XXIX

No tengáis compasión de mí al verme en esta cuerda ignominiosa, enracimado con otros veinte infelices. No somos ladrones, ni asesinos, ni falsificadores; somos patriotas, insurgentes de aquella gran epopeya, y nos llevan a Francia. Felizmente no se cumplió en nosotros aquel consejo del capitán del siglo que decía a su hermano: «ahorcad unos cuantos pillos y esto hará mucho efecto». Por lo que pasó después, se ha venido a conocer que también Álvarez el de Gerona entraba en el número de los pillos. No nos ahorcaron, pues aún vivo para contarlo, y cuando digo que no me tengáis compasión es porque después de preso, la policía no me supuso otra criminalidad que la traición a la causa francesa, y me juzgó bastante castigado con el destierro.

-Bien sé yo que no eres ladrón -me dijo Santorcaz en Madrid, cuando me ponían en la cuerda que estrechaba en cordial apretón las cuarenta manos de los insurgentes-; pero eres un vil soplón y entrometido, a quien es preciso poner a cien leguas de Madrid. Si te dieras a partido y quisieras ser mi amigo, yo te conseguiríaun puesto en la policía, con tal que me sirvieses bien en este negocio.

No con palabras, porque no las merecía, sino con una mirada de desprecio le contesté, y estuve después meditando sobre mi suerte, hasta que la cuerda se movió y los cuarenta pies de aquella serpiente humana se pusieron en marcha. Eramos los pillos, que el Gobierno francés, demasiado generoso, no había querido ahorcar, y se nos mandaba a Francia. Con nosotros iba el gran poeta Cienfuegos. Isidoro Máiquez y Sánchez Barbero fueron poco después, aunque no ensartados.

Al dar los primeros pasos miré al que iba a mi derecha, atado su codo al mío. ¡Oh ventura sin igual! Era D. Roque el lector de periódicos.

-¡Ah, Sr. D. Roque! -le dije-, ¿también habla de esto el Semanario Patriótico?

-¡Queridísimo Gabriel! Dios nos ha puesto juntos en la desgracia como en la prosperidad. Paciencia y que la Virgen nos deje ver algún día a nuestra inolvidable villa.

-¿Por qué le destierran a Vd.?

-Hijo, por una calaverada. Cometí la indiscreción de decir en un paraje público que nuestro desgraciado vecino D. Santiago Fernández era un héroe no menos grande que los de la antigüedad y podía compararse a Codro, Leónidas, Horacio Cocles, Mucio Scévola y al mismo Catón por la entereza de su ánimo. ¿No lo crees tú así?

-¿Murió nuestro amigo?

-Sí, cuando el general Belliard fue a tomarposesión de los Pozos, todos entregaron las armas. D. Santiago continuaba encerrado en el jardín de Bringas. ¿Qué pensarás que hizo? Pues por la mañana al volver de su casa amontonó toda la leña puesta allí para calentarnos. Ya recordarás que también había una gran cantidad de madera vieja de la casa que han derribado en la esquina. Pues con aquellos materiales y la leña hizo un gran parapeto en el rincón del fondo, donde estaba el gallinero vacío, y púsose dentro de su improvisada fortaleza. Derribaron los franceses la puerta del jardín, y cuando vieron aquel monte de madera, de cuyo interior salía una hueca voz diciendo: «Se rendirá Madrid, se rendirán los Pozos, pero el Gran Capitán no se rinde», tuvieron al que tal decía por loco y diéronse a reír. Pero Fernández había puesto dentro una buena cantidad de cartuchos y dale que le das, empieza a hacer fuego por las aberturas y resquicios de su montón de leña. Los franceses que se vieron heridos (y alguno de ellos murió) arremetieron contra el gallinero destruyendo los parapetos de madera vieja. Fernández no cesaba de hacerles fuego desde adentro. Pero cátate que a lo mejor empieza a salir humo, y luego llamas que crecieron rápidamente, y la ronca voz del defensor del gallinero gritaba: ¡Viva España; mueran los franceses y el granuja de Napoleón!

Mandó el oficial que se apartase la madera para sacar a aquel desgraciado, que sin duda excitaba su admiración; pero Fernández gritó de nuevo: -«Se rendirá Madrid, se rendirán los Pozos; pero el Gran Capitán no se rinde»,hasta que cesó la voz; y las llamas, extendiéndose vorazmente, destruyéronlo todo. La inmensa hoguera estuvo humeando todo el día. Cuando aquello se acabó buscaron el cuerpo, pero estaba hecho ceniza.

Calló D. Roque, y en el mismo instante el que nos conducía por la Mala de Francia mandó que hiciéramos alto. Al detenernos vimos que por el camino y hacia Chamartín venían algunos coches y gran número de jinetes con deslumbradores uniformes. Era el Emperador que volvía de su visita al palacio de Madrid y caminaba hacia su cuartel. Iba en coche, y al pasar, nuestro guía y los soldados que nos custodiaban mandáronnos que le diéramos vivas. Fue preciso repartir algunos culatazos para que obedeciéramos, y cuando el grande hombre pasó, algunos le saludaron. Sin duda por estas y otras ovaciones de la misma clase escribía con fecha 17 de Diciembre: En las poblaciones por donde paso me manifiestan mucha simpatía y admiración.

-Acabe Vd. de contarme la muerte de nuestro amigo -dije a D. Roque una vez que pasó la procesión.

-Ya no queda nada -repuso-, sino que con toda su grandeza y poder el hombre que acaba de pasar no llega ni con mucho a la inmensa altura del Gran Capitán. Algunos han dicho que nuestro amigo estaba loco; pero ese que ahí va, ¿está en su sano juicio?


 
 
FIN
 
 

Enero de 1874.