Nadie encendía las lámparas: Las dos historias
El 16 de junio, y cuando era casi de noche, un joven se sentó ante una mesita donde había útiles de escribir. Pretendía atrapar una historia y encerrarla en un cuaderno. Hacía días que pensaba en la emoción del momento en que escribiera. Se había prometido escribir la historia muy lentamente, poniendo en ella los mejores recursos de su espíritu. Ese día iba a empezar: estaba empleado en una juguetería; había estado mirando una pizarrita que en una de las caras tenía alambres con cuentas azules y rojas, cuando se le ocurrió que esa tarde empezaría a escribir la historia. También recordaba que otra tarde que pensaba en un detalle de su historia, el gerente de la casa le había echado en cara la distracción con que trabajaba. Pero su espíritu le borraba esos feos recuerdos, apenas le venían, y él seguía pensando en lo que le hacía tan feliz y en lo que tan torpe le hizo no bien salió del empleo y se consideró libre; dejó que una parte muy pequeña de sí mismo se entendiera con las cosas exteriores y le llevara a su casa. Mientras se dejaba arrastrar por la pequeña fuerza que había dispuesto que lo guiara, se entregaba a pensar en su querida historia; a veces esa misma felicidad le permitía abandonar un poco su pensamiento dichoso, observar cosas de la calle y querer encontrarlas interesantes; y en seguida volvía a la historia; y todo esto dejándose arrastrar por la pequeña fuerza que había dispuesto que lo guiara.
Cuando estuvo en su pieza le pareció que si la acomodaba un poco antes de sentarse a escribir estaría más tranquilo; pero al mismo tiempo tuvo la impresión de que sus ojos, su frente y su nariz tropezarían con las cosas y las puertas y las paredes, y por fin decidió sentarse ante la mesita, que era baja y estaba pintada con nogalina. Después de sentarse, aun se tuvo que levantar para buscar una libretita donde tenía apuntada la fecha en que empezó la historia.
“El 16 de mayo era sábado, y serían aproximadamente las nueve de la noche cuando la conocí. Hace un momento recordaba el tipo que yo era aquella noche y cómo era mi indiferencia. También me imaginaba que si el tipo mío de ahora le dijera al tipo mío de aquella noche, al salir de casa de ella, que apuntara esa fecha por ser la de un gran acontecimiento, aquél le diría a éste que era un decadente y que había caído en un lazo vulgar. Sin embargo, mi tipo de ahora se ríe de aquél y no se detiene a pensar si aquél tenía o no razón; aun más: trata de recordar los menores detalles de aquél para reírse más, y para ver cuándo y cómo fue que aquél empezó a ser éste; pero aun más: a éste le interesa recordar a aquél porque así la recuerda también a ella; pero –hombre– aun más: a éste le interesa escribir esta historia para tener que preocuparse concretamente de ella, y ha escrito la fecha en que la conoció como lo podía haber hecho un enamorado vulgar, porque en esto, menos que en lo demás, no se avergüenza de no ser original. Por fin, la última advertencia: la fecha de esa noche la deduje con la ayuda de un gran amigo que me acompañó, esa noche y todas las otras, hasta que los dos nos convencimos de que ella me quería a mí y no a él.”
Al llegar a este párrafo se detuvo, se levantó y empezó a pasearse por la pieza. El sitio por donde paseaba era muy estrecho; hubiera podido apartar la mesita para que fuera más amplio; pero le gustaba llegar hasta la mesita y mirar el párrafo que había escrito. También hubiera podido continuar su tarea, pero sentía una secreta angustia: para escribir, al pensar en los hechos pasados, se daba cuenta de que se le deformaba el recuerdo, y él quería demasiado los hechos para permitirse deformarlos; pretendía narrarlos con toda exactitud, pero bien pronto advirtió que era imposible; y por eso lo empezó a torturar esa indefinida y secreta angustia.
Si tenía una secreta angustia porque se le deformaba el recuerdo, mucho más secreto, más íntimo fue el motivo por el cual al día siguiente ya no tuvo esa angustia. Ese motivo era el mismo que hacía que escribir la historia fuese para él una necesidad y un placer más intenso del que hubiera podido explicarse. Así como su espíritu le borró el feo recuerdo de que el gerente de la juguetería lo apartó bruscamente de sus más queridos pensamientos, así también su espíritu le escondió el motivo más hondo e implacable que entrañaba el deseo de realizar la historia. A pesar de él, su espíritu le ocultó ese motivo, valiéndose de las razones que nunca terminaba de exponer en el trozo que escribió. Pero él escribiría la historia porque ella no le amaba ya.
