Nadie se muere hasta que Dios quiere

Tradiciones peruanas: Segunda serie (1893)
de Ricardo Palma
Nadie se muere hasta que Dios quiere


Crónica de la época del trigésimo séptimo virrey del Perú

editar

Cuentan que un fraile con ribetes de tuno y de filósofo, administrando el sacramento del matrimonio, le dijo al varón:


«Ahí te entrego esa mujer;
trátala como a mula de alquiler,
mucho garrote y poco de comer».


Otro que tal debió ser el que casó en Lima al platero Román, sólo que cambió de frenos y dijo a la mujer:


«Ahí tienes ese marido;
trátalo como a buey al yugo uncido
y procura que se-ahorque de aburrido».


Viven aún personas que conocieron y trataron al platero, a quien llamaremos Román; pues causa existe para no estampar en letras de molde su nombre verdadero. El presente sucedido es popularísimo en Lima y te lo referirá, lector, con puntos y comas, el primer octogenario con quien tropieces por esas calles.

La mujer de Román, si bien honradísima hembra en punto a fidelidad conyugal, tenía las peores cualidades apetecibles en una hija de Eva. Amiga del boato, manirrota, terca y regañona, atosigaba al pobrete del marido con exigencias de dinero; y aquello no era casa, ni hogar, ni Cristo que lo fundó, sino trasunto vivo del infierno. Ni se daba escobada, ni se zurcían las calcetas del pagano, ni se cuidaba del puchero, y todo, en fin, andaba a la bolina. Madama no pensaba sino en dijes y faralares, en bebendurrias y paseos.

A ese andar, la tienda y los haberes del marido se evaporaron en menos de lo que se persigna un cura loco, y con la pobreza estalló la guerra civil en esa república práctica que se llama matrimonio. Los cónyuges andaban siempre a pícame Pedro que picarte quiero. Por quítame allá esta paja se tiraban los cacharros a la cabeza, a riesgo de descalabrarse, y no quedaba silla con hueso sano. A bien librar salía siempre el bonachón del marido llevando en el rostro reminiscencias de las uñas de su conjunta persona.

Este matrimonio nos trae al magín un soneto que escribimos, allá por los alegres tiempos de nuestra mocedad, y que, pues la ocasión es tentadora para endilgarlo, ahí va como el caballo de copas:


Caséme por mi mal con una indina,
fresca como la pera bergamota;
trájome suegra y larga familiota
y por dote su cara peregrina.
A trote largo mi caudal camina
a sumergirse en una sirte ignota;
pronto he de hacer con ella bancarrota,
salvo que encuentre una boyante mina.
Un diablo pedigüeño anda conmigo;
es ¡dame! su perenne cantinela,
y así estoy en los huesos, caro amigo.
¿Qué me dices? ¿Mi afán te desconsuela?
-Dígote, D. Peruétano, que digo,
que aquélla no es mujer... es sanguijuela.


No recuerdo a quién oí decir que los mandamientos de la mujer casada son, como los de la ley de Dios, diez:

El primero, amar a su marido sobre todas las cosas.

El segundo, no jurarle amor en vano.

El tercero, hacerle fiestas.

El cuarto, quererle más que a padre y madre.

El quinto, no atormentarlo con celos y refunfuños.

El sexto, no traicionarlo,

El séptimo, no gastarle la plata en perifollos.

El octavo, no fingir ataque de nervios ni hacer mimos a los primos.

El noveno, no desear más prójimo que su marido.

El décimo, no codiciar el lujo ajeno.


Estos diez mandamientos se encierran en la cajita de los polvos de arroz, y se leen cada día hasta aprenderlos de memoria.

El quid está en no quebrantar ninguno, como hacemos los cristianos con varios de los del Decálogo. Sigamos con el platero.

