Narváez/XII
XII
16 de Marzo de 1849.- De tal modo absorben mi espíritu el cuidado de mi cara mitad y el problema de la sucesión, que ha de resolver María Ignacia, según los cálculos más discretos, en fines de Mayo o principios de Junio, que no hay espacio en mi pensamiento para suceso alguno de orden distinto, así privado como público. ¿Qué me importan las alteraciones de Francia, de Roma o de Hungría, ni las malandanzas del Estado español, ante este inmenso enigma del embarazo, cuyo término y desenlace feliz esperamos con el alma en un hilo? ¿Qué puede afectarme ese lejano enredo de la República Romana, ni las diabluras de los Mazzinis, Caninos y Garibaldis? ¿Ni qué atención puedo prestar a los entusiasmos de mi cuñada Sofía por Luis Napoleón, Presidente de la República Francesa, o por Manin, desgraciado Dux de la de Venecia? Y cuando mi hermano Gregorio me da irresistibles matracas por el desconcierto de la Hacienda española, ¿qué he de hacer más que abrir la oreja derecha para que salga lo que por la izquierda entró? Ya comprenderéis que de la guerra intestina que arde en Cataluña hago tanto caso como de las nubes de antaño, que lo mismo es para mí Cabrera que un monigote de papel, y que los movimientos de Pavía, de Concha o de Córdova en persecución de los facciosos no mueven mi curiosidad. Entre o salga Montemolín, lo mismo me da, por no decir que ahí me las den todas.
No me cansaré de afirmar que son cada día más vivos y puros mis afectos hacia la compañera de mi vida, y que esta ha llegado a seducirme y enamorarme con sólo el talismán de sus anímicas dotes. Diré también que mis suegros y toda la familia me quieren entrañablemente, viendo y comprobando con diarios ejemplos que hago feliz a la niña. Cuido mucho de no dar pretexto al menor disgusto de mis papás políticos, atento siempre a mi completa identificación con ellos y a fundirme en las ideas y rutinas del mundo Emparánico, sin hipocresía ni violencia. Sólo en los comienzos de mi asimilación me causaron enojo las extremadas santurronerías a que las señoras mayores me sometieron, y se me hacía muy largo el tiempo consagrado, sobre la diaria misa, a Triduos, Cuarenta Horas, o visitas a las monjas del Sacramento, de la Latina y de Santo Domingo el Real; pero a ello me fui acostumbrando con graduales abdicaciones del albedrío, hasta llegar a cierta somnolencia que se compadece con las materiales ventajas de mi posición. Por el bienestar que me rodea y las comodidades que disfruto, doy gracias a Dios y a mi hermana Catalina, sintiendo mucho no poder dárselas más que con el pensamiento, pues desde que volví de Atienza no he visto a la bendita religiosa, que ahora está rigiendo la comunidad Concepcionista Franciscana de Talavera de la Reina. Ved aquí por qué no la he nombrado en esta parte de mis Confesiones. De veras me ha dolido no encontrarla en Madrid, no sólo porque estoy privado de sus consejos amorosos, sino porque su ausencia me tiene ignorante de si recibió y acogió a los Ansúrez, recomendados por mi carta. Nada sé de esta gente, nada del noble patriarca de la tribu, nada de la sin par Lucila, y pienso que, desamparados aquí, se han corrido a tierras distantes.
Volviendo a mi nueva familia y al fenómeno de mi adaptación social, diré que fue para mí un poquito duro, en los primeros días, el trato de las personas que frecuentaban mi casa en las veladas de invierno. Poca substancia, o más bien ninguna, sacaba yo de la conversación de los respetables señores carlinos o convenidos de Vergara, a los que no creo ofender si digo de ellos que su desenfrenado absolutismo me daba de cara como un mal olor de boca. A los que ya he dado a conocer tendré que añadir alguno, si Dios me da salud y tiempo, que ostentando traje militar o civil, trae olor de curas y tipo de la Bóveda de San Ginés. Pero con todos estos tufos y apariencias desagradables, yo voy apechugando con ellos, y ya no me causan la menor molestia ni sus personas anticuadas ni sus estrafalarios discursos. A todo se hace el hombre en las diferentes situaciones a que le lleva su Destino, y por algo dice la filosofía popular: No con quien naces, sino con quien paces. En realidad yo pacía exclusivamente con mi mujer, y de este nuestro pastar reservado en el íntimo campo conyugal, nació el que yo me adaptase fácilmente a la vida Emparánica, como se verá por lo que voy a referir ahora.