“Aquel tipo que era yo antes de conocerla, tenía la indiferencia del cansancio. Si yo la hubiera conocido mucho antes, mucho antes hubiera gastado mis energías en amarla; pero como no la encontré, esas energías las gasté en pensar: había pensado tanto que había descubierto lo vano y falso del pensamiento cuando éste cree que es él, en primer término, quien dirige nuestro destino. Y a pesar de saber esto, seguía pensando, mis energías seguían minando el pensamiento, y sentía el más antipático cansancio. Este tipo que soy yo, ahora descansa en la inquietud de amar a su antojo; pero desde el 19 de mayo –dos días después de empezar la historia– hasta el 6 de junio –el día en que yo mismo suspendí la historia porque al día siguiente salí muy temprano de la ciudad donde ella vivía–, en esos 22 días de entre esas dos fechas, descansé además en sus grandes ojos azules: también era grande la distancia que había entre sus ojos y las cejas; de ese espacio pintado de azul tenue y de esa bóveda azul, parecía descender eso que había en sus ojos, eso que me hizo descansar de mis pensamientos y amarla con toda la amplitud de mis ganas.”
Aunque su espíritu le escondía la causa de por qué escribía la historia, es posible que él haya sentido como el aliento de una desgracia que lo seguía de cerca. Precisamente, era su propio espíritu el que no dejaba que la impresión de que ella no le amaba ya se hiciera pensamiento, y entonces, además de querer tapar esa impresión con todas las razones con que explicaba la causa que tenía para escribir la historia, también se prendía de las fechas, porque sentía que en esa forma, comprometiendo las fechas, comprometía el tiempo y se aseguraba el amor de ella. Pero esa noche del 6 de junio, después que estuvo con ella, y cuando estaba conmigo en la pieza del hotel, hubo un momento en que yo vi la escondida y pequeña carga de duda que tenía en el espíritu: fue cuando hablándome de ella, y de quién sabe hasta cuándo no la volvería a ver, se fijó en el almanaque, y al ver el número 6 del día en que estábamos, dijo: “¡Pero qué 6!, parece un animal sentado... y con su cola muy enroscada”. Fue cuando dijo eso que yo vi esa escondida y pequeña carga de duda, y cuando él debió de haber sentido el aliento de la desgracia que lo seguía de cerca.
Hace muchos años, y cuando empezó a torturarle el pensamiento, también había descansado en unos ojos azules. De lo que escribió en aquella época elegí lo que mejor me dio la sensación de lo que él sabía de él. Eran tres trozos: La visita, La calle y El sueño.
LA VISITA
Esta noche tuve forzosamente que atender a unos pensamientos. En los momentos que estaba cansado quería dejarlos aunque fuera por unos instantes; pero bien sabía yo la importancia que tenían, y no podía dejar de atenderlos. Solamente descansaba cuando alguien me interrumpía para preguntarme algo; pero si yo pretendía hacer algo para distraerme, yo mismo me obligaba a no hacerme trampa: estaba bien que los abandonara cuando espontáneamente ocurriera algo que me obligara a interrumpirme, pero yo no debía buscar la oportunidad; por el contrario, aunque la oportunidad se me presentara y yo me quedara contento porque descansaba, debía lamentar la interrupción. Me ocurría algo parecido cuando era niño y tenía que dar una lección que no sabía: si me venía tos me quedaba contento porque daba tregua a la tortura y porque a lo mejor, mientras tosía, podría ocurrir algo importante que me librara de la lección; pero si yo tosía a propósito, el maestro se daba cuenta. En aquel tiempo me hubiera parecido mentira que ahora, al ser grande, yo mismo me obligara a hacer una cosa como si tuviera al maestro dentro de mí. Cuando se hizo muy tarde, llegó a mi casa, junto con mis hermanas, una muchacha rubia que tenía una cara grande, alegre y clara. Esa misma noche le confesé que mirándola descansaba de unos pensamientos que me torturaban, y que no me di cuenta cuándo fue que esos pensamientos se me fueron. Ella me preguntó cómo eran esos pensamientos, y yo le dije que eran pensamientos inútiles, que mi cabeza era como un salón donde los pensamientos hacían gimnasia, y que cuando ella vino todos los pensamientos saltaron por las ventanas.