Una mañana, después de haber tenido Román una de esas cotidianas zambras de moros y cristianos, gutibambas y muziferrenas, se dijo:

-Pues, señor, esto no puede durar más tiempo, que penas más negras que las que paso con mi costilla no me ha de deparar su Divina Majestad en el otro mundo. Bien dijo el que dijo que si el mar se casase había de perder su braveza y embobalicarse. Decididamente, hoy me ahorco.

Y con la única peseta columnaria que le quedaba en el bolsillo, se dirigió al ventorrillo o pulpería de la esquina y compró cuatro vayas de cuerda fuerte y nueva, lujo muy excusable en quien se prometía no tener ya otros en la vida.


-¿Y qué virrey gobernaba entonces?-. Paréceme oír esta pregunta, que es de estilo cuando se escucha contar algo de cuya exactitud dudan los oyentes.

Pues, lectores míos, gobernaba el Excmo. Sr. D. Gabriel de Avilés y Fierro, marqués de Avilés, teniente general de los reales ejércitos y que, después de haber servido la presidencia de Chile y el virreinato de Buenos Aires, vino en noviembre de 1801 a hacerse cargo del mando de esta bendita tierra.

Avilés había llegado al Perú en la época del virrey Amat; y cuando estalló en 1780 la famosa revolución de Tupac-Amaru fue mandado con tropas para sofocarla. Excesivo fue el rigor que empleó Avilés en esa campaña.

Durante su gobierno se erigió el obispado de Maynas y se incorporó Guayaquil al virreinato. Se estableció en Lima el hospital del Refugio para mujeres, a expensas de Avilés y de su esposa la limeña doña Mercedes Risco, y se principió la fábrica del fuerte de Santa Catalina para cuartel de artillería, bajo la dirección del entonces coronel y más tarde virrey D. Joaquín de la Pezuela.

Con grandes fiestas se celebró la llegada del fluido vacuno. Tuvo el Perú la visita del sabio Humboldt, y en Lima se experimentó una noche el alarmante fenómeno de haberse oído con claridad muchos truenos. En esa época se plantaron los árboles de la alameda de Acho.

Como España y Francia hacían causa común contra Inglaterra y acababa de realizarse el desastre de Trafalgar, dos bergantines ingleses atacaron en Arica a la fragata de guerra española Astrea, ocasionándola fuertes averías y forzándola a buscar abrigo en la bahía.

Tratando de dar cumplimiento a una real orden sobre desamortización de bienes eclesiásticos, tropezó Avilés con serias resistencias, que el prudente virrey calmó dando largas al asunto y enviando consultas y memoriales a la corona. No fue esta la primera vez en que el virrey apeló al expediente de dar tiempo al tiempo para libertarse de compromisos. En 1804 interesábase la ciudad por que el virrey dictase cierta providencia, mas él, creyendo que la cosa no era hacedera o que no entraba en sus atribuciones, decidió consultar al monarca. El pueblo, que lo ignoraba, se echó a murmurar sin embozo, y en la puerta de palacio apareció este pasquín:


«¡Avilés! Avilés!
¿Qué haces que por la ciudad no ves?».


El virrey no lo tomó a enojo, y mandó escribir debajo:


«Para dar gusto a antojos
he mandado hasta España por anteojos.»


Respuesta que tranquilizó los ánimos, pues vieron los vecinos que su empeño estaba sujeto a la decisión del rey.

Avilés consagraba gran parte de su tiempo a las prácticas religiosas. El pueblo lo pintaba con esta frase: «En la oración hábil es y en gobierno inhábil es».

En julio de 1806 entregó el mando a Abascal.

Anciano, enfermo y abatido de ánimo por la reciente muerte de su esposa, quiso Avilés regresar a España. La nave que lo conducía arribó a Valparaíso, y a los pocos días falleció en ese puerto el virrey devoto, como lo llamaban las picarescas limeñas.


