Nadie encendía las lámparas: Mi primer concierto
El día de mi primer concierto tuve sufrimientos extraños y algún conocimiento imprevisto de mí mismo. Me había levantado a las seis de la mañana. Esto era contrario a mi costumbre, ya que de noche no sólo tocaba en el café sino que tardaba en dormirme. Y algunas noches al llegar a mi pieza y encontrarme con un pequeño piano negro que parecía un sarcófago, no podía acostarme y entonces salía a caminar. Así me había ocurrido la noche antes del concierto. Sin embargo, al otro día me encerré desde muy temprano en un teatro vacío. Era más bien pequeño y la baranda de la tertulia estaba hecha de columnas de latón pintadas de blanco. Allí sería el concierto. Ya estaba en el escenario el piano; era viejo, negro y lo rodeaban papeles rojos y dorados: representaban una sala. Por algunos agujeros entraban rayos de sol empolvados y en el techo el aire inflaba telas de araña. Yo tenía desconfianza de mí, y aquella mañana me puse a repasar el programa como el que cuenta su dinero porque sospecha que en la noche lo han robado. Pronto me di cuenta que yo no poseía todo lo que pensaba.
La primera sospecha la había tenido unos días antes; fue en el momento de comprometer mi palabra con los dueños del teatro; me vino un calor extraño al estómago y tuve el presentimiento de un peligro inmediato. Reaccioné yendo a estudiar en seguida; pero como tenía varios días por delante, pronto empecé a calcular con el mismo error de siempre lo que podría hacer con el tiempo que me quedaba. Sólo en la mañana del concierto me di cuenta de todas las concesiones que me hacía cuando estudiaba y que ahora, no sólo no había llegado a lo que quería, sino que no lo alcanzaría ni con un año más de estudio. Pero donde más sufría, era en la memoria. En cualquier pasaje que se me ocurriera comprobar si podía hacer lentamente todas las notas, me encontraba con que en ningún caso las recordaba. Estaba desesperado y me fui a la calle. A la vuelta de una esquina me encontré con un carro que tenía a los costados dos grandes carteles con mi nombre en letras inmensas. Aquello me descompuso más. Si las letras hubieran sido más chicas, tal vez mi compromiso hubiera sido menor; entonces volví al teatro, traté de estar sereno y pensar en lo que haría. Me había sentado en la platea y miraba el escenario, donde el piano estaba solo y me esperaba con su negra tapa levantada. A poca distancia de mi asiento estaban las butacas donde acostumbraban a sentarse dos hermanos amigos míos; y detrás de ellos se sentaba una familia que había criticado, horrorizada, un concierto en que habían tomado parte muchachas de allí; en pleno escenario las muchachas se agarraban la cabeza y después se retiraban del piano buscando la salida; parecían gallinas asustadas. Fue en el instante de recordar eso, cuando a mí se me ocurrió por primera vez ensayar la presentación de un concierto en lo que él tuviera de teatral. Primero revisé bien todo el teatro para estar seguro de que nadie me vería y en seguida empecé a ensayar la cruzada del escenario; iba desde la puerta del decorado hasta el piano. La primera vez entré tan ligero como un repartidor apurado que va a dejar la carne encima de una mesa. Ésa no era la manera de resolver las cosas.
Yo tendría que entrar con la lentitud del que va a dar el concierto vigesimocuarto de la decimonovena temporada; casi con aburrimiento; y no debía lanzarme cuando mi vanidad estuviera asustada; debía dar la impresión de llevar con descuido algo propio, misterioso, elaborado
en una vida desconocida. Empecé a entrar lentamente; supuse con bastante fuerza la presencia del público y me encontré con que no podía caminar bien y que al poner atención en mis pasos yo no sabía cómo caminaba yo; entonces traté de pasear distraído por otro lado que no fuera el escenario y de copiarme mis propios pasos. Algunas veces pude sorprenderme descuidado; pero aun cuando llevaba el cuerpo flojo y quería ser natural, experimentaba distintas maneras de andar: movía las caderas como un torero, o iba duro como si llevara una bandeja cargada, o me inclinaba hacia los lados como un boxeador.
Después me encontré con otra dificultad grande: las manos. Ya me había parecido feo que algunos concertistas, en el momento de saludar al público, dejaran colgar y balancearse los brazos, como si fueran péndulos. Ensayé caminar llevándolos al mismo ritmo que los pasos; pero eso resultaba mejor para una parada militar. Entonces se me ocurrió algo que por mucho tiempo creí novedoso: entraría tomándome el puño izquierdo con la mano derecha, como si fuera abrochándome un gemelo. (Años después un actor me dijo que aquello era una vulgaridad y que la llamaban “la pose del bailarín”; entonces, riéndose, imitó los pasos de una danza y alternativamente se iba tomando el puño izquierdo con la mano derecha y después el puño derecho con la mano izquierda.)