LA CALLE
Hoy me estuve acordando de una cosa que me pasó hace pocas noches. Esa noche yo había encontrado una mujer, y los dos fuimos por una calle solitaria. La calle tenía a los lados muros severos y blancos: serían de fábricas o depósitos. Las veredas parecían haber nacido
del pie de los muros, y eran simpáticas; pero los focos, que también parecían haber nacido de los muros, tenían sombreritos blancos y eran ridículos. Como era una noche sin luna, ellos eran los únicos que alumbraban, y parecía que solamente alumbraban el aire y el silencio.
Caminábamos despacio. Yo le había pedido a ella que por un rato no me hablara porque quería pensar en una cosa; pero no podía pensar en eso, porque la cabeza se me entretenía en comprender que cuando ya iba a terminar la luz de un foco nos esperaba con solicitud estúpida la luz de otro.
De pronto yo me detuve y me di vuelta para atrás porque en el fondo de la calle pasaba el ferrocarril. Ella dio unos pasos más antes de detenerse, y yo no sé qué pensaría. A mí me había interesado siempre el espectáculo del ferrocarril al pasar, y tal vez por eso me di vuelta y aproveché para verlo una vez más; pero esa noche no tenía ganas de verlo, me había dado vuelta sin querer: parecía que en ese mismo momento hubiera tenido dentro de mí un personaje que hubiera salido al exterior sin mi consentimiento, y que había sido despertado por la violencia del ferrocarril. Pero en seguida sentí que otro personaje, que también se había desprendido de mí, había quedado mirando en la misma dirección en que antes caminaba, que quería predominar sobre el anterior y que me empujaba hacia adelante. Si estos dos personajes no tenían sentido y querían huir, era porque yo, mi personaje central, tenía el espíritu complicado y perdido. Cuando me di cuenta de esto quise espantar los personajes, llegar a la realidad y hacer algo positivo: entonces me miré las manos. En seguida se me ocurrió –como un nuevo medio de llegar a lo normal, a la superficie común– avanzar hasta ella, aprovechar que la calle era solitaria y besarla: entonces, después que besé su cara tan rara, me di cuenta que me había pasado lo mismo que con el ferrocarril, que no tenía ganas de besarla, que la había besado el personaje que miró para atrás. Y en seguida, cuando reaccioné y quise ser positivo de nuevo y la tomé a ella del brazo para seguir caminando, sentí que me volvía a tomar el personaje que huía hacia adelante. Después de caminar unos pasos, me paré a pensar en lo que me pasaba, saqué un cigarrillo, me lo puse en los labios, y como el esmerilado de la caja de fósforos estaba gastado y yo frotaba inútilmente, la dejé a ella en la mitad de la calle y me fui a frotar el fósforo contra el muro.
Cuando dejamos esa calle y yo seguía acordándome de lo que me pasó, pensé que la calle no había quedado como antes; que en uno de los muros había quedado la cicatriz de un fósforo, y que éste había permanecido sin apagarse en la vereda que nacía de ese muro. Más tarde pensé, como si despertara de un sueño y entendiera lo que en él pasó, que los muros severos y blancos habían cruzado sus miradas a través del aire y el silencio que alumbraban los focos de sombreritos ridículos. Sin embargo, no puedo decir cómo eran el aire y el silencio en esa noche y en esa calle. A pesar de todo me parece que cada vez escribo mejor lo que me pasa: lástima que cada vez me vaya peor.
