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El testamento de Miedes, otorgado en Sigüenza veinte años ha, carecía de interés por la desaparición de los bienes raíces. Los consistentes en papel impreso y escrito pasaban a ser propiedad del Seminario de San Bartolomé de Sigüenza, y el ajuar de casa, ropa y trebejos, que en buena tasación no valdrían arriba de ochenta reales, se adjudicaba íntegramente a la señora Laureana de La Toba, conocida por la Ranera. Habiéndome dicho un día D. Juan Taracena, testamentario con el confitero Gutiérrez del Amo y D. Cosme Aparicio, que en el revoltijo de la biblioteca se había encontrado un cajón de papeles escritos de puño y letra del erudito atenzano, me picó el deseo de echar la vista sobre ellos, y accedí a la invitación del señor Cura para examinarlos juntos, y rebuscar algunos destellos de inteligencia dentro de aquel caos. Y aquí viene a pelo la explicación de que lleve la fecha de Octubre esta parte de mis Confesiones, toda en una pieza, después del largo silencio de cuatro meses en que suspendida tuve mi comunicación con la Posteridad. Lo poco que escribí desde la petición de mano hasta el día de mi casamiento, pareciome tan falto de interés y sobrado de fastidiosas declamaciones tocantes a la dignidad humana sacrificada en aras del positivismo, que lo rompí para no causar risa y tedio a mis futuros lectores... Entré por el aro del matrimonio agenciado por mi hermana; nos vinimos a esta villa mi mujer y yo, y pronto advertí la imposibilidad de escribir mis reservados pensamientos, porque mi esposa y mi madre no me dejaron ni un instante en la soledad necesaria para tal desahogo. Han pasado los meses en espera de una ocasión dichosa, la cual no ha venido hasta que, sin recelo de María Ignacia, he podido recluirme en la caverna del viejo Miedes con el pretexto muy razonable de la compulsa y escrutinio de sus descabalados papelotes.

En tres mañanas de recogimiento y aplicación, he podido emborronar toda esta parte de los días de Atienza, que a mi parecer no será de las que menos ilustren y amenicen la historia de mi vida, en contacto con la vida y alma españolas. Ni mi mujer ni mi madre se sorprenden de que pase aquí mañanas enteras, y aun les parece poco cuando a la hora de comer les doy cuenta de los peregrinos borrones en prosa y verso que D. Juan, revolviendo lo pasado, mientras yo escribo para lo futuro, ha podido descubrir en este maremágnum: un Discurso de tesis escolástica (Alcalá, 1801), una epístola en ripiosos tercetos Contra el vicio de hablar y vestir a la francesa (1823), un extenso alegato refutando las crónicas que atribuyen la fundación de León al Rey egipcio Mercurio Trismegisto (muy señor mío), y por fin una serie de cartas que D. Ventura, por comezón monomaníaca, escribía desde su solitaria cueva a todo personaje que descollaba en la celebridad militar y política. Había carta a Espartero, al Marqués de Miraflores, a Olózaga, a Martínez de la Rosa, a Mendizábal y a Narváez, y era particularidad de todas ellas que, principiadas con gran esmero de letra y profusión de atrevidos pensamientos, ninguna estaba concluida y, por tanto, ninguna había ido a su destino. Graciosísima entre todas era la que empezó a escribir para Narváez, con fecha reciente. Tanto gusto tuve de su lectura que Taracena me la regaló, y aquí transcribo un párrafo de ella muy interesante: «En vos, Señor, saludan las presentes kalendas al esclarecido descendiente de aquellos Turdetanos que en el Sur de nuestra Península renovaron la ciencia de los famosos Túrdulos, compañeros de nuestro común padre Túbal. La historia que de Vuecencia se ha de escribir notará la concordancia del su carácter con el etimológico sentido de la palabra Túrdulo, que se compone de Thur (buey) y de Duluth (exaltado). Reconociendo en Vuecencia el primer túrdulo del Reino, yo le proclamo Buey, que es lo mismo que decir fuerte, y Exaltado, que suena lo mismo que liberal, de donde sale la especiosa síntesis de Vuecencia, o sea el ayuntamiento y consorcio de los atributos de Fuerza y Libertad...».

La soledad de Atienza se alegró estos días con la llegada de los maranchoneros... Son estos habitantes del no lejano pueblo de Maranchón, que desde tiempo inmemorial viene consagrado a la recría y tráfico de mulas. Ahora recuerdo que el gran Miedes veía en los maranchoneros una tribu cántabra, de carácter nómada, que se internó en el país de los Antrigones y Vardulios, y les enseñaba el comercio y la trashumación de ganados. Ello es que recorren hoy ambas Castillas con su mular rebaño, y por su continua movilidad, por su hábito mercantil y su conocimiento de tan distintas regiones, son una familia, por no decir raza, muy despierta, y tan ágil de pensamiento como de músculos. Alegran a los pueblos y los sacan de su somnolencia, soliviantan a las muchachas, dan vida a los negocios y propagan las fórmulas del crédito: es costumbre en ellos vender al fiado las mulas, sin más requisito que un pagaré cuya cobranza se hace después en estipuladas fechas; traen las noticias antes que los ordinarios, y son los que difunden por Castilla los dichos y modismos nuevos de origen matritense o andaluz. Su traje es airoso, con tendencias al empleo de colorines, y con carreras de moneditas de plata, por botones, en los chalecos; calzan borceguíes; usan sombrero ancho o montera de piel; adornan sus mulitas con rojos borlones en las cabezadas y pretales, y les cuelgan cascabeles para que al entrar en los pueblos anuncien y repiqueteen bien la errante mercancía.