Ese día almorcé apenas y pasé toda la tarde en el escenario. A la nochecita vino el electricista y combinamos las penumbras de la sala y la escena. Después me probé el smoking que me había regalado un amigo; era muy chico y me dejó inmovilizado; con él hubiera tenido que dar por inútiles todos los ensayos de naturalidad y soltura; además, en cualquier momento podía rompérseme. Por fin decidí utilizar mi traje de calle; todo tendría más naturalidad; claro que tampoco me parecía bien lo que fuera demasiado familiar; yo hubiera querido inventar, al mismo tiempo, algo extraño; pero yo estaba muy cansado y sentía en las axilas las lastimaduras que me había dejado el smoking. Entonces me fui a esperar la hora del concierto en la penumbra de la platea. Apenas me quedaba un instante quieto me volvía el empecinamiento de querer recordar las notas de un pasaje cualquiera; era inútil que tratara de desecharlo; el único alivio consistía en ir a buscar la música y fijarme en las notas.
Un rato antes del concierto llegaron los dos hermanos amigos míos y el afinador. Les dije que me esperaran un momento y me encerré en el camarín, porque si no hubiese terminado el pasaje que repasaba no hubiera tenido un instante de tranquilidad. Después, cuando hablara con ellos, tendría la atención ocupada y no empezaría a recordar ningún otro pasaje. Todavía no había nadie en la sala. Uno de ellos se asomó a la puerta del decorado y miró el piano negro como si se tratara de un féretro. Y después todos me hablaban tan bajo como si yo fuera el deudo más allegado al muerto. Cuando empezó a entrar la gente, hicimos pequeños agujeros en el decorado y mirábamos al público un poco agachados y como desde una trinchera. A veces el piano, como un gran cañón, impedía ver una zona grande de la platea. Yo iba a ver un poco por los agujeros de los otros como un oficial que les fuera dando órdenes. Deseaba que hubiera poca gente porque así el desastre se comentaría menos; además habría un promedio menor de entendidos. Y todavía tendría en mi favor todo lo que había ensayado en escena para la gente que no pudiera juzgar directamente la música. Y aun los que entendieran poco, dudarían. Entonces empecé a envalentonarme y a decirles a mis amigos:
—¡Parece mentira! ¡La indiferencia que hay para estas cosas! ¡Cuántos sacrificios inútiles!
Después empezó a venir más gente y yo me sentí aflojar; pero me frotaba las manos y les decía:
—Menos mal, menos mal.
Parecía que ellos también tuvieran miedo. Entonces yo, en un momento dado, hice como que recién me daba cuenta que ellos podrían estar preocupados y empecé a hablarles subiendo la voz:
—Pero, díganme una cosa... ¿Ustedes están preocupados por mí?
¿Ustedes creen que es la primera vez que me presento en público y que voy a ir al piano como si fuera a un instrumento de tortura? ¡Ya lo verán! Hasta ahora me callé la boca. Pero esperaba esta noche para después decirles, a esas profesoras que charlan, cómo “un pianista de café” –yo había ido contratado a tocar en un café– puede dar conciertos; porque ellas no saben que puede ocurrir lo contrario, que en este país un pianista de concierto tenga que ir a tocar a un café.
Aunque mi voz no se oía desde la sala, ellos trataron de calmarme.
Ya era la hora; mandé tocar la campana y les pedí a mis amigos que se fueran a la platea. Antes de irse me dijeron que vendrían al final y me trasmitirían los comentarios. Di orden al electricista de dejar la sala en penumbra; hice memoria de los pasos, me tomé el gemelo del puño izquierdo con la mano derecha y me metí en el escenario como si entrara en el resplandor próximo a un incendio. Aunque miraba mis pasos desde arriba, desde mis ojos, era más fuerte la suposición con queme representaba mi manera de caminar vista desde la platea, y me rodeban pensamientos como pajarracos que volaran obstaculizándome el camino; pero yo caminaba con fuerza y trataba de ver cómo mis pasos cruzaban el escenario.