EL SUEÑO
En un pedazo grande de sueño, yo me encontraba en un dormitorio y era de noche. La silla en que yo estaba sentado había quedado arrimada a una gran cama, y en esa cama y entre las cobijas estaba sentada una joven. La joven era de esa edad insegura, entre niña y señorita; se movía continuamente y acomodaba y jugaba con cosas que a ella le parecería que a mí me interesaban; a mí me parecía mentira que ella, estando preocupada en cosas de niña y teniendo ese placer que tienen las niñas cuando están acomodando cosas y en continuo movimiento, también sintiera el placer casi puramente espiritual de un amor profundo como el que yo sabía que ella sentía por mí. A veces parecía que ella se daba cuenta de lo que yo pensaba y que eso lo hacía a propósito: le gustaba que yo la mirara mientras hacía eso. Pero de pronto interrumpía su juego y ponía su cara muy cerca de la mía; en ese momento, en su cara había un poco de tristeza, de súplica y de dolor precoz; pero de pronto me daba un beso corto y seguía jugando como antes; eso me hacía pensar que predominaba en ella el placer de su juego, de ese juego que yo no sabía bien a qué ni con qué era, y al que atendía y fingía interés como se atiende y se finge interés a los niños cuando en realidad son ellos, más que sus juegos, los que nos interesan. Entonces yo la miraba como a una niña y le perdonaba esas cosas que ella hacía como hacemos con los niños cuando no saben que molestan: ella se movía mucho, y me molestaba al inquietar durante tanto rato los rayos de luz y la sombra que salían de una lámpara portátil de pantalla verde que quedaba del lado contrario del que estaba yo. Mi manera de perdonarla tenía también cierta malicia, cierta indulgencia interesada, porque yo sabía que después que yo hubiera atendido a su juego durante un buen rato, le pediría que me besara y ella me colmaría de besos y de mimos. Sin embargo, al momento me encontré besándola, y sentía que no la amaba, que no estaba en una situación franca conmigo mismo y que hacía por encontrar agradable un compromiso complicado en que me había metido; entonces la besaba en las mejillas, donde le corrían abundantes lágrimas, y yo hacía lo posible por esquivar esas lágrimas, porque al encontrarlas me creía en el deber de sorberlas, y el líquido era cada vez más salado y abundante. Tan pronto me encontraba en la silla y muy arrimado a la cama, como me encontraba a una distancia imprecisa de la cama y me veía a mí mismo sentado en la silla y con un traje claro. Cuando yo estaba en la silla y ella se hallaba cerca de mí, yo sentía la realidad de las cosas sin darme cuenta que la sentía, y además tenía el espíritu angustiado. Tan pronto me sentía contemplándola a ella, como sentía que hacía cosas que no eran las que yo quería hacer. Otras veces ella jugaba muy lejos de mí, en todos sus movimientos no había el más leve ruido, y esos movimientos se parecían a los de las películas pasadas sin música. Pero entonces tenía conciencia de ese silencio y de mi mutismo –yo no debía de hablar nada–, porque en vez de estar yo junto a la cama de ella, debía de estar otro que era el novio que los padres conocían y con quien le permitían hablar.
Cuando yo estaba retirado de la cama y me veía a mí mismo sentado en la silla y con el traje claro, me sentía menos angustiado, y ella y el “yo” que yo veía a esa distancia imprecisa eran una cosa más íntimamente conciliada.
En una de las veces que yo me hallaba cerca, ella tenía el cuerpecito de un niño de meses y su cabeza era muy grande; jugaba con un papel y tan pronto se lo ponía sobre los hombros o se lo ceñía al cuerpecito; el papel crujía fuertemente; los padres, que estaban en la habitación próxima, se inclinaron sobre los pies de la cama de ellos, y desde allí nos veían –porque la puerta que comunicaba las dos habitaciones estaba abierta. De pronto, en la habitación de nosotros apareció la madre, en camisa, y me dijo: “No esperaba este triunfo de usted”. ¡Cuánto sufrí por eso!... Sentí mi traición, y el dolor de la persona traicionada al concederme el triunfo... Mi sombrero estaba tan pronto en un sitio como en otro; yo no lo podía tomar ni salir; pero en seguida dije:
—Escuche, señora –y se me ocurrió esta mentira–: Estoy muy enamorado de una amiga de su hija; y al pasar por aquí, pensé que su hija me diría cosas de la mujer que amo; entonces, como vi luz, me atreví a llamar y ella me hizo pasar. Cuando terminé de decir esto, ella lloraba desconsoladamente, y lo que yo había dicho se iba haciendo verdad...
“Al despertarme me ocurrió lo de muchas veces: empezaba a darme cuenta de por qué habían ocurrido algunas cosas, y esas soluciones me caían como fichas: los padres se habían despertado por el ruido que hacía el papel al crujir; ella lloraba porque sabía que yo amaba a otra, etc. Pero lo que más me asombró al despertarme fue comprobar que la madre de ella era mi propia madre. También recordé lo que me sucedió antes de dormir y al terminar el sueño: pensaba en las leyes físicas y humanas y veía pasar mis deseos por mí, como nubes por un cielo cuadriculado. Al ir pasando al sueño, esa red se rompía; pero yo seguía pensando y sintiendo como si estuviera entera: los pedazos rotos estaban como enteros; y había un cuadro tan bien escondido debajo de otro, que la madre de ella era la mía...”