Todo Atienza se echó a la calle a la llegada de los maranchoneros con ciento y pico de mulas preciosas, bravas, de limpio pelo y finísimos cabos, y mientras les daban pienso, empezaron los más listos y charlatanes a dar y tomar lenguas para colocar algunos pares. En mi casa estuvieron dos, sobrino y tío, que a mi madre conocían; mas no iban por el negocio de mulas, sino por llevarnos memorias y regalos de mi hermana Librada y de su familia. (Si no lo he dicho antes, ahora digo que mi hermana mayor, casada en Atienza con un rico propietario, primo nuestro, había trasladado su residencia, en Abril de este año, a Selas, y de aquí a Maranchón, por el satisfactorio motivo de haber heredado mi primo tierras muy extensas en aquellos dos pueblos.) Obsequiados los mensajeros con vino blanco y roscones, de que gustaban mucho, se enredó la conversación, y al referirnos pormenores de su granjería y episodios de sus viajes, vino a resultar que inesperadamente, sin que precediera curiosidad ni pregunta nuestra, tuvimos noticia de la cuadrilla o tribu de los Ansúrez.

Entre otros cuentos o aventuras refirieron los tales que en una venta cerca de Trijueque habían topado con los vagabundos, entrando en pláticas y tratos con ellos, porque el Jerónimo les propuso comprarles una mula de las ancianas, no para comerciar, sino para andar en ella, no llegando a entenderse porque parecía insegura la fianza. Vista y examinada la linda moza que los Ansúrez llevaban, propusieron los marchantes tomarla a cambio, no de una mula, sino de dos, a escoger, y con algún dinero encima si así fuese menester para igualar, y de esto vino una pendencia con palos recíprocos, teniendo que salir más que de prisa los agitanados para que no acabara en sangre la función... Después volvieron a encontrarse en Taracena, resultando que la moza se había comprado zapatos en Valdenoches, y algún trapo con que más honestamente se tapaba. Esquivaron los de Maranchón nuevas disputas; pero la casualidad les hizo presenciar la que tuvieron los Ansúrez entre sí, unos hijos con otros y algunos con el padre, saliendo de la refriega la hermanita con un chichón en la frente; y a consecuencia de este gran cisco se separaron, tirando cada cual por su lado, como huyendo unos de otros, con intención de no volver a juntarse nunca. Uno de los hijos tiró hacia Brihuega, otro se metió por el camino que conduce a Pastrana y al paso para Cuenca y Reino de Valencia, el tercero subió hacia el lugar de Talamanca, como para correrse a Segovia; el cuarto dijo que se quedaría en Guadalajara, y el chiquitín, con la hija guapa y el padre anciano dijeron que derechamente se iban a Madrid. La dispersión de la tribu, contada con tanta sencillez por los traficantes de mulas, me hacía el efecto de las emigraciones de los hijos de algún patriarca, tal como la fábula o la Historia nos las transmiten, y la salida de cada cual para fundar pueblos y difundir ideas al Norte y al Sur, hacia donde nace o se pone el sol. Estaba sin duda mi cerebro bajo el influjo de las ideas de Miedes, y en todo veía éxodos de razas, familias dispersas, y viajes que traen la civilización o van en pos de ella.