Había llegado a la silla y todavía no aparecían los primeros aplausos. Al fin llegaron y tuve que inclinarme a saludar interrumpiendo el movimiento con que había empezado a sentarme. A pesar de este pequeño contratiempo traté de seguir desarrollando mi programa. Miré al público de una manera más bien general y distraída; pero alcancé a ver en la penumbra el color blancuzco de las caras como si hubieran sido de cáscaras de huevo. Y encima del terciopelo de la baranda hecha de columnitas de latón pintadas de blanco vi sembrados muchos pares de manos. Entonces yo puse las mías en el piano, dejé escapar acordes repetidos velozmente y en seguida me volví a quedar quieto. Después, y según mi programa, debía mirar unos instantes el teclado como para concentrar el pensamiento y esperar la llegada de la musa o del espíritu del autor. –Era el de Bach y debía estar muy lejano–. Pero siguió entrando gente y tuve que cortar la comunicación. Aquel inesperado descanso me reconfortó; volví a mirar a la sala y pensé que estaba en un mundo posible. Sin embargo, al pasar unos instantes sentí que me iba a alcanzar aquel miedo que había dejado atrás hacía un rato. Traté de recordar las teclas que intervenían en los primeros acordes; pero en seguida tuve el presentimiento de que por ese camino me encontraría con algún acorde olvidado. Entonces me decidí a atacar la primera nota. Era una tecla negra; puse el dedo encima de ella y antes de bajarla tuve tiempo de darme cuenta que todo iba a empezar, que estaba preparado y que no debía demorar más. El público hizo un silencio como el vacío que se siente antes del accidente que se ve venir. Sonó la primera nota y parecía que hubiera caído una piedra en un estanque. Al darme cuenta que aquello había ocurrido sentí como una señal que me ofuscó y solté un acorde con la mano abierta que sonó como una cachetada. Seguí trabado en la acción de los primeros compases. De pronto me incliné sobre el piano, lo apagué bruscamente y empecé a picotear un “pianísimo” en los agudos. Después de este efecto se me ocurrió improvisar otros. Metía las manos en la masa sonora y la moldeaba como si trabajara con una materia plástica y caliente; a veces me detenía modificando el tiempo de rigor y ensayaba dar otra forma a la masa; pero cuando veía que estaba a punto de enfriarse, apresuraba el movimiento y la volvía a encontrar caliente. Yo me sentía en la cámara de un mago. No sabía qué sustancias había mezclado él para levantar este fuego; pero yo me apresuraba a obedecer apenas él me sugería una forma. De pronto caía en un tiempo lento y la llama permanecía serena. Entonces yo levantaba la cabeza inclinada hacia un lado y tenía la actitud de estar hincado en un reclinatorio. Las miradas del público me daban sobre la mejilla derecha y parecía que me levantarían ampollas. Apenas terminé estallaron los aplausos. Yo me levanté a saludar con parsimonia, pero tenía una gran alegría. Cuando me volví a sentar seguía viendo las columnitas de la tertulia y las manos aplaudiendo.
Todo ocurría sin novedad hasta que llegué a una “Cajita de música”. Yo había corrido la silla un poco hacia los agudos para estar más cómodo; y las primeras notas empezaron a caer como gotas al principio de una lluvia. Estaba seguro que aquella pieza no iba más mal que las anteriores. Pero de pronto sentí en la sala murmullos y hasta creí haber oído risas. Empecé a contraerme como un gusano, a desconfiar de mis medios y a entorpecerlos. También creí haber visto moverse una sombra alargada sobre el piso del escenario. Cuando pude echar una mirada fugaz me encontré con que realmente había una sombra; pero estaba quieta. Seguí tocando y seguían en la sala los murmullos. Aunque no miraba, ahora veía que la sombra hacía movimientos. No iba a pensar en nada monstruoso; ni siquiera en que alguien quisiera hacerme una broma. En un pasaje relativamente fácil vi que la sombra movía un largo brazo. Entonces miré y ya no estaba más. Volví a mirar en seguida y vi un gato negro. Yo estaba por terminar la pieza y la gente aumentó el murmullo y las risas. Me di cuenta que el gato se estaba lavando la cara. ¿Qué haría con él? ¿Lo llevaría para adentro? Me pareció ridículo. Terminé, aplaudieron y al pararme a saludar sentí que el gato me rozaba los pantalones. Yo me inclinaba y sonreía. Me senté y se me ocurrió acariciarlo. Pasó el tiempo prudente antes de iniciar la obra siguiente y no sabía qué hacer con el gato. Me parecía ridículo perseguirlo por el escenario y ante el público. Entonces me decidí a tocar con él al lado; pero no podía imaginar, como antes, ninguna forma que pudiera realizar o correr detrás de ninguna idea: pensaba demasiado en el gato. Después pensé en algo que me llenó de temor. En la mitad de la obra había unos pasajes en que yo debía dar zarpazos con la mano izquierda; era del lado del gato y no sería difícil que él también saltara sobre el teclado. Pero antes de llegar allí me había hecho esta reflexión: “Si el gato salta, le echarán las culpas a él de mi mala ejecución”. Entonces me decidí a arriesgarme y a hacer locuras. El gato no saltó; pero yo terminé la pieza y con ella la primera parte del concierto. En medio de los aplausos miré todo el escenario; pero el gato no estaba.
Mis amigos, en vez de esperar el final, vinieron a verme en el intervalo y me contaron los elogios de la familia que se sentaba detrás de ellos y que tanto había criticado en el concierto anterior. También habían hablado con otros y habían resuelto darme un pequeño lunch después del concierto.
Todo terminó muy bien y me pidieron dos piezas fuera del programa. A la salida y entre un montón de gente, sentí que una muchacha decía: “Cajita de música, es él”.