El joven no quiere ir describiendo los hechos en el mismo orden que ocurrieron; tampoco quiere hablar de los personajes que tuvieron que ver con la mujer que amaba: ni siquiera los de su familia. Pero se le ha antojado describir la nariz de ella, aunque le resultara ridículo.
“En muchos de los instantes que viví cerca de ella, concentré toda mi atención y toda mi adoración en su nariz. También me parecía que muchos extraños pensamientos que vagaban por el aire se metían por mi cabeza y me salían por los ojos para ir a detenerse en su nariz. Entonces creía que su manera de sentarse, erguida; su manera de levantar la cabeza, adelantando la barbilla, y todo lo físico y espiritualmente bello que había en su persona, era un ardid de su naturaleza para preparar y llevar al espíritu a adorar su nariz.
La nariz de ella sobresalía de su cara, como un deseo apasionado; pero ese deseo estaba insinuado disimuladamente, y hasta un poco recogido después de haber sido insinuado; y este recogimiento parecía hecho con un poco de perfidia. Cuando la miraba de frente y sus grandes ojos azules estaban entornados, su nariz parecía haber sido muy sensible a las lágrimas que salieron de aquellos ojos y que se habían secado en ella; también las lágrimas parecían haber dejado rastros en dos pequeñísimos bultitos pálidos que brillaban en la misma punta de su nariz.
En los momentos que era yo quien le insinuaba mis deseos apasionados–pero por medio de palabras, y palabras que salían a ser oídas como saldrían a bailar por primera vez hombres grotescos y tímidos–, su nariz parecía que oía, y como sus ojos estaban casi cerrados, también parecía que era la nariz la que veía; y cuando asomaba la cabeza a la ventana para ver lo que ocurría en la calle, parecía que la nariz esperaba a que llegaran lentamente a posarse sobre ella unos impertinentes.”
“No puedo dedicarme a pensar por qué necesito explicar cómo anduvo hoy vagando en mí un terrible pensamiento. Pero lo cierto es que ahora quiero desparramarlo en esta página. Primero me senté en mi cama y miré la mesita pintada con nogalina; después miré muchas cosas de mi cuarto... –Me doy cuenta que tengo deseos de decir cómo son todas las cosas que hay en mi cuarto, para tardar en recordar exactamente cómo llegó hasta mí ese pensamiento; pero no me torturaré tanto, porque es la primera vez que tengo que recordar esto–. De pronto sentí en el alma un espacio claro, donde vagaba una especie de avión. Voy a suponer que mis ojos miraran para adentro en la misma forma que para afuera; entonces, al ser esféricos y moverse para mirar hacia dentro, también se movían mirando hacia fuera, y por eso yo miraba los objetos que había en mi cuarto, sin atención: yo atendía al avión que andaba adentro y en el espacio claro.
Después resultó que la parte de los ojos que miraba para afuera y sin atender, miró –como hubiera podido mirar un enamorado vulgar–una fotografía de ella que estaba en la mesita pintada con nogalina; entonces, en vez de atender al avión de adentro, atendí a la foto de afuera. Después quise volver a ver el avión, pero éste se había perdido en el espacio claro; entonces yo dije para mí: ‘Ya volverá, y si tarda es porque debe de estar cargando algo’. Cuando volvió, no sólo me pareció que traía carga, sino que no era el mismo. También sentí que se dirigía a mí, a mi estúpida persona de aquel momento; y lo único que atiné fue a sacarme un trapo de otro lugar del alma, y a hacerle señas de que siguiera... pero le debo de haber hecho señas de que se detuviera, porque llegó hasta mí, y me rompió la cabeza y todos los escondidos lugares de mi estúpida persona.”
Creo que me durará mucho tiempo el asombro de lo que me pasó hoy: he visto al joven de la historia y me ha dicho que no tiene más ganas de seguir escribiéndola y que tal vez nunca más intente seguirla.
Yo lo siento mucho; porque después de haber conseguido esos datos que me parecen interesantes, no los podré aprovechar para esta historia. Sin embargo guardaré muy bien estos apuntes; en ellos encontraré siempre otra historia: la que se formó en la realidad, cuando un joven intentó atrapar la suya.