Y como persisto en no ocultar nada de lo que siento, séame o no favorable, diré que desde que oí a los muleros, no se apartó de mi pensamiento la imagen de la hija de Ansúrez. «¿Qué apuestas a que te adivino lo que estás pensando? -me dijo Ignacia por la noche, ya solos en nuestra alcoba. Y yo me eché a temblar, porque en efecto, mi mujer de algunos días acá me adivina los pensamientos con sólo mirarme, y a veces sin este requisito, por pura infiltración del rayo de sus ojos al través de mi frente, o por misteriosa lectura de signos que trazan sin quererlo mis manos, mis pasos, mi sombra sobre las paredes o el suelo. Antes que acabara de responderle con una donosa evasiva, me dijo: «¡Mentiroso! estás pensando en Lucila, o digamos Illipulicia, como la llamaba su enamorado caballero D. Ventura». Negué; di nuevo giro a nuestro coloquio; mas era verdad que en Lucila pensaba, llevando muy a mal que descompusiese su escultural figura imponiendo a sus libres pies el suplicio y la fealdad de estas horribles invenciones de los zapateros. Por mi gusto habríale comprado en Guadalajara, en Cogolludo o donde la encontrase, túnica y manto de finísima franela blanca, con las cuales prendas y un delgadísimo camisolín de batista cubriese y guardase honestamente toda su persona, sin añadidura de corsé, ni faja, ni cinturón, ni canesú, ni medias, ni cosa alguna más que lo dicho, privándola asimismo de toda suerte de alhajas o accesorios, que siempre habían de interceptar alguna parte o pedacito de su soberana belleza, y de distraer los ojos que en contemplarla se embelesaban. Sólo en su cabeza consentiría un aro de metal, oro puro sin ornato ni piedras preciosas, que sujetase su espléndida cabellera, recogida y arrollada en una sola onda. Guardaba yo esta imagen en el más recóndito espacio de mi pensamiento, bien sujeta de mis disimulos para que no se me escapase, y le tributaba culto espiritual, castísimo, haciéndome la cuenta, como el loco Miedes, de que en tal figura amo el alma de un pueblo y la historia de las cosas vivas.

El invierno nos arroja de Atienza. Echo muy de menos la sociedad, mis amigos, la política, el fácil y pronto conocimiento de cuanto pasa en el mundo. Ya resuenan lúgubremente en los empedrados de la antigua Tutia las herraduras de las caballerías que suben y bajan por estas empinadas calles y carreras; ya se me hace fúnebre como el Dies irae el ladrido de los perros en largas noches, y hasta el matutino canto de los gallos me suena como una invitación a que tomemos el portante. Y de los ruidos del maderamen de la casa no digamos: ellos son de tal modo tristes, que harían regocijadas las Noches de Young y de Cadalso... Ya me inspiran profunda antipatía los señores y damas del pueblo, que con su apéndice de niñas emperejiladas a estilo de Madrid redoblan ahora sus fastidiosas visitas, sin duda porque no tienen a dónde ir. No puedo soportar a las de Aparicio; las del Confitero me amargan, y las del Médico me enferman. D. Lucas de la Cuadra se me ha sentado en la boca del estómago, y D. Manuel Salado en la coronilla... Ya los pórticos románicos se desdicen de todas aquellas donosuras poéticas que nos habían cantado, y el alto Castillo se reviste de una fiereza tal, que no nos atrevemos a mirarle cara a cara. Si al pronto las nieves nos alegran la vista, no tardamos en asustarnos de su blancura irónica, que deslíe y absorbe los colores de la campiña, mata todo sonido y borra todo signo vital. Vientos glaciales bajan del Alto Rey y quieren barrernos. La vida se reconcentra en las cocinas, como en el orden vegetal desciende a las raíces la savia, y junto al fuego se agrupa toda la bárbara inocencia y la marrullera ignorancia de la humanidad campestre.

Madrid nos llama y Atienza nos despide, pues mi propia madre, que no se cansa de tenernos a su lado ni de prodigarnos su inextinguible cariño, reconoce que es hora de que ella torne a Sigüenza y nosotros a la Villa y Corte, con todas las precauciones imaginables y cien más, y aún es poco, porque... hace días anduvieron ella y María Ignacia en secreteos, y según parece, ya no hay dudas respecto a lo que más deseamos todos, esposo y padres... ¡Ay, Dios mío! El temor de un fracaso, que ahora no sería imaginario como en los días de nuestra llegada, inspira a mi señora madre las más audaces previsiones y los planes más peregrinos respecto a viaje, método y pausas con que debemos realizarlo, estructura y acomodos del coche, limpieza y monda de piedras en todos los caminos que hemos de recorrer... Pronto a partir, precisado me veo a poner fin a estas páginas trazadas al descuido y como a hurtadillas en la polvorosa madriguera del erudito atenzano. ¿Pluma de estas Confesiones, cuándo volveré a cogerte?... Adiós, Atienza, ruina gloriosa, hospitalaria; adiós, santa madre mía; adiós, Noble Hermandad de los Recueros, que me hicisteis vuestro Prioste; adiós, amigos míos, curas de San Juan, San Gil y la Trinidad; adiós, Teresita Salado, Tomasa y chiquillos que alegrabais nuestras tardes; adiós, paz y recreo del campo, simplicidad de costumbres; adiós, sombra del grande y misterioso Miedes, el de la locura graciosa y sublime, el soñador celtíbero, enamorado de la más bella representación del alma hispana; adiós, en fin, imagen de la errante Lucila, mentira de la realidad y verdad casi desnuda que pasaste como un relámpago de hermosura entre el polvo de los deshechos terrones... adiós, adiós, adiós... Ved aquí las últimas plumadas, las últimas sin remedio, porque tengo que sellar y empaquetar cuidadosamente estos papeles para llevármelos bien guardaditos... No más, no más... Hasta que Dios quiera.