XIX

Pronto llegamos a nuestra morada de la calle del Barquillo. Abrió mi amigo la puerta de su casa, con llave que consigo llevaba, subimos, abrió la entrada de su domicilio de la misma manera, y encontrámonos dentro de la salita donde tantas veces me ha visto el discreto lector en compañía de mis amables vecinos. En la pared del fondo, donde desde inmemoriales tiempos tenía asiento la lanza consabida, había una especie de altarejo, sobre cuya tabla, dos velas de cera puestas en candeleros de azófar, alumbraban una imagen de la Virgen de los Dolores, un San Antonio y otros muchos santos de estampa, que de los cuatro testeros habían sido descolgados para congregarlos allí. Algunas cintas y lazos a falta de flores, servían de adorno al improvisado tabernáculo, con varios jarros y cacharros antaño lujosos y bonitos, pero ya perniquebrados, mancos y heridos. Delante de todo esto, estaba el sillón de cuero, y sentada en él doña Gregoria, profundamente dormida. La pobre mujer que de tal modo se había rendido al cansancio tenía la cabeza inclinada sobre el pecho, aún humedecida la cara por recientes lágrimas, y sus cruzadas manos indicaban que el sueño la había sorprendido en lo mejor de su fervorosa oración.

Quedose suspenso el espeso al verla, y después me dijo:

-Gabriel, no hagamos ruido, porque no se despierte; que más vale que descanse la pobrecita.

Después llegándose a una cómoda vieja que en un rincón había, añadió en voz muy baja:

-Aquí en la tercera gaveta está mi testamento: y en esta otra todo el dinero que tengo ahorrado, con el cual mi mujer puede mantenerse en lo que le quedare de vida, que no será mucho. Voy a escribir mis últimas disposiciones. No chistes ni me respondas nada.

Y acto continuo sentose junto a la mesilla y con una pluma de ganso mal cortada trazó sobre un papel dos docenas de torcidas líneas.

-Aquí dispongo -añadió alzando la vista del papel-, que las misas me las digan en San Marcos, donde está enterrado D. Pedro Velarde, ese valiente entre todos los valientes. En cuanto a mis huesos, no dispongo nada, porque no sé dónde caerán.

-Todavía está Vd. con esas manías -dije-. Hablaré en voz alta para que despierte doña Gregoria y le ponga a Vd. las peras a cuarto.

-No harás tal, porque te estrangularé; que no quiero que ella abandone su blando sueño para pasar amarguras. Aquí en esta primera gaveta dejo mi última disposición.

Y luego levantándose y acercándose de puntillas a su mujer, la contempló un buen espacio, pálido y conmovido: después de un rato, llevome a la alcoba inmediata, y sentándose en la cama en sitio desde el cual, al través dela mampara medio abierta, se veía el rostro de doña Gregoria iluminado por las luces del altar, hablome así:

-Si algo enflaquece mi ánimo, es la vista de mi inocente esposa, a quien voy a dejar viuda. Te confieso que al considerar esto, se me nublan los ojos, se me oprime el corazón y estoy a punto de dar al traste con toda mi fiereza. ¿No la ves desde aquí? Parece que fue ayer cuando nos casamos; parece que no han pasado cuarenta y cinco años, y se me representa con la misma celestial figura que tenía allá por los tiempos de Maricastaña, cuando yo iba a la reja, llevándole media libra de peras en el pañuelo o un par de mantecadas de Astorga. En todo este tiempo no me ha dado nada que sentir, y hemos vivido juntos como dos palomos, queriéndonos lo mismo que el primer día. ¿No la ves desde aquí? ¿No ves su hermosa cara, tan serena y tranquila a pesar de su tristeza? Yo la estoy viendo con sus cabellos de oro, con su boquita encarnada como un casco de granada, con sus dulces ojos azules, que al mirarte parece que se abre el cielo delante de los tuyos, estoy viendo el nácar de su tez y su airoso y gentil cuerpecito, lo mismo que su garganta alabastrina. ¡Oh, Dios mío! ¡Tan hermosa, tan buena y tan desgraciada!

Bien por efecto de la imaginación, ofuscada por aquellas palabras, bien porque la situación diese a doña Gregoria ideales encantos, lo cierto fue que a pesar de sus blancos cabellos, de su tez arrugada y de su en tantas partes notoria vejez, la estaba viendo tan hermosa comoel Gran Capitán decía. ¡Milagroso efecto del pensamiento!

-Mira, Gabriel; desde que nos vimos hace cincuenta años, nos quisimos: vernos y querernos fue todo uno, lo mismísimo que cuentan de los amantes de Teruel. Un lustro duró nuestro noviazgo, porque yo no tenía posibles; pero desde el primer día concertamos la boda. Durante aquel tiempo, ni riñas, ni bromicas, ni celillos. Nunca hemos tenido celos el uno del otro, porque desde el primer día la confianza fue nuestro norte. Todos me tenían envidia. ¡Ay! Cuando nos casamos fuimos tan felices, que no hubiéramos cambiado nuestra casa por siete imperios. Y desde entonces, hijo, esta felicidad no se ha alterado. ¡Ay! se me parte el corazón al pensar que desde mañana se acostará sola en esta cama, que por cuarenta y cinco años nos ha visto juntitos.