Me lanzo a descubrir y delatar lo más secreto de mis conversaciones con María Ignacia. Ya en los días de Atienza, cuando nos quedábamos solos, se me quejaba de la pesadez insulsa del rosario que mi madre nos hacía rezar con ella todas las noches. Claro es que estas opiniones eran sólo para mí, y ante mi madre nada decía que pudiera disgustarla. En Madrid me manifestó las propias ideas, y una noche llegó a decirme: «El rosario me sirve a mí para pensar en mis cosas. No hay nada más propio que esta taravilla para meterse una en sí misma. Ya tengo yo mi lengua bien acostumbrada a rezárselo ella sola, y la dejo ir al compás de la cancamurria de los demás. Dentro de mí, yo solita pienso, y si viene a pelo, le pido a Dios con palabras mías lo que quiero pedirle... ¡Vaya, que si dijese yo estas cosas a mis tías, creerían que me he vuelto loca! Pues hace tiempo que pienso así; pero a nadie lo he dicho, porque la vergüenza me sellaba la boca. Como entre nosotros no hay vergüenza, todos mis pensamientos son tuyos.
Y en la noche de un día consagrado a religioso bureo, con misa solemne por la mañana, por la tarde manifiesto y procesión, y como fin de fiesta, fastidiosa charla mística del Sr. Sureda con nuestras reverendas tías, María Ignacia, cuando estuvimos donde nadie pudiera oírnos, me dijo: «Con muchos días como este, pronto se hace una volteriana, aunque yo, la verdad, no he leído a ese Voltaire ni falta que me hace. Oye, Pepe: ¿no te parece que sobre todas las estupideces humanas está la de adorar a esos santos de palo, más sacrílegos aún cuando los visten ridículamente? ¿No crees que un pueblo que adora esas figuras y en ellas pone toda su fe, no tiene verdadera religión, aunque los curas lo arreglen diciendo que es un símbolo lo que nos mandan adorar entre velas? Yo te aseguro que no siento devoción delante de ninguna imagen, como no sea la de Jesucristo, y que si yo tuviera que arreglar el mundo, mi primer acto sería condenar al fuego a toda esa caterva de santos de bulto, empezando por los que llevan ropa.
-Lo mismo pienso -le respondí-. Pero nosotros, que tenemos nuestro entendimiento limpio de esos desvaríos, hemos de disimularlo, y hacer como que no discurrimos, ni vemos más allá de las narices del Sr. Sureda, o de tu tía Josefa... Seamos cautos, mujer mía, que nada cuesta decir a todo amén, y vivir en santa paz con la familia».
Y una noche, recordando lo que desentonadamente se habló en nuestra tertulia de la situación del Papa, y de las tropas que mandaremos a Italia para restablecerle en su trono, mi mujer se dejó decir: «Ya ese bendito Conde de Cleonard me tenía estomagada con que la Iglesia debe ser maestra de la vida en todos los órdenes, con que los liberales están condenados, con que debemos traernos para acá al Papa, y hacerle cabeza de nuestra nación... Pues yo digo que si es Vicario de Jesucristo, ¿para qué necesita fusiles y cañones? Jesucristo no tuvo artilleros, ni le hacían falta para nada... Y también digo que no tuvo embajadores, ni ministros de Hacienda, ni cobraba dinero por bulas o dispensas, ni gastaba esos lujos... como que nunca se puso zapatos. ¿Lo entiendes tú, Pepe? Me dirás que no, y que tus dudas son iguales a las mías... Pero tienes razón, hijito: callémonos y hagámonos los tontos, que así nadie se mete con nosotros, y vivimos tan tranquilos».