Provisto de cuerda y sin cuidarse de escribir previamente esquelas de despedida, como es de moda desde la invención de los nervios y del romanticismo, se dirigió nuestro hombre al estanque de Santa Beatriz, lugar amenísimo entonces y rodeado de naranjos y otros árboles, que no parecía sino que estaban convidando al prójimo para colgarse de ellos y dar al traste con el aburrimiento y pesadumbres.

Principió Román por pasar revista a los árboles, y a todos hallaba algún pero que ponerles. Éste no era bastante elevado; aquél no ofrecía consistencia para soportar por fruto el cuerpo de un tagarote como él; el otro era un poco frondoso, y el de más allá un tanto encorvado. Cuando uno se ahorca debe siquiera llevar el consuelo de haberlo hecho a su regalado gusto. Al fin encontró árbol con las condiciones que el caso requería y, encaramándose en él, ató la cuerda en una de las ramas más vigorosas.

En estos preparativos reflexionó que, para no ser interrumpido y quedarse a medio morir y tener tal vez que empezar de nuevo la faena, lo mejor era esperar a que el camino estuviese desierto. Indias pescadoras que venían de Chorrillos, hierbateros de Surco, yanaconas de Miraflores, cimarrones de San Juan y peones de las haciendas traficaban a esa hora a pequeña distancia del estanque. No había forma de que un hombre pudiera matarse en paz.

-«¡Pues sería andrómina que, a lo mejor de la función, me descolgase un transeúnte importuno! Si ello, al fin, ha de ser, nada se pierde con esperar un rato, que no llega tarde quien llega».

En estas y otras cavilaciones hallábase Román escondido entre el espeso ramaje del árbol, cuando vio llegar con tardo paso y mirando a todas partes con faz recelosa un hombrecillo envuelto en un capote lleno de remiendos.

Era éste un vejete español que vivía de la caridad pública, y a quien en Lima conocían con el apodo de Ovillitos. El apodo le venía de que en una época entraba de casa en casa vendiendo ovillos de hilo, hasta que un día resolvió cambiar de oficio sentando plaza de mendigo.

Ovillitos, después de dirigir miradas escudriñadoras a las tapias y al camino, se sentó bajo el árbol que cobijaba a Román, y sacando una tijera, descosió dos de los infinitos parches que esmaltaban su mugriento capote de barragán.

¿Cuál sería la sorpresa del encaramado Román al ver que de cada parche sacó Ovillitos una onza de oro y que luego las enterró al pie del árbol, después de haber permanecido gran espacio de tiempo contemplándolas amorosamente?

-¡Qué suicidio ni qué ocho cuartos! -exclamó Román, descendiendo listamente de su árbol apenas se alejó el mendigo-. Pues Dios me ha venido a ver, aprovechemos la ocasión y empuñémosla por el único pelo de la calva. ¡Árbol feliz el que tal abono tiene!

Y se puso a la obra, y desenterró poco más de doscientas peluconas de esas que bajo el Indice et Hispaniarum Rex lucían el busto de Carlos III o Carlos IV.

Román volvió a habilitar la tienda, y su comercio de platería marchó viento en popa. Aleccionado por los días de penuria, puso coto a los derroches de su mujer, cuyo carácter, por milagro sin duda de la Divina Providencia, para quien no hay imposibles, mejoró notablemente.

Ovillitos enfermó de gravedad al descubrir que su tesoro se había convertido en pájaro y volado del encierro. El infeliz ignoraba que el dinero no es monje cartujo que gusta de estar guardado y criar moho, y que es un libertino que se desvive por andar al aire libre y de mano en mano. Mendigos ha habido en todos los tiempos que a su muerte han dejado un caudal decente.

Román murió, ya en los tiempos de la república, repartiéndose entre sus herederos una fortuna que se estimó en más de cien mil pesos.

Una de las cláusulas de su testamento, que hemos leído, señala durante veinticinco años la suma de treinta pesos al mes para misas en sufragio del alma de Ovillitos.