Al decir esto, el Gran Capitán se llevó el pañuelo a los ojos para secar sus lágrimas.

-Vamos, amigo -le dije-; de veras no sé si reírme o enfadarme, oyendo lo que usted dice. ¿Está loco por ventura?

-Si tú no comprendes esto -me contestó-, es porque eres un simplón y un majadero egoísta. ¿Tú sabes lo que significa cumplir uno con su deber? ¿Tú sabes lo que significa el honor? y si sabes todo esto, ¿ignoras lo que es la honra de la patria, que vale más que la propia honra? Escúchame bien: si me causa angustia y pesar la consideración de la viudez de Gregorilla, mayor, mucha mayor pena me causa el considerar que la capital de España se entrega alos franceses. Esto es terrible, esto es espantoso, y no vacilaría en dar mil vidas y en sufrir todos los tormentos por impedirlo. ¡España vencida por Francia! ¡España vencida por Napoleón! Esto es para volverse loco; ¡y Madrid, Madrid, la cabeza de todas las Españas en poder de ese perdido! De modo que una Nación como esta, que ha tenido debajo de la suela del zapato a todas las otras naciones, y especialmente a Francia; de modo que esta Nación que antes no permitía que en la Europa se dijera una palabra más alta que otra, ¿ha de rendirse a cuatro troneras hambrones? ¿Cómo puede ser eso? Eche Vd. a los moros, descubra y conquiste Vd. toda la América, invente usted las más sabias leyes, extienda Vd. su imperio por todo lo descubierto de la tierra, levante Vd. los primeros templos y monasterios del mundo, someta Vd. pueblos, conquiste ciudades, reparta coronas, humille países, venza naciones, para luego caer a los pies de un miserable Emperadorcillo salido de la nada, tramposo y embustero. Madrid no es Madrid si se rinde. Y no me vengan acá con que es imposible defenderse. Si no es posible defenderse, deber de los madrileños es dejarse morir todos en estas fuertes tapias, y quemar la ciudad entera, como hicieron los numantinos. ¡Ay! todos mis compañeros se han portado cobardemente. España está deshonrada, Madrid está deshonrado. No hay aquí quien sepa morir, y todos prefieren la mísera vida al honor.

-Pero cuando no se puede triunfar -le dije-, es una temeridad seguir peleando, y másvale guardar la vida para emplearla con éxito en mejor ocasión.

-¡Simplezas y tonterías! El honor mandaba a los madrileños morir antes que rendirse, y el honor nos manda a los de la puerta de los Pozos, que muramos todos allí antes que entregarla.

Pues no creo que estén dispuestos a ello.

-Pues yo lo estoy, porque mi conciencia, que es la voz de Dios, me lo manda. Se rendirá la puerta; pero el jardín de Bringas está bajo mi mando, y el que quiera entrar en él pasará sobre mi cadáver.

-¡Temeridad loca, y hasta ridícula!

-Así será para los que no tienen idea de la honra de la patria, y para los que no ven nada más allá de esta ruin existencia, ni nada más allá del pan que comen todos los días.

-Entregarse de ese modo a la muerte es un suicidio, y el suicidio es un gran pecado.

-No es suicidio, no. La ley ineludible de la patria me ha puesto en un lugar que debo defender aun a costa de la vida. ¿Que vienen fuerzas superiores? ¡pues vengan! La patria me manda esperar tranquilo, y la ley me veda el apartar los pies de aquel sitio. ¿No morían los mártires por la religión? Pues la patria es una segunda religión, y antes que faltar a su ley, el hombre debe morir. ¿Y qué es la muerte? Los necios se asustan de la muerte, porque la muerte les quita el comer y el gozar. ¡Mentecatos! ¿Por ventura, no son mejor comida y mejor goce los de la bienaventuranza eterna? Ve ahí a mi esposa. Cierto que me aflige dejarla;pero sé que la perderé de vista tan sólo por algún tiempo, y que sus virtudes la llevarán luego a donde la tenga delante de mis ojos durante todas las eternidades, sin cuya compañía creo que el mismo cielo me sería fastidioso. ¡Morir! ¡Ahí es gran cosa morir, y apañado tienes el ojo! ¿Pues acaso el morir es mal que puede compararse siquiera al dolor de un rasguño recibido en la tierra? Y si el morir no es nada para el miserable cuerpo, ¡cuán grande y fausto suceso no es para nuestra alma, mayormente si por la nobleza de nuestro fin nos empingorotamos sobre todas las cosas nacidas! ¡Morir por la patria, morir en el puesto que a uno le marca su deber, morir no por conquistar un pedazo de tierra, ni por un cacho de pan, ni por una baja ambición, sino por una cosa que no se ve, ni se toca cual es una idea y un sentimiento puro! ¿No es equipararnos a los santos del cielo y acercarnos a Dios todo lo que acercarse puede una criatura?

Dicho esto, calló. No le contesté nada, porque tanta grandeza me tenía anonadado.

Al cabo de un buen espacio volvimos de la alcoba a la sala; acercose él con pasos muy quedos a doña Gregoria, y le dio muchos besos, tan en flor por no despertarla, que apenas tocaban sus labios el arrugado cutis de la anciana.

Luego enjugose las lágrimas, y dirigiendo una mirada en redondo a todos los objetos de la sala, me dijo con voz grave y entera:

-Gabriel, vamos.