puede gobernar porque nadie está en su puesto, nadie en su obligación y en su papel, sino todo el mundo en el papel de los demás. Como que hay quien conspira contra sí mismo, sí, no lo dude usted, quien se entretiene en destruir su propia casa... labrada, Dios sabe cómo, con esfuerzos... que me río yo...! ¡Ay, pollo! usted no es militar, usted no ha hecho la guerra, peleándose con otros españoles por un sí y un no; usted no se ha metido hasta la cintura en ríos de sangre. ¿Y todo para qué? Para que, a la vuelta de algunos años de lucha y de otros tantos de celebrar la victoria con himnos y luminarias, nos encontremos como el primer día... ni más ni menos que el primer día, creyendo, como antes se creyó, que puede venir el Zancarrón, y que aquí no ha pasado nada... Lo que digo: todos locos...».

Comprendí que el General, en esta familiar y quizás indiscreta expansión de su ánimo, sólo mostraba una mínima parte de su pensamiento. Oyéndole por primera vez en mi vida, parecíame ver en todo su desarrollo la procesión que le andaba por dentro. Acordeme de un concepto enigmático de Miedes, que así dice con enrevesado estilo: «Gobernáis atado de pies y manos, con ligaduras palatinas, y os estorba el paso y el gesto la polvorienta madeja de supersticiones, o de místicos escrúpulos que descienden de la altura como telarañas de los tiempos...». Esta monserga del sabio atenzano, que copio de memoria sin responder de la exactitud de su fraseología, ya no me parece tan estrafalaria.

«Dispénseme usted, pollo, que le haya molestado -me dijo después-. Y admitiendo que su dominio sobre esa viborilla de la Socobio no es como creí, bien podrá valerse de algún medio, como su pretendiente y adorador que fue, para persuadirla de que ella y su amiga la Milagro corren el riesgo de salir un día codo con codo entre guardias civiles... No es broma, no... Yo soy capaz de eso... Que me busquen el genio y verán... Las contemplaciones tienen un límite. O gobierno como se debe gobernar, o me voy a mi casa. Tener fama de duro y no serlo es gran tontería. Exigirme que lleve a todo el mundo derecho, ir yo más derecho que nadie, y que se me tuerzan los que a todos deben darnos ejemplo, es fuerte cosa...». Algo más entre dientes dijo que no pude entender. Hállase, sin duda, estos días atormentado por la tenaz aprensión de que no le permiten desplegar alguno de sus capitales atributos. O no le dejan ser thur, que es como decir buey (fuerte), o no le dejan ser duluth (liberal), o le estorban sistemáticamente para dar al mundo la feliz combinación de ambas cualidades. Saco de la entrevista la impresión de que es un hombre de tanta voluntad como inteligencia; pero le falta el resorte que hace mover concertadamente estas dos preciosas y fundamentales piezas del mecanismo anímico.

¿Y cómo puedo yo explicarme que viéndome aquel día D. Ramón por primera vez, dejara traslucir ante mí una parte, siquier pequeña, de sus amarguras políticas? Lo explico y razono por mi insignificancia, porque nunca fue, según mil veces oí, tan hábil en disimular sus agravios como expresivo en arrojarlos a la cara del primero que le sale. Tratando conmigo de un negocio de espionaje, sin quererlo, abandonándose a la sinceridad, se le fue un poco la mano, y como el velo que tapaba el asunto privado estaba unido por invisible alfiler al velo del público asunto, vi más de lo que el General quería que viese... Si no hubiera nombrado al Padre Fulgencio, nuestra conversación no habría salido de los términos de la gacetilla; pero en un descuido de su boca andaluza, movida siempre de la imaginación y harto abundante en amarga saliva, escupió al fraile (a quien sin duda no podía tragar), y desde aquel momento lo que sólo había sido gacetilla fue Historia... Historia no fría y colada como la que pasa a los libros, sino viva y caliente como la sangre de nuestras venas.