El escepticismo de mi cara esposa no se estacionaba: era esencialmente progresivo, como se verá por los conceptos formulados hará unos veinte días: «Esto de que hemos de confesar y comulgar todos los meses me parece un abuso de nuestra paciencia, Pepe. ¿No crees lo mismo? Bueno que me hagan confesar a mí; pero tú, que eres hombre, ¿por qué has de arrodillarte tan a menudo delante de un sacerdote para contarle lo que has hecho? ¡Pues buena tendrías el alma si a cada treinta días te la llenaras de nuevos pecados! Con confesar una vez al año, o dos, vamos, bastaría, pienso yo. Claro es que salimos del paso muy lindamente. Yo de algún tiempo acá no le digo al cura más que lo que me parece. Ya te conté los disparates que me preguntó el de las Descalzas. Desde entonces hago mi composición y no me apuro por nada. ¿Y tú cómo te las arreglas con D. Sinforoso? ¿Es preguntón; es de los que se pasan de listos y quieren saber, a más de los pecados cometidos, los pecados probables, y se meten en lo que no les importa?... Verdad que tú ya sabrás desenvolverte. A buena parte van. Yo digo que la mujer casada no debe confesarse más que con su marido, si este no es un pillete, como hay muchos. A ti te digo yo todo lo que pienso; tú me dices a mí parte de lo que discurres, porque un hombre, naturalmente, debe tener alguna más libertad de pensar, y así somos felices, y nos entendemos a maravilla».
30 de Marzo.- Suspendo aquí los desenfados de María Ignacia, para dar sitio al estupendo notición de hoy. En Novara, gran batalla entre piamonteses y austriacos, vencedores estos, viéndose precisado Carlos Alberto a salir de estampía, previa abdicación en su hijo Víctor Manuel. No caben en sí de contento los de mi tertulia Emparánica, y mi hermano Agustín ya ve asegurada la paz del mundo y el orden social con este triunfo del Imperio... Ni ante la rota de Novara, que ha sido el humo en que se desvanecen las esperanzas unitarias de los italianos, entran en razón los descamisados y descalzonados de Roma, que siguen adorando a esa tarasca ebria de su República. El Papa, muy obsequiado del Rey Piísimo (Fernando II), continúa en Gaeta esperando que las tropas francesas y españolas le devuelvan sus Estados, hoy en poder de todos los demonios. Estos no van con exorcismos ni anatemas, y es menester gran cantidad de pólvora y balas para conseguir arrojarlos del santo cuerpo en que se han metido.
«¿No has reparado -me dijo anoche Ignacia-, que en casa no quieren a Narváez? Lo habrás notado sin duda. Ello está bien a la vista. Siempre que hablas de él, para elogiarle, naturalmente, o callan o salen con alguna cuchufleta... y que el Sureda las dice del peor gusto. Luego papá y las tías no pierden ripio para ponerle faltas: que si es un cascarrabias, que si no guarda la religión, que si no mira más que por sí, que si todo lo arregla con andaluzadas, que si debajo de la capa de moderado es un liberal tremendo, que si ha dicho o no ha dicho del Nuncio una frase muy fea... y no pude enterarme, porque entre sí los hombres la pronunciaron muy en secreto, y unos se indignaban, otros se reían... En fin, Pepe, que no le quieren en casa, desengáñate. ¿Sabes la que soltó esta noche D. Serafín Cleonard? Pues que la Reina ha perdido el miedo a Narváez; pero que le mantiene en el poder por meterle miedo a su marido D. Francisco y tenerle siempre en jaque... Mi tía Josefa, que, como sabes, está muy al tanto de lo que pasa en el cuarto del Rey, se echó a reír y dijo: «Ya no le temen. ¿Qué han de temerle, si el tigre va saliendo gato? Preparado está ya el cascabel que han de ponerle.
-¿Y no añadió quién es el guapo que se lo pondrá?
-Se lo calló la muy ladina. Si mañana se les va la lengua un poquito más... seré toda orejas, para grabarlo bien en mi memoria y poder contártelo».